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Inicio / Cuenteros Locales / daicelot / Morir es obvio sin esperanza

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Sobrevivir no es cosa fácil en el Apocalipsis del mundo. No es simple, porque es el fin de todas las cosas, personas, seres vivos, tecnologías. No es fácil porque recorres las calles con temor, y agazapado en la oscuridad. Caminas buscando las sombras, las esquinas y los atajos, empuñando un rifle, un sable, un cuchillo o un palo afilado. Caminas y siempre a tus pies hay un charco de sangre. Nunca sabes si esa sangre está infectada; si por haberla pisado, sin darte cuenta, vas a morir.

Cuando lo piensas sabes que es verdad, pero si lo dices suena distinto. Hablas con otro refugiado, ya de vuelta en un escondite seguro, y las palabras no parecen ciertas. Hola, soy, me llamo, tengo. Las fórmulas parecen no tener el menor sentido. Frente a mí a un sujeto que posiblemente no veré de nuevo. Un sujeto con el cual competiré por sobrevivir mañana o pasado mañana. Alguien que me matará si tiene que escoger entre su vida y la mía. Un sujeto al que mataré si tengo que escoger entre su vida y la mía.

No todos son así. No todos fueron así. Pero los que eran de otra forma ya han muerto; porque ya eligieron dar su lugar para que los demás vivieran. Por eso no quedan padres, amantes o amigos. Los que quedamos somos los elegidos. Los que quedamos somos las ratas: los cobardes, los ególatras, los perversos, los sobrevivientes. Lo peor de la especie, lo más prehistórico, los que vivimos por instintos básicos de supervivencia; los que no pensamos más que en llegar a otro día cueste lo que cueste.

Por eso sé que el hombre con el que hablo es igual a mí. Si llegó tan lejos, si duró tanto tiempo, o concretamente, si sigue vivo es porque alguien murió en su lugar. Por eso me cuido de decirle donde escondo provisiones de emergencia, y simulo lo que soy. Por eso al dormir le quito el seguro a mi arma y antes que despierte desaparezco del lugar. Ya no nos veremos otra vez. Buena suerte, podría susurrar, pero prefiero guardarme los deseos para mí mismo.

Sobrevivir no es cosa fácil en el Apocalipsis del mundo. No puedes mirar atrás ni tampoco hacia delante. No puedes tener sueños ni memorias. Imaginar o recordar sólo te destruye y tus ojos se curvan hacia adentro. Sólo sientes el vaho de la ciudad derruida, y el frío cemento resquebrajado bajo tus pies. Sólo sientes con algunas partes de ti, con tus dedos, con tus dientes; porque sólo sienten las partes esenciales de tu cuerpo: las que han de buscar un nuevo lugar; las que tienen que hallar un animal o un pájaro, un refugio o una despensa.

No puedes tener sueños ni memorias, pero igual sueñas y recuerdas. Entonces te doblas en dos partes y ya no puedes caminar. Las imágenes te paralizan los sentidos y es imposible volver a trotar por las calles como un lobo hambriento. Sólo atinas a arrastrarte y dejas que el tiempo pase lacerándote la piel. Así te curtes las mejillas. Y comienzas a envejecer más rápido; porque no haces nada útil; porque te encoges arrodillado mirando la suciedad de la calle en busca de algo que definitivamente no está allí.

La escena en sí misma es ridícula. Pero todo lo es en la ciudad de las bestias. Porque quedamos flotando en la pintura descascarada de la historia, retratando las fisuras de un mural inexistente. Aquí estamos, podría decir, pero sería una mentira. Sólo puedo decir que aquí estoy yo, y no sé si quede en algún rincón de mis venas algo de lo que fui. Algo fui, podría decir, pero sería una mentira también, porque no confío en mis recuerdos ni quiero hacerlo tampoco. No viviré demasiado y necesito correr.

La ciudad envejece cuando la recorro. No viviré demasiado. Necesito correr. Los músculos de mis piernas están gastados. Soy un reloj sin cuerda, y corro, con el sudor frío en la frente y las manos resbalosas sujetando la correa del rifle. Mis piernas. Los trancos entre la basura. El sol poniéndose detrás de unas ruinas. Todas las escenas se superponen como una sola foto. Más atrás vienen ellos, babeando sangre en esa irracionalidad tan característica.

Esta vez no lo lograré. Es un juego, yo escapo y ellos me persiguen. Jugamos en las tinieblas y yo cada vez veo menos. Se me nubla la vista y la luz desaparece. Doblo en una esquina, y luego en otra, hasta que tropiezo y ruedo varios metros por la calle raspándome la cabeza contra el asfalto. No me golpeo lo suficiente como para aturdirme; aún alcanzo a incorporarme cuando la turba de bestias gira por la esquina. Allí estamos frente a frente, y se hace eterno el tiempo que gastan en cubrir el espacio que nos separa.

Entonces viene el final. Sin muchas emociones o detalles. El final luego de un desarrollo relativamente plano, en el que viví y medité brevemente sobre el destino de mi intrascendencia. El final antes de haber conocido un nuevo humano, y haberlo dejado a su suerte por la mañana. Recordé y me quejé, y ahora es el final. La cuenta por favor, su vuelto, conduzca con cuidado, abróchese el cinturón de seguridad. El final, y su pavorosa brecha de incertezas, su blanca vacuidad reposando en mis sienes de vaca.

Viene el final. El final en que me muero porque me comen, en el que mi sangre se reúne con la sangre de los otros, y gotea hasta alguna alcantarilla ubicada estratégicamente para la trama cerca del deceso. El final, y la música de los créditos, pero justo luego de algún último paneo de las bestias triturando mi cuerpo de héroe lozano pero desesperanzado; mi ser lleno de fábula y ficción, y yo ascendiendo al cielo en las cabezas idealistas de los que me conocieron.

Algo así en el final. Cuando soy devorado. Cuando se acaba el día. Etcétera. Un final sin chicas, sin amor, sin eyaculaciones de último minuto, sin épica. Un final casto y clásico, que imaginé miles de veces por su obviedad característica al tiempo que me tocó vivir. Porque yo hubiese querido morir de otra forma. Vivir de otra forma. Pero eso les debe pasar a todos incluso cuando están bien. Tampoco quiero decir cuales son esas formas, pero sí incluyen flores y luminosidad. En mis muertes ideales siempre hay pezones erectos esperando por mi lengua juguetona.

Era inevitable después de todo. Ya lo decía antes, lo difícil que era sobrevivir en el Apocalipsis del mundo; cuando ya no hay motivos ni para hacerse una buena paja la noche previa a tu fallecimiento. Porque sólo hay cabida para la desesperación rancia con la que convives día y noche. Para el frío que te llena de arriba abajo, como el pene de un toro penetrándote hasta el alma. Lleno de virilidad cruel, desvirgándote la esperanza y esparciendo su simiente de escepticismo y desconsuelo por todo tu ser (corriéndose con ira en tu cara, ahogándote como un semental herido y poético, en un último acto lírico).

Así acabas y el tiempo fue suficiente. Mientras mastican mis miembros alcanzo a mirar por última vez hacia arriba, pero no se distingue mucho entre tanta silueta frenética farfullando aquí, masticando allá. La idea habría sido ver el cielo y ojalá alguna estrella. Haber pensado algo bonito antes de que la oscuridad lo rellenase todo. Haber intentado recordar lo que alguna vez estuvo en mí, o lo que pudo ser; todas esas posibilidades erróneas, esos deseos. Para así haber tenido una muerte consciente de la belleza estética y teórica del mundo. Una especie de réquiem litúrgico en el que haber sentido pena o conmiseración por mi existencia. Un último momento que resumiese lo que signifiqué, lo que causé y lo que fui.

Entonces me di cuenta que eso era exactamente lo que estaba teniendo.

22.5.09

Texto agregado el 25-05-2009, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


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