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El Plan

¡Yo, presidente de este pueblo, que ha demostrado su confianza en mi. En primer lugar, os doy las gracias por dejarme ser partícipe y responsable del nuevo cambio social que va a experimentar este pueblo, y…! - De repente despertó. Su cuerpo estaba empapado de sudor y su corazón latía a una velocidad veloz. Miró el reloj. Eran las 5 de la madrugada. No podía dormir. Los nervios se apoderaron de él. Una extraña excitación mezclada con un amargo sabor lo abrazaron aquella noche. Pronto llegaría el fin de aquella farsa en la que se había involucrado. Se había desplegado por toda la ciudad un programa electoral con unos fines bien diferentes a los que se incluían en los panfletos. Había mentido a un pueblo sobre el ideal de ciudad con el que soñaba y se había sentido arropado por miles y miles de personas. La gente lo felicitaba por las calles. Lo abrazaba. Le daban su apoyo incondicional. En los mítines, millares de personas se concentraban ansiosos de oír sus palabras, lanzaban al aire sus circulares, vociferaban su nombre. En cada palabra y a cada gesto, aquella muchedumbre lo hacía sentir alguien importante, capaz de cambiar sus vidas. Todo aquel apoyo, aquel respaldo patriótico del que disfrutaba lo hizo preso de su propia incoherencia.
Quedaban a penas unas horas para el desenlace de aquel plan que se había estado tejiendo desde hacía varios meses. Durante ese tiempo se había desplegado por toda la ciudad un programa electoral acorde a las necesidades políticas de un pueblo con ansias de cambio social.
Él fue el elegido. Abel era un joven inteligente, aficionado a la lectura y al cine, al senderismo en las montañas que lindaban con su pueblo. Pese a esconderse en sus palabras por su timidez, a menudo llegaba a seducir con sus ideas a todo aquel que participaba de sus conversaciones.
Su infancia transcurrió infeliz. Su padre alcohólico llegaba todas las noche tarde a casa. Violaba a su madre y le pegaba grandes palizas. Ella dejaba que sus gritos se perdieran en la noche sin la ayuda de nadie. Entonces escondía su cabeza entre la almohada. Lloraba y lloraba ante la impotencia de no poder ayudar a su madre. Cada mañana, al despertar, corría hacia la cocina, y se encontraba a su madre preparando la comida o lavando la ropa. Él la miraba triste, quería abrazarla, demostrarle su cariño. Nunca le permitieron el más mínimo sentimiento de compasión por nadie. Se sentaba en la mesa de cocina y ella le preparaba una taza de café junto con unas tostadas y se sentaba a su lado, sin dirigirse palabra alguna, ambos perdían su mirada entre las flores de un mantel descolorido por el paso del tiempo, que conocía, al igual que ellos la situación de aquel hogar. Con un nudo en la garganta contemplaba como la cara de su madre se estaba desdibujando por completo. La belleza de aquella mujer se estaba cubriendo con un velo que se le incrustaba poco a poco en el alma, y aquel hijo no deseaba otra cosa que arrancárselo de un cuajo y volver a ver a la mujer bella y feliz que fue algún día. No lo consiguió.
La frustración de tener un padre violento, una madre despojo de la sombra que un día fue y la experiencia de vivir en un mundo con los valores sobre el bien y el mal distorsionados, lo ayudaron a confiar en unos criterios deformados por las experiencias vividas. En la adolescencia creyó en la amistad de personas con sus mismos problemas, con gente que odiaba a la sociedad porque ésta no les dejó un lugar donde expandirse, y a otros amigos cuyo objetivo final y predominante era el mal. Con ellos, demostró su odio a la sociedad: A instituciones políticas, a razas diferentes a la suya, a todo aquel que no intercambiara sus mismos ideales. La intolerancia, el odio, el racismo, el dolor.. eran sus únicos alicientes.
El plan era muy concreto. Introducirían a Abel en un partido político cualquiera, el que más simpatizara con el pueblo. Gracias a su elocuencia y a su facilidad de palabra, tendría que embaucar a la asociación, llegar a ser líder y presentarse como alcalde en las elecciones próximas elecciones para representar al pueblo y dirigirlo como intendente.
El plan iba concluyéndose según los proyectos ideados. Todo aquel montaje preparado con tanta minuciosidad estaba dando resultados.
Su primera convención fue todo un éxito. Parloteó, criticó a su adversario en las urnas, falseo datos e infundió falsas esperanzas a un pueblo con ansias de cambio social y político. Vio como crecía venosamente, como su popularidad alcanzaba límites insospechados. El plan para herir nuevamente a la sociedad estaba funcionando. Consiguió el apoyo de trabajadores, de empresarios, de pensionistas incluso de inmigrantes ansiosos de integrarse en este país.
Se sentía muy cómodo en su nuevo estatus y disfrutó de un poder que pronto le sería usurpado. Quiso llevar las riendas de todo lo que estaba realizando, pero ni el partido se lo permitía ni sus compatriotas. El pecho se le oprimía cada vez que en una conferencia miraba a un inmigrante a los ojos y le hablaba de nuevas posibilidades de trabajo, de una residencia habitual, de una seguridad frente al racismo y veía en aquellos ojos esperanza. Entonces recordaba los paradigmas de sus colegas los antisociales, que odiaban y marginaban a todos aquellos que no pertenecían a su misma especie y como los apaleaban durante la noche mientras él y sus compañeros ocultaban el rostro para no ser vistos. Hablaba de reformas en la infraestructura del pueblo y como destellos de luz desordenados en su mente, aparecían visiones de Sergio, de Arturo, de Luis y de él, destrozando parques y sucursales bancarias, quemando papeleras. Quería proteger a un pueblo de los violentos cuando él mismo era uno de ellos.
Todo estaba saliendo a la perfección. Abel había conseguido simpatizar con un pueblo que llevaba años esperando tener un líder como él, sin miedos, sin fronteras sin imposiciones. Una persona valiente que daba la cara sin temer a nada ni a nadie. Sus compañeros de partido le aconsejaban, le prevenían, le informaban de que en las situaciones actuales podía correr el riesgo de sufrir un atentado terrorista, como muchos lo habían sufrido ya. Hacía oídos sordos a aquellas palabras de prudencia. Él era un violento, él estaba en aquella situación para llevar a cabo un plan macabro y destrozar la prosperidad de su pueblo.
En todos los lugares se oía hablar de Abel, un modesto y humilde trabajador que luchaba ciegamente contra todas las injusticias sociales. Se convirtió en un héroe. Un falso vencedor que estaba jugando con la integridad física de su pueblo, de las ilusiones de sus vecinos, de la seguridad de los desamparados.
Fue entonces cuando tuvo sus dudas. Cuando dejó de ser un sociópata para convertirse en una persona capaz de luchar por lo que en un principio odiaba. Pero fue demasiado tarde. Se lo impidieron sus compañeros de partido y sus compañeros de violencia. Dejó de ser un líder para convertirse en un títere manejado por ambiciones diferentes. Dejó de luchar porque se sentía abatido en un mundo que no lo dejaba expandirse. De niño se lo impidió su padre y su madre con una convivencia traumática y oprimida, de joven se lo impidió esa tribu sin ideales que quiso aprovechar su herida abierta a la sociedad en que vivía, de adulto se lo impidió el abuso de poder que genera el mundo y la impotencia frente a las circunstancias que ocurren día a día.
Aquella noche no pudo dormir. Una vez fue cobarde al no ayudar a su madre frente a la agonía de los malos tratos. Mañana se celebraban las elecciones. Estaba avisado. Tenía varios discursos que leer, ninguno de su puño y letra, ninguno trasmitía realmente sus alegrías, sus miedos, sus ilusiones. Manuscritos impuestos siempre por otros. Su partido lo dejó crecer para poder aprovecharse de sus cualidades como líder y conseguir votos. Le cortaron las alas. El plan que habían tejido los terroristas había salido a la perfección y el día de las elecciones lo concluirían.
Cuando se levantó esa mañana, su cara revelaba el cansancio de una noche de insomnio. Sus ojos trasmitían el miedo que su corazón cobijaba. Sus manos temblaban por el desenlace de aquella historia. Su boca siguió mintiendo después de ganar aquellas elecciones. Siguió llevando la máscara que siempre ocultó a su alma, y se sintió culpable por no hacer nada cuando sus amigos terroristas aprovecharon sus estatus en el sistema político del pueblo para atacar nuevamente a la sociedad.




Texto agregado el 25-08-2002, y leído por 634 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-08-2002 Al pie de estas letras leo "Agrega tu propio comentario", ¿ verdad?. Me gusta y ando atraido desde hace tiempo por el corte que entre puntos y comas uno le da a su trabajo, comparto lo que tu en cierta forma. merci. salvatiere
27-08-2002 No tiene coherencia. Debes elaborar más las ideas antes de plasmarlas en un relato. averastudis
25-08-2002 Bueno es una triste imagen de una situación que no sé hasta que puntos se da con frecuencia o no. Está bien narrado y su lectura es fácil. Sobre todo, me gusta la parte en que describes su niñez, esa relación con su madre, pues ahí si que despiertas verdaderas emociones. Enhorabuena jayro
 
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