Hubo un tiempo en que no tenía donde ir, y lo que es peor tampoco tenía donde volver ni para que.
Esto hacía que las distancias carecieran de sentido, el tiempo de medidas y que la libertad fuera la mesa de naipes donde me sentaba a jugar mi vida día a día con mi otro yo.
La noche regresó fría, me encontró recostado sobre mi mochila bajo un inolvidable cielo estrellado en las afueras de plaza Huincul.
El oleoducto como una serpiente interminable venía de lejos, cruzando por un túnel debajo de la ruta hasta la refinería; el extraño refugio resultó acogedor.
Di una pitada larga y el olor penetrante y particular me ocupó el pensamiento, después con la luz de una gran luna que apenas se colaba, escribí el nombre de un viejo amor en el caño de cemento para mentirle a la soledad.