Es afable pensar en el dolor, en la malicia que esconde el deseo de tener dolor o brindarlo. Es pensar en mirar a aquel monseñor que viste de cromo y afilado sucumbe ante el placer de probar la carne. Interminablemente cavilamos en el sentido grotesco de las cosas, en el odio que se presenta como una herida en un hermoso cuerpo, un cuerpo lacerado por palabras vueltas acto, sucesos inhumanos plenamente llenos de lo más básico, de lo natural.

Mi espina tiene ramificaciones de hierro que se maquilan dentro de la carne; se ven bañadas en el sentido figurado de la necesidad de saciar lo que las voces callan. Intrínsecamente caigo de gracia de mi mismo y sigo perdiéndome en los abismos de la pestilencia. Ojalá escuchará, ojalá callará, ojalá gritara y buscará el punto medio de saciarme, de saciarlas y mancharlas de vida, de agonía.

En este punto se ha perdido todo y me he perdido, si alguien no escucha nunca volveré…