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« He visto a mi Dios
Cara a Cara,
Y mi Vida se ha salvado »

Porque su rostro era el del Amor.

Enmarcado entre vidrios transparentes, el inmenso poema, escrito sobre papel de seda, inauguraba la entrada de la vieja casona. Debajo, una antigua mesa art deco servía de altar. La imagen de la virgen con el niño en brazos estaba rodeada de estampas de santos, incienso, exvotos, velas y flores; en el rincón derecho un pequeño ser de mirada intensa sostenía un cigarrillo en su boca. Isabel dejaba que sus empleados pusieran ahí sus estampas y efigies, para que les dieran la bienvenida y los protejan. La casa había sido construida en el siglo XIX por su bisabuelo y se conservaba intacta. El carrara pulido a plomo, y el silencio que reinaba, correspondían perfectamente con la imagen de un mausoleo familiar. La araña de bronce y alabastro, a pesar de su tamaño, generaba una luz mínima, y pasaban unos segundos hasta que los ojos se acostumbraran a esa penumbra.
Víctor Varese tomó entre sus manos al sonriente equeco, y comenzó a examinarlo, le pareció arrogante y lascivo. Detrás, una voz cálida lo sobresaltó
― Bienvenido.
La mujer era inabarcable, imposible de disfrutar con una sola mirada, se necesitarían años para descubrirla toda. Las gasas transparentes mostraban un cuerpo perfecto, de estatura mayor que él, de piel tensa e intemperante. No soportó la tentación. Sus pupilas se clavaron en los hermosos senos. Los pezones eran perfectos, como su curvatura, maduros. Su vientre era suave. Una pequeña cicatriz lo devolvió a la realidad. Alzó la cabeza. Los ojos de Patricia le sonreían. Toda ella sonreía. Se sintió avergonzado.
Rápida, notó el cambio de humor, sabía que después de la vergüenza asoma el desprecio. Interrumpió la metamorfosis.
― Sígame por favor.
Durante el trayecto de cincuenta metros, tuvo una erección. No se escuchaban voces, pero todo en el ambiente estaba impregnado de erotismo. No cruzó a nadie. No vio nada. Contó los pasos con sus ojos clavados en el cuerpo desnudo que ahora le presentaba su reverso difuso, velado por el género que lo recubría. La espalda era tan hermosa como el frente. Abstraído chocó contra la figura, esta había frenado de golpe frente a una puerta púrpura. Los pantalones se pegaron a la piel de la guía en la altura perfecta. Los segundos se prolongaron más de lo debido. Ella refregó su carne contra la de él, luego echó unos centímetros hacia adelante su torso, pero no separó sus muslos. Las manos la acariciaron. La puerta se abrió. Isabel lo esperaba del otro lado. Patricia se dio vuelta. No lo miró, fue todo gesto. Con una danza afectada rozó con sus pezones el brazo del hombre, el cuerpo de él se turbó con la caricia humedeciendo la ropa interior. Se contrajo tratando de disimular el espasmo que olía a lavandina concentrada, pero la mancha surgió para dar testimonio de la eyaculación. La elipsis dura y oscura lo acompañó todo el día, encerrada en la gabardina clara del pantalón.
― Veo que ya conoce a Patricia, señor...
― Varese. Víctor Varese
― Curioso apellido. ¿Le gusta la música?
― No ¿Por qué?
― Hiperprisma, Déserts, Ecuatorial
― ¿Cómo?
― Nada, no me haga caso
― Preferiría que se explique
― Por favor Víctor, no me trate de usted que no soy tan vieja
― No me mal interprete es sólo que...
― Un compositor.
― ¿No la entiendo?
― Un compositor que lleva su mismo apellido. Edgar Varèse
― Sigo sin entender
― Son obras suyas. Es uno de mis preferido
― Nunca lo escuche nombrar
― Quizás un día podamos compartir su música
― Me encantaría. Pero todavía no conozco su nombre.
― No le creo. Se ve que sus superiores son personas muy reservadas, supuse que el Doctor los tenía al tanto de sus movimientos. Él me dio el teléfono y el individuo con el cual hablé me trató con familiaridad ¿Le informaron de la tragedia por lo menos?
― Sí, por supuesto. Pero nada más.
― Soy... Isabel
― Un gusto
― Igualmente
― ¿Dónde se encuentra el cuerpo?
― ¿El cuerpo? Veo que le han dicho muy poco. Los cuerpos
― ¿Cómo?
― Compruébelo usted mismo. Puerta amarilla. Lo acompaño.
― Preferiría ir sólo. ¿Derecha o izquierda?
― Derecha. Unos veinte metros. La última puerta.
Isabel vio alejarse la fisonomía de Víctor por el pasillo, arrastraba el pie izquierdo al caminar, una malformación imperceptible que seguramente lo habría torturado durante los años de infancia. Conocía la crueldad de los niños, su mirada viva, su capacidad de descubrir y dañar. Ella había sido una de esas niñas malas, su hija también ¿Lo habrían operado? ¿Cómo había llegado a pertenecer a un grupo tan selecto como el que dirigía el Doctor? Su mirada prejuiciosa rara vez se equivocaba. La imagen que se alejaba no cuadraba con la voz del elegante interlocutor que la había atendido; su cara era grasienta, oliva, transpirada; además estaba sucio, él y su ropa olían mal. Su porte no era el de un contrahecho pero denotaba ciertas anomalías, como las prendas vulgares que se deforman contrayéndose en las costuras y dilatándose en los extremos.
No necesitaba más referencias que las que le entregaba su propia mente para dilucidar que todo era falso. La traición había operado una vez más en el corazón de los hombres, nada tenía en contra de esta, era fácil de manipular e imbécil por naturaleza.
Confió en el asar, el carácter de este le gustaba más, era femenino, podía navegar en el, cómoda, certera. Este había resuelto dar juego al pasado, la hora de la revancha.
El aire le resultó liviano, lo respiró mansa. El cuerpo de Varese se introdujo en la habitación, Patricia estaba detrás de ella, la miró y le tiró un beso, la hija sonrió, lo atrapó en un gesto y se lo guardó en el pecho.

Texto agregado el 09-05-2009, y leído por 143 visitantes. (0 votos)


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