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-¿Dónde estarás esta noche?- me preguntó.

La miré desconcertado. Sin embargo, su expresión denotaba tanta dulzura e inocencia, que no pude hacer más que responder.

-En el río, a medianoche en el río- le dije, sin terminar de entender porque se me había ocurrido contestarle.

Seguí caminando por las calles del barrio buscando algún alivio que me hiciera olvidar mi arrepentimiento, pero no encontré nada. La casa que había acabado de incendiar se caía a pedazos tras de mí, y yo simplemente me alejaba por una calle de tierra. Creo que estaba buscando alguna plaza, quería sentarme unos segundos en el columpio y hamacarme como lo hacía cuando era un niño. Pero no encontré ninguna, al parecer no había plazas en ese barrio. Frustrado, me acosté sobre un banquito y me dormí.

Cuando desperté el cielo ya se había oscurecido, hacía frío. Era una noche muy fría, a decir verdad. Miré la luna, mis pupilas se dilataron, sentí como si alguna lágrima que tenía muy escondida en lo profundo de mi ser quisiera salir en ese momento. La reprimí. Me incorporé y comencé a caminar en dirección al río.

Después de haber caminado como una media hora, recordé que no tenía idea de dónde estaba el río más cercano. Le había contestado eso por la prisa, pero en realidad ni siquiera sabía si había un río en primer lugar. Caminé un rato más y escuché el fluir del agua… ¡ahora ya sabía donde estaba el río!. Corrí y corrí hacia él, no quería llegar tarde a mi encuentro con aquella niña.
Llegué al río. La niña estaba esperándome en una piedra situada justo en la mitad del afluente. Me miró, derramó unas cuantas lágrimas y dijo:

-Ahora sí, sálvame, por favor

Luego se arrojó al río. La corriente era muy fuerte y la arrastró. Dudé en rescatarla o no de una muerte segura, pero algún impulso primitivo instalado en el corazón de los hombres me hizo lanzarme al río yo también sin pensar en nada. Logré evitar que la corriente se la llevara, y la puse a salvo en la ribera. La miré durante unos segundos y me di la vuelta para marcharme. Ella se levantó, me detuvo y me entregó una pequeña vasija que había estado sosteniendo entre sus brazos. Entonces me habló, y un aura sublime y divina la rodeó. Su voz era como la de un ángel cuando me dijo:

-Esta vasija contiene el agua del perdón, por la que me salvaste. Al salvarme, has purificado tu espíritu y el agua contenida en esta vasija es testigo de ello. Estás perdonado. Todos los incendios que has ocasionado, todas las vidas que has tomado, deja que el agua de esta vasija apague ese fuego y ese sufrimiento. Ahora, acepta el perdón divino.

¿Un dios, perdonando mis pecados? Quizá era un demonio... no podía arriesgarme, esa niña podía ser tanto un dios como un demonio. Si era un dios, mis pecados serían perdonados, y el agua de la vasija sería el agua bendita que al fin me purificaría. Si era un demonio jugando a ser un dios, sería arrastrado al infierno donde los espíritus lloran por siempre, y el agua de la vasija serían las lágrimas derramadas por todos aquellos a los que lastimé. ¿El agua del perdón, o el agua del castigo?. Cualquiera de las dos cosas sonaba tentadora… cualquiera sería el fin del camino para mí. Decidí que ya no podía cargar con el enorme peso del pecado, y que aceptaba perdón o castigo por igual. Acepté.

La sangre me llama desde el filo de la hoja del cuchillo. Frente a mí, una niña muerta y sobre el piso una vasija rota, en medio de una casa devastada por las llamas.

Texto agregado el 22-05-2009, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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