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Amores

Un nerviosismo permanente, interés de gorrión a los saltitos por los detalles de las jornadas, dominaba a Robustiano Basigalupo, aún en ese aciago día. Solo, en realidad alejado de los grupitos de a tres, parado con las dos manos juntas adelante, como si estuviera detrás del mostrador de su Mercado de la Carne, miraba el cajón en el que yacía, aún tibia y extendida frente a él, Matilde, su mujer durante cuarenta años, que además trabajó como cajera desde siempre.
Desde lejos podía percibirse el continuo pestañar que este hombre bajo pero de físico potente, anteojos con mucho aumento, cabeza chica, pelo muy corto peinado hacia atrás y tez rojiza llevaba incorporado desde muchacho, ese que ni las cargadas de la barra lograron eliminar.
El carniza no dejó de estar atento a los detalles que pasaron en la sala velatoria durante esas largas horas. Consiguió la llave del depósito, escaleras arriba, llamando al encargado de la cochería al celular y se encargó de cambiar algunas sillas que tenían las patas flojas trayendo nuevas desde allí. Fue a comprar al supermercado edulcorante para el café de la prima Luisa que estaba en tratamiento. A las dos de la mañana se había cambiado el traje oscuro que le hizo poner su cuñada por ropa de trabajo que le prestaron y, después de revolver por todos lados hasta encontrar dónde guardaban los encargados de mantenimiento sus cosas de electricidad y la escalera, reemplazó dos tubos fluorescentes que empezaron a fallar en la cocinita justo a esa hora.
Nuevamente trajeado, fue al entierro en el segundo coche, detrás del que llevaba el cajón, y durante el trayecto aconsejó al chofer cambiar una cruceta y la rótula del mismo lado porque hacían un ruido feo.
El negocio estuvo cerrado dos días, pero hay quienes dicen que aprovechó ese paréntesis por duelo para limpiar a fondo las dos heladeras que hacía años necesitaban cepillo y detergente más que nada en los rincones de abajo. Cuando ese miércoles de noviembre el viudo levantó la persiana, su cuñada Julia, bastante parecida a Matilde pero diez años más joven, ya no se encontraba en la trastienda preparando embutidos o deshuesando pollos, sino que vestía el guardapolvo azul de la hermana y su idéntica paciencia detrás de la caja para atender al público cautivo de aquella carne de primera calidad. En los momentos de resuello, cuando extrañamente los clientes parecen ponerse de acuerdo para no entrar a un lugar, Robustiano, seguía con las manos adelante, parpadeando, moviendo el pie derecho, limpiándose el dorso de la mano en el delantal ennegrecido de rojos, siempre buscando algo para hacer, para arreglar, para limpiar. Ella, cada tanto, le alcanzaba un mate.
Por eso no era de esperar lo que pasó unos cuantos meses después, cuando la atención del barrio ya nada esperaba de distinto en la vida de aquel comerciante que, se sospechaba, tenía mucha plata guardada en un banco de afuera. Tal vez Julia pudo percibir algún cambio detrás de la nueva costumbre adquirida por Robustiano de buenas a primeras, pero, cumplidora de horario y silenciosa, nada salió de su boca.
Es que a eso de las siete de la matina, justo en el momento en que las enfermeras de la clínica La Pléyade, pegado a su comercio, salían a baldear la vereda vestidas únicamente con sus guardapolvos color rosa, el inquieto hombre de manos hábiles para el cuchillo y la sierra, sacaba una sillita plegable tipo playa y, apenas inclinado, sin quitarse el delantal de cuero y sin parar de rozar el dorso de la mano sobre su superficie, no se perdía detalles de aquellos cuerpos que, con figuras de contradanza, echaban agua, barrían sin ganas, hablaban riendo, dejaban traslucir el contorno de la ropa interior sobre el uniforme húmedo.
Robustiano se justificaba en la espera del camión con las medias reses, parpadeaba, hablaba solo en voz baja, se acomodaba los anteojos, nada que nadie que lo conociera no le hubiera visto hacer hasta el momento. Cuando arribaba el transporte refrigerado, elegía la carne sin dejar de mirar a Ceci, Vivi, Martu, Rosa, que de tanto escucharlas había aprendido cada nombre. Seleccionaba terneras como si eligiera a alguna de las muchachas, apenas rozando con sus dedos la textura de los músculos. Una vez concluida la ceremonia el hombre plegaba la reposera y regresaba a ubicarse detrás del mostrador con las manos adelante si no había a quién despachar.
Vaya a saber cuándo recibió la carta que lo citaba el domingo a las seis de la tarde en el banco de piedra de la plaza. Vaya a saber quién era la autora anónima de semejante convocatoria amorosa y si se trataba de una broma o iba en serio. El caso es que aquellos dedos gruesos mancharon de rojo el papel con maripositas, al tiempo que los ojos miopes leían palabras de azúcar que semejante hombre ignoraba y fueron un poderoso motor para su instinto.
El señor Basigalupo fue puntual, vestido con camisa blanca, pantalones de jean y mocasines sin medias. Tres duchas intentaron quitarle el aroma de la carne cruda, sin conseguirlo, por lo que bañó su cabeza pequeña en colonia Acqua Velva. Se ubicó en las cercanías del banco que, en la luz impiadosa del verano, parecía deshacerse. Cruzó las manos delante del cuerpo y esperó sin saber el oficio de enamorado. Algunos pájaros lo ignoraron después de un rato y los perros de siempre pasaron sin verlo.
Se escurrieron interminables diez minutos. La sombra de una mujer deslizó su seda oscura por el respaldo del asiento de mármol. Los anteojos culo de botella cayeron sobre las piedritas naranja del paseo. Detrás de aquel deseo nublado, Robustiano detuvo los párpados con un temblor de chico. Se adelantó varios pasos hacia esa asustadiza presencia femenina con perfume de jazmines. Entre tinieblas creyó descubrir la silueta de Vivi, la morocha de grandes pechos que siempre le guiñaba un ojo. Sin embargo, un paso más adelante, estaba convencido de acercarse a la piel llena de pecas de Rosa, pelirroja de sonrisa filosa. Cuando puso una mano en la cintura de la mujer sintió la cadera generosa de Martu que tanto había imaginado. Y sus labios mordieron levemente el cuello convencido de que en verdad se trataba de Ceci.
La mujer, tal vez conocedora del juego, se negaba sin fuerzas mientras el carnicero recorría aquellos sucesivos cuerpos sin abrir los ojos, concentrándose en las yemas de sus dedos ágiles por el vestido celeste, largo y con un amplio tajo que descubría muslos firmes. Al fin ella volvió la cara y respondió con fervor adolescente.
La autora de la carta llegó poco después, cuando los dos yacían en la suavidad del banco de piedra. Reprimió un grito de sorpresa rabiosa y volvió corriendo hacia la clínica, donde contó a cada una de sus compañeras lo que había visto.
Robustiano supo que era Julia cuando volvió a colocarse los lentes para levantarse y llevarla a una pieza del Hotel Italia, allá enfrente. Al fin tomó a la hermana de su mujer por el talle y, empujado por sus ganas de mujer, no le importó nada. Gozosos fueron derecho hacia la cama que el hombre había frecuentado en sus tiempos de juventud.
El lunes, la carnicería abrió como era costumbre, pero a las siete de la mañana Robustiano Basigalupo cebaba mates detrás del mostrador y fue Julia quien salió a la vereda para esperar al camión de las medias reses.

Texto agregado el 21-05-2009, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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