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Inicio / Cuenteros Locales / guvoertodechi / No vayas a la escuela porque San Martín te espera

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Con esta singular estrofa, Luca Prodán advierte a los fans rockeros sobre el riesgo que les acecha en los claustros de estudio. Coincidiendo con Martín Kohan –a quien seguimos en este acápite-, no se trata aquí de convalidar la exhortación a la deserción escolar que formuló el legendario cantante de Sumo. Nada de eso. Lo que importa destacar es que, de un modo coloquial, conciso e irónico a la vez, el autor de la canción popular consiguió expresar la sensación que suelen experimentar los argentinos cuando se topan con la figura del General José de San Martín, Padre de la Patria.



Hablar de San Martín es hablar del fundador de nuestra nacionalidad. Es hablar del Libertador que nos legó una patria soberana y, por carácter transitivo, una identidad nacional. Es el héroe superlativo que, en los albores de nuestra historia, delimitó las fronteras territoriales y definió los valores éticos primigenios de la argentinidad. Se trata, también, del épico centauro que cruzó los Andes y emancipó medio continente. Arquetipo de la independencia, indiferente a la seducción del poder, supo retirarse a tiempo para no involucrarse en las luchas fratricidas que, desde entonces, envuelven a los pueblos latinoamericanos. Es el adusto anciano exiliado en Boulogne Sur Mer, mitad protagonista del glorioso pasado, mitad personaje mítico omnipotente e inasible.


El culto sanmartiniano, inobjetable para la inmensa mayoría de los habitantes del país, además de remitir a una historia fundacional, expone la vida del Gran Capitán como modelo a imitar, aunque todos intuyamos que su conducta ejemplar es inimitable. Su augusto nombre subsume un compendio de virtudes: hombre austero y noble, militar implacable aunque recto, padre amoroso y exigente, gobernante desinteresado y honesto. Todo argentino debería emularlo o, al menos, intentar hacerlo. San Martín aúna todo lo que somos y, con dialéctico patetismo, todo lo que no podemos ser. Él mismo gustaba recitar una máxima que significa algo por el estilo.


Al ser inalcanzable para el común de los mortales su ciclópea estatura, es lógico que experimentemos cierto escozor por la silenciosa coacción que ejerce la lámina del prócer exhibida en las aulas de las escuelas, multiplicada miles de veces, presente hasta en el último rincón de la extensa patria. Similar efecto debe provocar la Acrópolis ateniense que, con su imponencia marmórea, le recuerda al pueblo griego de hoy que nunca volverá a escribir la formidable página de la historia que protagonizaron sus antepasados.


Pero San Martín significa, para los argentinos, algo más que un modelo que infunde admiración y reverencial respeto. La Argentina es un país agonal y faccioso como pocos, donde la disputa entre parcialidades irreconciliables ha estado latente a lo largo de toda su historia. Desde el alumbramiento de la patria las controversias de todo tipo han llenado miles de páginas de desencuentros, tal como tempranamente lo planteó Bernardo de Monteagudo poco después de la Revolución de Mayo: “Así hemos llegado insensiblemente al punto de mirarnos como enemigos, de tratarnos con una sacrílega desconfianza, y formar a la sombra de dos partidos en apariencia dominantes una porción de facciones…” [Gazeta de Buenos Aires, 07/02/1812].(2)


En un país donde la política es concebida como práctica canibalesca al servicio de dicotomías antagónicas que se regeneran de manera perpetua, hablar del Libertador es hablar del único acuerdo existente, del único punto referencial en el que coinciden y confluyen todos los ciudadanos de la república. El paradigma sanmartiniano implica consenso en el mar de los disensos; actúa como símbolo de unión efectiva allí donde impera la sempiterna disgregación; es sinónimo de colectividad allí donde reina la fragmentación social. En definitiva, el héroe de Chacabuco y Maipú encarna, desde el Parnaso de los ideales supremos, el proyecto de Nación que los argentinos aún no hemos sabido, querido o podido concretar en casi doscientos años de vida independiente.


Tan unánime es el rol que le hemos asignado, que “en Argentina, toda toma de posición aspira a contar con San Martín entre sus premisas de validación. No importa qué tan distintas, o incluso qué tan opuestas, puedan ser esas posiciones en la política o en la historiografía. Se trate de un brote nacionalista por derecha o de un retobamiento contra el imperialismo por izquierda, del peronismo o del antiperonismo, de la mesura aparente de la historia liberal o del revanchismo justiciero de la historia revisionista, no importan esas disidencias porque, más allá del fuego cruzado, más allá de las hostilidades y de no querer saber nada con el otro, lo más probable es que exista al menos un punto en común, y ese punto en común será siempre José de San Martín” (3).


· La construcción del procerato


No siempre fue ésta la valoración del prócer en el corazón de los argentinos e hispanoamericanos, en particular, entre aquellos hombres de acción y de pensamiento que oficiaron de formadores de opinión en la primera etapa de existencia como nación. En efecto, la trayectoria político-militar de San Martín fue cuestionada o, en todo caso, ignorada, tanto en Argentina como en Chile y Perú, las tres naciones que contribuyó a fundar, mientras él vivía. En Perú, donde se desempeñó como Protector Supremo, le endilgaban no haber completado la ocupación militar del territorio, y de haberse enredado en intrigas palaciegas con la oligarquía limeña. En Chile, si se acordaban del Libertador era para atribuirle el fusilamiento de los hermanos Carrera (adversarios de su aliado O´Higgins) y la sospechosa muerte de Manuel Rodríguez, jefe de guerrillas y de milicias que hostigaron a los realistas. En Argentina, hasta fines de los años ´20, San Martín fue considerado un prófugo por desobedecer la orden del gobierno de retornar con su ejército para cumplir con la misión de consolidar la paz interior, amenazada por la anarquía reinante en las provincias. Por ello, salvo una efímera y frustrada incursión al Río de la Plata en 1829, temeroso de ser objeto de recriminaciones oficiales y/o públicas, se radicó en Europa y jamás volvió a Sudamérica, la “Patria Grande” que, junto a Simón Bolívar, había ayudado a nacer.


Hasta mediados del siglo XIX (San Martín muere el 17/08/1850), Manuel Belgrano, consagrado por la incipiente historiografía oficial, era quien ocupaba el prominente pedestal de “Padre de la Patria” acompañado a cierta distancia por Mariano Moreno y Bernardino Rivadavia (según quien fuere el exegeta de turno). Tiempo después vendrá la entronización de San Martín en el centro de la iconografía patriótica. Se presume que fue a partir de un artículo periodístico y de una biografía, escritos por Sarmiento y Juan María Gutiérrez respectivamente, promediando la década de 1840. Pero, será en 1887 con la publicación de la bien documentada y minuciosa obra “San Martín y la emancipación americana” de Bartolomé Mitre cuando su persona adquirirá una dimensión relevante. El mismo autor había dado a conocer, treinta años antes, el libro “Historia de Belgrano y la independencia argentina”. Nótese que ya en el título de ambos textos, considerados pilares de la incipiente ciencia histórica vernácula, al creador de la bandera Mitre le asigna un rol “apenas” doméstico, mientras que San Martín, en la biografía posterior, es definido como paladín de la liberación continental.


La multitudinaria corriente inmigratoria que por aquella época inundó el país, hizo temer a las autoridades por la pérdida del idioma y del acervo de tradiciones que -según se decía- conforman nuestro ser nacional, jaqueado por el arribo a nuestras playas de miles de extranjeros que hablaban otras lenguas y traían costumbres diferentes. Como reacción a este proceso de cambio social y transculturación, fue tomando cuerpo entre los gobernantes y la clase dirigente un vasto movimiento de reivindicación nacionalista dirigido a reafirmar los valores autóctonos. El arte y la literatura, de la mano de la poesía gauchesca, la música y el teatro popular, dieron cuenta del fenómeno. Se dispuso cantar el Himno en las escuelas, izar todas las mañanas la bandera celeste y blanca y, en especial, se impuso la enseñanza obligatoria del idioma castellano y de la historia argentina; se creó el servicio militar para fomentar el respeto a los símbolos patrios; se inauguraron monumentos alusivos, se nominaron calles y se decretaron efemérides en homenaje a los acontecimientos y a los próceres del pasado. Un evento culminante de esta poderosa corriente identitaria fue la repatriación de los restos del general José de San Martín (1880), que fueron inhumados en la Catedral Metropolitana al cabo de una solemne ceremonia a la que asistió lo más granado de la sociedad porteña.


Entre fines del siglo XIX y principios del XX, el culto a San Martín ya era práctica habitual en los estamentos gubernamentales, los organismos oficiales y en los cenáculos políticos, en los ámbitos educativos y culturales y en el seno de las Fuerzas Armadas. En dicho período concluyó una etapa de construcción consciente de la narrativa patriótica, en cuyo pedestal mayor se colocó la eminente estampa del Gran Capitán.


· Alberdi, el gran ninguneador


“[Argentina] ha hecho de un soldado, la primera de sus glorias. Un soldado puede merecerla como Washington; pero la gloria de Washington no es la de la guerra; es la de la libertad. Un pueblo en que cada nuevo ciudadano se fundiese en el molde de Washington, no sería un pueblo de soldados, sino un pueblo de grandes ciudadanos, de verdaderos modelos de patriotismo…” (4)


Con esta inquietante reflexión, Juan Bautista Alberdi tomó distancia de la interpretación y orientación que tanto Mitre como Sarmiento y luego Avellaneda y Roca le dieron al pasado histórico argentino como discurso ideológico tendiente a cohesionar el presente que les tocaba liderar. Para quien formuló las “Bases” de la Constitución de 1853, convertir a un guerrero como San Martín en “Padre de la Patria” significaba la edificación de una nación de guerreros, lo que implicaría reconocer a los militares un derecho a la preeminencia en los asuntos públicos del cual no deberían gozar. La cáustica opinión del intelectual tucumano apuntaba al rumbo que habían tomado los gobiernos posteriores a Caseros y, en particular, a denunciar la intervención del país en la cuestionada Guerra del Paraguay (1865-70), que produjo un brutal baño de sangre entre pueblos vecinos, mientras que en lo interno sirvió para consolidar el poder central en desmedro de las autonomías provinciales. En otra parte, sostiene:


“En lugar de considerar la independencia americana como el resultado natural e inevitable de los acontecimientos liberales de Europa…se le atribuye a soldados que no fueron sino el instrumento visible y aparente de esas grandes y eternas causas. Adjudicada a la espada de los soldados americanos la independencia,…se hace un ídolo de la gloria militar, que es la plaga de nuestras repúblicas…” (5)


Para Alberdi, la cuestión estaba clara: la clase gobernante, encolumnada detrás de Mitre en aquel momento de transición, exaltaba el costado bélico de la historia anterior con el objetivo contemporáneo de justificar su propio comportamiento militar. “La falsa historia es origen de la falsa política” –remata más adelante. El incisivo pensador, que a la sazón residía en el exterior, en sus últimos años se dedicó a criticar el inventario de méritos y virtudes atribuido por los panegiristas a quien fuera reputado de prócer máximo de la argentinidad. Creía que cuestionando la campaña sanmartiniana habría de demoler las columnas que sostenían el modelo de organización nacional en vías de ejecución. Es así, que en sus virulentos Escritos Póstumos (5), Alberdi despliega una flamígera prosa expresando:


“San Martín no era genio sino entre mediocridades. En veinte años de servicio militar en España…apenas alcanzó al grado de teniente coronel…En Buenos Aires una logia de la que él era miembro influyente, lo hizo general…”


“Tuvo a su servicio los medios de Chile y del Perú, y ni así consiguió arrebatar a los españoles las cuatro provincias argentinas del Alto Perú…”



“¿Dónde está el genio de San Martín? ¿En que pasó cañones a través de los Andes?... Desde la Conquista, los españoles tenían dominado a los Andes como carneros…”


“Si no fue el que inició la revolución tampoco le tocó acabarla, pues fueron Bolívar y Sucre los que, en 1825, echaron a los españoles de las provincias argentinas….[Finalmente] el bello plan de San Martín le costó a la nación cuatro provincias.”


“San Martín fue un raro general argentino, que empezó por defender a los españoles y acabó por defender a los chilenos y peruanos…”


“La perseverancia de San Martín es dudosa, desde que dejó a la mitad su campaña y se vino a Europa, donde perseveró veinte años en no ocuparse de su país”.


La dureza de estas apreciaciones, condicionadas por la difícil situación personal que atravesaba Alberdi –alejado de la política activa y de la función pública (actividad ésta en la que no fue afortunado), tildado de traidor por sus enemigos en el poder, padeciendo un exilio modesto- no fueron suficientes para derrumbar el paradigma historiográfico edificado por los triunfadores de Pavón (1861) y refrendado por la Generación del `80. Por el contrario, en los años siguientes la hagiografía sanmartiniana habría de alcanzar niveles superiores aún.



· La beatificación del héroe epónimo


El año 1933 será decisivo para la consagración definitiva del gran arquetipo. En efecto, por un lado, un grupo de conspicuos integrantes del Círculo Militar fundó el Instituto Nacional Sanmartiniano, presidido por el historiador José Pacífico Otero (que había publicado una enjundiosa biografía del prócer un año antes), secundado por un general y un almirante. Por otro lado, se conoció un libro que habría de marcar un antes y un después en la literatura especializada: “El Santo de la Espada” del escritor y político radical Ricardo Rojas. A su vez, el gobierno del general Agustín P. Justo dispuso que la efeméride del 17 de agosto se convirtiera en feriado nacional.


El libro de Rojas es paradójico. La intención del autor fue destacar aspectos de la vida y de la personalidad de San Martín de modo de presentarlo como hombre íntegro, más allá de su condición militar, que fuera exaltada por la bibliografía convencional. Describe al biografiado como un ser humano de excepción, como un noble personaje de leyenda, generador virtuoso de valores espirituales. Al “Titán de los Andes” -así titula una obra de teatro- lo compara con el Cid Campeador, con Lohengrin y Parsifal, con el Amadís y El Quijote; es decir, mezcla personajes reales con los de ficción. Sus páginas están impregnadas de elogios al triunfador de Maipú y trasuntan una desbordante vocación beatificadora. Haciendo uso –y abuso- de una prosa engolada y grandilocuente, Rojas dice de San Martín:


“Pertenece a la progenie de los santos armados.”

“Hijo del Sol en un continente dionisiaco.”

“Un asceta del patriotismo con misión de caridad”.

“Era…el iluminado intérprete de un misterio continental.”

“Rompió con la patria de su sangre para fundar la patria de su espíritu.”

“Hombre iniciado en el misterio de las pasiones humanas, pudo ser, gracias a ello, un protector en el sentido místico en que lo son los maestros espirituales, que marcan épocas en la historia.” (6)


De la pluma de Rojas emerge el mito en su dimensión epopéyica. San Martín es presentado como un ser espiritual -¿un semidios?- que, en aras de enderezar los entuertos mundanos y sofrenar las pasiones terrenales, debe apelar al uso de las armas para concretar su misión en la Tierra. Ya no importan los defectos y errores del prócer egregio; el héroe mitológico –como Aquiles- se halla por encima de bajezas y debilidades humanas. De tal modo, la tóxica diatriba alberdiana es asimilada, digerida.

El esfuerzo del autor por asignarle al prócer una vocación redentora, que superara la excluyente condición de soldado profesional, servirá a los que enarbolaron la trayectoria sanmartiniana como justificación moral de las asonadas militares que durante el siglo XX jaquearon al sistema republicano. Considérese que San Martín, pocos meses después de su arribo a Buenos Aires (1812), participó del primer golpe de Estado de la historia nacional. En línea con esto, téngase en cuenta que en 1930 se produjo un levantamiento uniformado que derrocó al gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen e inició una larga etapa de inestabilidad política en Argentina. Rojas, sin advertirlo, con su vehemencia laudatoria había abierto una puerta interpretativa que no volvería a cerrarse más.

· 1950: San Martín, Rosas, Perón

En 1947, cuando el gobierno justicialista nacionalizó la red de ferrocarriles del país, la denominación que el Poder Ejecutivo asigna a las diferentes líneas de transporte de carga y de pasajeros implicó un reconocimiento a los históricos forjadores de la joven nación. Por lo pronto, Perón se mostró respetuoso de las enseñanzas recibidas en el Colegio Militar. De ese modo, las empresas estatizadas fueron rebautizadas con los nombres de “Ferrocarril Gral. San Martín”, “Ferrocarril Gral. Belgrano”, “Ferrocarril Gral. Mitre”, “Ferrocarril Gral. Sarmiento” y “Ferrocarril Gral. Roca”, siendo éste un tributo elocuente a la galería de próceres canonizados por la historia liberal.


Tres años después, con motivo de cumplirse el centenario de la muerte de San Martín, el peronismo convirtió el aniversario en una apoteosis popular en homenaje al “Padre de la Patria”. Con innumerables actos, ceremonias y eventos de diverso tipo, a lo largo y a lo ancho del país se celebró solemnemente el “Año del Libertador General San Martín”, rótulo que, en forma obligatoria, debía agregarse junto a la fecha en todos los escritos y publicaciones que se dieran a conocer en aquel “año sanmartiniano”, como había sido decretado oficialmente. Por su parte, maestros y alumnos, profesores y estudiantes, funcionarios y empleados, en forma diaria debían rendir culto al Libertador en altares que habían sido instalados al efecto en los diferentes establecimientos oficiales. En tanto, la imagen ecuestre de San Martín cruzando la Cordillera sobre un imponente –e imaginario- caballo blanco era reproducida en láminas, estampillas, diarios, revistas, impresos oficiales, cuadros, insignias, decorados teatrales, banderas, volantes y murales.


Surgió así una modalidad indirecta, aunque poco sutil, del “culto de la personalidad” (mecanismo de cooptación de masas perfeccionado por el fascismo y el stalinismo durante el siglo XX). Indirecta porque, en este caso, el destinatario del fervor popular promovido desde el poder había fallecido cien años antes. Sin embargo, la exaltación del prócer decimonónico cobraba utilidad política contemporánea al atribuírsele un barniz “nacional y popular” que, no obstante ser indemostrable en términos historiográficos, gracias a su repetición mediática (prensa y radio controladas por el Estado) terminó sonando verdadero para buena parte de la población. La maniobra se completaba exhibiendo la imagen del coronel Juan Domingo Perón montado en un caballo blanco con pintas (él era oficial de infantería); artilugio con el que se sugería una simbiosis entre el héroe del pasado y el líder del presente.


El paralelo establecido entre San Martín y Perón remitía al eslogan según el cual, si el Jefe del Ejército de los Andes había sido el artífice de la “Primera Independencia”, el Presidente protagonizaba en aquellos días la “Segunda”. La fórmula convalidaba el componente “nacional” de la trayectoria de San Martín a quien, además, hubo que despojar de la sospecha de que pudo haber sido espía inglés, como algunos conspiranoicos presumen. El otro ingrediente –“lo popular”- de la intencionada amalgama pasado-presente, se obtenía descontextualizando arengas del Libertador a la tropa en vísperas de entrar en combate, en las que, como es comprensible, la retórica empleada abundaba en expresiones demagógicas. (La más difundida por el refranero populista es la que exhorta: “Andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios…” Orden General al Ejército de los Andes, 1819). (7)


En este ambiente de manipulación y reexpresión politizada del pasado argentino, un núcleo de historiadores adscriptos a la vertiente revisionista quiso avanzar en la reivindicación de Juan Manuel de Rosas, personalidad polémica como pocas, descalificada por la narrativa historiográfica ortodoxa por entonces en vigor. Con dicho propósito, los intelectuales rosistas articularon dos discursos concurrentes:


1º.- Por un lado, había que esmerilar el prestigio que rodeaba a la memoria de quien fuera el más consecuente opositor de la dictadura de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento. Para ello, se organizó una intensa campaña periodística dirigida a cuestionar al sanjuanino y a bajarlo del lugar que ocupaba entre los magnos constructores de la Nación. Se hicieron encuestas; se publicaron artículos explicativos y se distribuyó folletería; se organizaron actos, conferencias y mitines; se dictaron clases alusivas; hubo, incluso, algunos atentados contra bustos y monumentos del ilustre sanjuanino.


2º.- Por otro lado, se procuró ampliar la comparación entablada entre San Martín y Perón, introduciendo una terna con Rosas como nexo. El hilo conductor de esta singular ingeniería historiográfica fue el sable corvo que el triunfador de Maipú legó al gobernador bonaerense poco antes de morir, gesto que demostraría la afinidad existente entre ambos. La solidaridad de San Martín con el gobierno bonaerense con motivo del bloqueo anglo-francés (1845), completaba el contorno nacionalista buscado. Como exageración propia de los más recalcitrantes, hubo quienes avanzaron en el temerario intento de instalar la disparatada teoría según la cual San Martín no fue liberal, masón, pro-británico ni centralista, sino, por el contrario, absolutista, clerical, hispanófilo y federal.


No obstante la presión política y propagandística desplegada por los escritores revisionistas, junto a periodistas y militantes que simpatizaban con dicha postura heterodoxa, el gobierno peronista mantuvo vigente la interpretación histórica tradicional, tanto en los establecimientos educativos como en el calendario oficial. No permitió que se avanzara en el desagravio público del dictador palermitano (sus restos fueron repatriados muchos años después, no obstante ser ésta la principal aspiración de la facción restauradora), mientras que tampoco convalidó la campaña dirigida a despojar a Sarmiento de los prestigiosos laureles que ostentaba en la sociedad argentina e íbero-americana.


A pesar de que el embate rectificador de los entusiastas rosistas quedó a mitad de camino, quienes ejecutaron el golpe cívico-militar que derrocó el gobierno justicialista en 1955, convalidaron de hecho la dicotomía planteada con la consigna “San Martín-Rosas-Perón”, al contraponerla con la que ellos denominaron “Línea Mayo-Caseros”, maniqueo y tardío rescate de hitos históricos decimonónicos efectuado con la intención de validar el ideario que habría motivado la Revolución Libertadora.


En una previsible actitud reactiva ante tal esquematismo ideológico, la generación de jóvenes que incursionó en política durante las dos turbulentas décadas siguientes, resultó ser terreno fértil para el discurso revisionista histórico, tanto el de raíz populista como el marxista. Para unos, Rosas, Perón y San Martín habían confluido en un mismo proyecto de nación, mientras que para los otros, el libertador de Argentina, Chile y Perú habría sido el antepasado del Che Guevara, guerrillero “antiimperialista” cubano-argentino, inmolado en la selva boliviana. Como digresión y curiosidad de la política criolla, aquí vale la pena traer a la memoria que el Partido Comunista Argentino, de 1930 en adelante, solía llamar “militares sanmartinianos” a los generales golpistas con los que congeniaba.


· Un San Martín “todo terreno”


La ubicuidad atribuible al prohombre que sentó las bases de la argentinidad, agregó una nueva mutación en 1970 cuando, bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilson, se estrenó la película “El Santo de la Espada”, con Alfredo Alcón en el rol protagónico. A pesar del título, el film poco o nada tenía que ver con el texto que había pergeñado Ricardo Rojas 37 años antes con el propósito de exhibir un San Martín humano y espiritual. Por el contrario, la versión cinematográfica privilegió la exitosa campaña militar, las batallas libradas, la vida cotidiana en campamentos y cuarteles, mientras que, en las escenas de tipo familiar y/o social, al primer actor se lo ve luciendo su impecable uniforme de soldado, incluso en aquéllas en las que la cámara invade la intimidad de don José con su esposa, Remedios Escalada. “Lo vemos en su esplendor de guerrero, con sus majestuosas ropas de soldado, refulgente de charreteras y botones dorados, tieso como su cuello y sus botas” -se burla Kohan del empaque que el libreto y la actuación imprimieron al personaje estelar.


La película, todo un éxito de taquilla, fue rodada cuando promediaba la dictadura del general Juan Carlos Onganía. Las Fuerzas Armadas, alineadas tras el presidente de facto luego de un lustro de luchas intestinas, especulaban con una larga permanencia en el gobierno sin convocar a comicios. En dicho escenario, convertir a San Martín en estrella cinematográfica con un nítido perfil militar era funcional al plan de despolitización en marcha. Los levantamientos populares que vinieron después habrían de quebrar el plan autoritario de los generales, almirantes y brigadieres. De todos modos, en la retina popular y en el inconciente colectivo quedó grabada la majestuosa y severa imagen fílmica interpretada por Alcón, actor de teatro culto y galán de telenovelas.


Mientras que la película equiparó, intencionadamente o no, la dimensión ética de San Martín con la foja de servicio de quienes detentaban el poder en aquel momento -contrariando la intención que tuvo Rojas de pintarlo como un estadista civil-, 15 años después, con motivo del juicio a las Juntas de Gobierno por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, la Fiscalía no trepidó en invocar el prestigio moral del Libertador para descalificar la conducta perversa atribuida al general Jorge Rafael Videla y demás oficiales acusados. La opinión pública y la sociedad, por su parte, hicieron su propia evaluación de la tragedia malvinense comparando el paradigma sanmartiniano con el comportamiento de los responsables de la bochornosa derrota.


Es decir, que a San Martín se lo utilizó tanto para afirmar una cosa como para sostener su contrario; para exaltar los méritos reales o supuestos de una corporación como para denostarla. Y todavía queda más: transcurridos otros 24 años después del juicio a los genocidas, ante el fallecimiento de Raúl Alfonsín (2009), quien había promovido dicha instancia punitiva, una inefable “dirigente social”, conocida por sus frecuentes exabruptos y por su fanatismo exacerbado, llegó a decir –ante la demostración de congoja que provocó su muerte- que Alfonsín no merecía tanto homenaje: “¿Acaso se creen que es San Martín?” –agregó con sorna, reconociendo así que su brutal e indiscriminada intolerancia tiene en la persona del prócer una excepción, un límite.


Finalmente cabe señalar que a pesar de las reiteradas adaptaciones y falsificaciones de diverso signo inferidas a la memoria histórica de quien fuera -¿o es?- el “Padre de la Patria”, que desnudan la ductilidad del icono patriótico para ser acomodado a las necesidades políticas de cualquier sector, situación o época, el recuerdo ejemplar de San Martín permanece incólume, gozando hoy de similar admiración y respeto de parte del pueblo, como en el pasado. Aún se puede detectar esa sutil mezcla de aprecio y temor a la que se refiere el verso de Prodán. Si bien en forma parcial y mediática, esto lo prueba el reciente programa de TV “El Gen Argentino (Buscando al argentino más grande)” que se emitió por Telefé (2007), donde José de San Martín resultó triunfador absoluto al obtener la mayoría de los votos de los televidentes compitiendo con Belgrano, Maradona, Fangio, Che Guevara, Favaloro, Eva Perón, Borges, Olmedo, Fontanarrosa y un centenar de figuras prominentes del pasado y del presente.

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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia

Año VII – N° 45-46

Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:



· Alberdi, Juan B.: “Grandes y pequeños hombres del Plata”; Plus Ultra, Bs.As., 1991. (5)

· Alberdi, Juan B.: “El crimen de la guerra”; A-Z editor, Bs.As., 1994. (4)

· Barcia Trelles, A.: “San Martín en América”; “Com. de Homenaje a Bolívar”, Caracas, 1985.

· Colombres Mármol, Eduardo: “San Martín y Bolívar”; Plus Ultra, Bs.As., 1979.

· De Gandía, Enrique: “San Martín, su pensamiento político”; Pleamar, Bs.As., 1964.

· Galasso, Norberto: “Seamos libres y lo demás no importa nada”; Colihue, Bs.As., 2000. (7)

· García Hamilton, José I.: “Por qué crecen los países”; Sudamericana, Bs.As., 2006.

· Goldman, Noemí: “Historia oculta de la Revolución de Mayo”; Sudamericana, Bs.As., 2009. (2)

· Halperín Donghi, Tulio: “El espejo de la Historia”; Sudamericana, Bs.As., 1987.

· Kohan, Martín: “Narrar a San Martín”; Adriana Hidalgo editor, Bs.As., 2005. (3)

· Massot, Vicente: “Las ideas de esos hombres”; Sudamericana, Bs.As., 2007.

· Navarro García, Luis: “El proyecto político de San Martín”; Univ. de Sevilla, Sevilla, 1999.

· O´Donnell, Piña y García Hamilton: “Historia confidencial”; Planeta, Bs.As., 2003.

· Petrocelli, Héctor: “La obra de Rosas que San Martín elogiara”; del autor, Rosario, 1994.

· Prodán, Luca: “Mañana en el Abasto”; CD Sony, Bs.As., 1987. (1)

· Quattrocchi-Woisson, Diana: “Los males de la memoria”; Emecé, V. Alsina, 1994.

· Rojas, Ricardo: “El santo de la espada”; Corregidor, Bs.As., 1997. (6)

· Sarmiento, Domingo F.: “Vida de San Martín”; Claridad, Bs.As., 2008.

· Siri, Eros Nicola: “San Martín, los unitarios y federales”; Peña Lillo, Bs.As., 1965.



ILUSTRACIÓN “SAN MARTÍN ECUESTRE”

Izq.: Monumento del escultor Louis Daumas (1862); Retiro-Buenos Aires.

Der.: Soldadito de plomo esmaltado, artesano José Duranti (1957); 54 mm.



Trilogía EL PADRE (putativo) DE LA PATRIA

Fascículo 42: La (primera) traición de San Martín.

Fascículo 43-44: ¿El Santo de la Espada o el Cholo de Misiones?

Fascículo 45-46: “No vayas a la escuela porque San Martín te espera”


Texto agregado el 07-05-2009, y leído por 845 visitantes. (0 votos)


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