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Hasta ahora nos habíamos sentido protegidos por el amarillo. La verdad es que no había razón para pensar de otro modo, siempre habían mostrado una profunda aversión a ese color. Siempre.

En mi país las cosas se toman tal como vienen, aprovechamos los contratiempos e intentamos transformarlos en ventajas. Somos gente de costumbres y éstas suelen ir hacia aquello que, dentro de lo práctico, resulte más sencillo. Es por eso que a los criminales como yo no nos encierran a vivir entre barrotes, muros y alambradas. No hace falta, está el desierto y están las faigas. Es normal que las autoridades aprovecharan la coincidencia en el espacio de ambos, sobre todo cuando se supo de la antipatía de ellas por el amarillo. Nuestros límites carcelarios y a la vez nuestro refugio son, eran, esos mojones gualdos. Todos sobresaliendo casi un metro del suelo y separados uniformemente como cuatro zancadas largas. Creo que debo de llevar aquí algo más de cinco años y, hasta ahora, ni un percance no esperado, ninguna excepción.

Recuerdo cuando las vi por primera vez en vivo. Y digo en vivo porque cualquiera está harto de verlas en televisión, por lo menos es así aquí, todos esos documentales con el reportero de amarillo, el jeep amarillo y supongo que también el cámara de amarillo, sería bien asno si no. Por tratarse de una especie endémica, incluso algunos llegaron a proponer que se nombrara a la faiga Animal Nacional. ¡Quisiera yo ver a ésos ahora aquí, mojándose los pantalones! El caso es que ya cuando vienes hacia el campo en el camión las puedes divisar merodeando. Ves cómo asoman entre las rocas y peñascos, medio enseñando sus navajas caninas al amarillo del automóvil, guardando las distancias pero amenazando. Los guardias suelen divertirse durante el trayecto, y eso lo sé porque también otros compañeros me lo han comentado, abriendo la puerta de atrás como invitando a saltar. Hasta se cuenta que algún infeliz no entendió la broma y lo hizo. No sé, supongo que un desdichado sin tele, o que sólo veía los partidos de fútbol. Si no, no se explica tremenda tontería. Es distinto, claro, a cuando llevas ya cierto tiempo aquí. Comprendo que la gente se desespere en este infierno, le entre el pallá y se lance a la escapada suicida. Pero así recién viniendo, sólo puede ser ignorancia. No hay otra.

Está, estaba pensaba yo, igualmente bien probado, que el morado atrae a las faigas casi tanto como les repugna el amarillo. Y este ‘casi’ es el que nos mantenía a salvo, imaginen con que ropas nos visten aquí. No estaba permitido sacar la camisa ni en la época seca, ni siquiera cuando andábamos de pico y pala en la cantera. Esto era cruel y macabro pues, realmente, no había necesidad, e igual se nos iban a merendar de violeta que de rosa salmón; con menos saña, pero igual de hasta los huesos. Creo que lo hacían para tenernos en tensión constante, a ver si de verdad nos daba el pallá y una boca menos que alimentar y más espacio para otros. Desde luego era estresante el sentirse observado continuamente por esos ojillos negros, rondando a lo lejos, como hienas buscando un sitio entre los leones para llevarse un pedazo de carne. Y eso es lo que me sentía, un maldito pedazo de carne andante. Más ahora, que parece, o es evidente, que el amarillo no es tan infalible.

Estas dos noches de vigilia forzosa, mirando por un ventanuco del barracón sus movimientos fugaces entre las sombras, me han dado tiempo a reflexionar. He llegado a la conclusión de que hemos sido verdaderamente estúpidos, a la vista de la cantidad de precedentes y avisos durante estos días de que algo así iba a ocurrir. Tan confiados que ciegos. Ahora toman nuevo significado pequeños detalles a los que por entonces nadie dio importancia. Deberíamos. Deberíamos haber estado más atentos a las señales y, quizá entonces, sólo quizá, hubiéramos tenido tiempo aún de pedir ayuda. Es curioso cómo se dan por sentadas ciertas cosas sólo porque así han sido hasta entonces. Nunca aprendemos del pasado, no nos damos cuenta que todo es relativo, que igual que la Tierra no era plana, ni que Roma duró para siempre, ni que cómo me gustaba el chocolate de pequeño y ahora lo detesto, igual, ellas podrían acostumbrarse al amarillo.

Veo removerse inquieto a Juan en el ventanuco de al lado. Me dice que le pareció ver una acercándose hasta el brocal del pozo. Yo no veo nada, pero tal vez, porque el cubo colgando de la garrucha se mueve de un lado a otro, aunque a lo mejor el viento, quién sabe. Los demás, las once almas que aún viven al lado de la de Juan y la mía, hacen que duermen dando vueltas en los catres. Suerte de luna llena ahora que no hay electricidad. Pero lo del generador fue a lo último, cuando ya algunos intuíamos, con miedo a reconocerlo, que las cosas estaban como están. Antes dábamos por lógicas las explicaciones que se nos ocurrían para los sucesos extraños, cualquier cosa mejor que pensar en la verdadera razón, eso que ahora está tan claro. Qué imbéciles no sospechar nada hace diez días cuando desapareció la gallina del corral. Cada cual mirando rencoroso a los demás, que si López, pobre López, parecía esos días con menos cara de tuberculoso o a Soares se le notaba menos el esqueleto. Por entonces aún nos llamábamos por nuestros apellidos, no llegara el tiempo de las confesiones y los contigo hasta la muerte mira la foto de mi hija, los lazos que unen cuando ves el horror acechando y te sientes nada y si eres algo eres lo poco que somos todos juntos, el puñado exiguo de vida que ahora contamos en trece y me parece un número maravilloso aún siendo supersticioso, porque da miedo que pueda ser doce y luego todavía menos. Hace diez días sólo rencor, y los trabajos se doblan hasta que aparezca el ladrón, nada de tabaco y más culatazos de fusil y sudor. Pienso ahora en César y Fernando, antes el guardia Araujo y el guardia Otero, los veo removerse en las sombras de su duermevela, ya amigos por las circunstancias, ya no aculateadores. Me río para mí mismo al pensar que ahora los conozca tan humanos al fin, ahora que no somos más que bestias colgadas del hilo elemental de la supervivencia. Tan igual sus uniformes al mío si aún los llevaran, tan sin importancia el color...

El camión semanal que no llegaba y era extraño, pero se supuso que si pinchazo o volver a recoger un prisionero a última hora. Entonces el alcaide calló, y no nos dijo que no podía comunicar con el camión y que sí lo hizo con Mudega y saliera hacía dos días y nada de prisioneros ni eso. Pensó, claro, en lo del pinchazo, o accidente, cuneta y radio estropeada. Mandó al animal de Crespo (lo siento, a él no hubo tiempo de sentirlo humano) con el jeep a que los buscara. Lo vimos salir y perderse por el camino hasta no ser más que un puntito amarillo. Ni Crespo, ni jeep, ni camión. Descanse en paz tanto derroche de color. Esa noche misma fue lo de Menéndez. Dijo Ricardo que lo vio él salir de madrugada, escabulléndose silencioso entre las literas, y hasta lo siguió pensando en lo de la gallina. Pero luego que no, que se bajó de bragueta junto a uno de los motos y ahí se volvió Ricardo a dormirla. Pensamos todos que le había entrado la ventolera, sin caer en lo raro de que uno que se le da por marchar se ponga a regar los vientos. Tampoco le di importancia a aquel grupo de faigas sentadas y mirando. Ahora entiendo que fue que el miedo se les estaba yendo. Pero entonces no, entonces creí a lo mejor el calor y aturdimiento de ellas, y era raro verlas tan quietas, lejos pero muy quietas, en vez de andar merodeando, enseñando dientes y miedo a los mojones y a las franjas de los barracones. El calor, pensé, qué idiota.

Sancho se levanta harto de disimular que duerme y viene junto a nosotros liando un cigarrillo. Él es así. Cagado de miedo estará por dentro pero lo ves tranquilo, echándole el tabaco al papelillo como si estuviera en una esquina esperando llegar la novia. Fue él quien empezó el motín. Van cinco días de eso. Todo el mundo andaba nervioso de lo del camión y el Crespo, notaba uno por dentro un rumor de desasosiego que lo oías por encima de los trebejos contra la piedra y de las voces de los guardias. Era como un sudor que sabías no venía del calor, una conciencia indefinida de que algo estaba mal. De pronto Sancho se irguió y dijo que se negaba a seguir. Vino un guardia, creo que el Casares, y le endiñó un porrazo en los riñones. Pero Sancho firme, que si el alcaide no decía que había, él manos muertas. El Casares y otro guardia, que no sé si sería incluso Fernando, echaron patrás, pues vieron que no era cosa sólo del Sancho, que estábamos muchos como tensos los brazos apretando los mangos. Pegaron de silbato y llegaron los demás. Treinta solían ser, así que supongo esos eran, y la mayoría con las pistolas en mano y algún automático. Pero tampoco era cuestión de hacer masacre, y que los otros se habían acercado y ahora estábamos todos en piña, casi un centenar. Dieron por llamar al alcaide, y éste vino y Sancho le preguntó. Que ni nos interesaba ni que tenía por qué decir, a trabajar o bala y Cristo. Para ser un hombre tan reposado, no sé de dónde sacó el Sancho los reflejos ni la ira, pero en un segundo quedamos sin alcaide, zapapico en la frente y punto. Algunos de los guardias dispararon y milagro Sancho seguía en pie y sin rasguño, mientras que otros vigilantes quedaron con la duda, quizá también con la mosca y que algo presentían de que mala cosa pasaba fuera de los mojones. Nosotros es normal que reaccionáramos, aunque he de decir que no me dio gusto hundirle en las costillas el escoplo a Gutiérrez, que era el que más a mano me quedaba y de los de gatillando. Supongo que le atravesé un pulmón, porque cayó al suelo redondo y empezó a revolcarse sobre un amasijo de tierra y la sangre que le salía por la herida, pero más por la boca. Las balas debían de silbarme en las orejas, pero no lo recuerdo, me quedé tonto mirando al Gutiérrez, cómo intentaba boquear el aire que ya no le llegaba a los pulmones encharcados, cada vez más quieto el pobre. Me volvió a la realidad el olor a humo. Algunos guardias se habían unido al motín, aquéllos que se vieron en minoría y no esperaban represalias por haber sido algo más correctos e indulgentes para con nosotros antes. El resto se había atrincherado en la casa que hacía a la vez de oficinas y cuartelillo. Ésta ardía ahora a fuego bravo y oscuras columnas de humo salían por las ventanas. No tardaron en escapar los que encontraron la puerta. Sancho, claramente convertido en líder, evitó que fuesen lapidados allí mismo, o degollados, o tiroteados, al caso es lo mismo. Al final recuerdo que se hizo recuento. Quedábamos vivos cuarenta y uno de prisioneros y doce guardias. De éstos, cuatro habían estado con nosotros durante la refriega y, por decisión general, perdonamos también a Roberto, el chiquillo que se encargaba de los papeleos y que había pasado la algarada encogido tras un archivador. A los otros siete, ya no tan gallitos como cuando disfrutaban zurriagándonos o humillándonos de mil formas distintas, ordenó Sancho que les quitaran las ropas, aunque se le notó algo de piedad al no querer vestirlos con nuestros uniformes morados, como alguno sugirió. Y era piadoso porque aún pensábamos que algo importaba ya el color. Alguna posibilidad tendrían, nos decíamos sin creerlo para acallar nuestra conciencia. Todos lloraron como corderitos suplicando clemencia, todos menos el Quintáns, que en un descuido le tomó la 9mm al Pirri y se descerrajó los sesos. Los demás no fueron tan inteligentes, a empujones los echamos fuera del recinto, de ropa interior y botas. Vieron los automáticos apuntando hacia sus estómagos y el miedo les impidió aceptar esa muerte menos dolorosa pero demasiado inminente. Los observamos marchar con los pies arrastrando, dando la vuelta de cuando en vez en un último anhelo de misericordia. Nuestras cicatrices de cuerpo y mente nos impidieron otorgarla. La noche nos trajo la confirmación, sus alaridos desesperados, los tétricos aullidos gozosos de las faigas, el silencio peor luego.

Al principio pensé que era el reflejo de la luna sobre dos mojones adyacentes, pero pronto vi que estaba mucho más próximo, asomando en una esquina del barracón tres. Las dos ascuas brillaban rojizas en la noche, la amenaza inquieta del carbón de aquella mirada se convertía así, en la oscuridad, en auténtica manifestación demoníaca. Vi mi cuerpo descuartizado en esos ojos, me vi hecho sangre y despojos. Un grito agónico se me atascó en la garganta, incapaz de salir a mi boca en un espasmo de auténtico pavor. Otros dos pares de diminutas llamas circulares aparecieron más atrás, al lado de uno de los mojones, y otro empezó a acercarse a través del patio de revista.

—Ahí vienen —dijo Sancho—. Despertad a los demás.

No fue necesario, no dormían y todos escucharon a Sancho la frase temida, la que nadie quería escuchar, ahí vienen y el terror que surge y los diez se levantan cogiendo las armas apenas ya con munición. Juan dice entonces lo que todos deseamos fervientemente pero sin esperanza, lo dice porque hay que decirlo y si no mejor abrirles las puertas del barracón y que todo se acabe, pero ni él lo cree ni el resto tampoco:

—Resistamos hasta el amanecer, luego puede que llegue la ayuda. A lo mejor Cánovas y los otros lo consiguieron.

Sólo hasta el amanecer, y ruido de helicópteros y hombres de amarillo, ignorantes, pero también con armas y sobrando balas. Salvados. Sí, aguantar un poco más, dejar morir la luna sin morir nosotros con ella, ver los primeros rayos y entonces el cielo rugiendo con los rotores, las hélices levantando el polvo y que nos lleven a otro lugar, con barrotes y muros, sin ellas allí, sobre todo sin ellas por allí.

Fue a la mañana siguiente del motín, aún amaneciendo, cuando Sancho nombró a Cánovas como jefe de la expedición. La radio se había quemado en el incendio, y muchas de las provisiones, pues el almacén era un tendejón anexo al cuartelillo. Teníamos el pozo, pero en la estación seca no era más que un fondo de lodo. El agua también se guardaba en el cobertizo, en garrafas de plástico de a cinco litros. Casi todo perdido y agua muy racionada para un par de días. Ya ni calculamos la comida para cuánto, qué más daba cuando el tiempo se medía en litros. Sólo se evitó un linchamiento porque nadie se acordaba de quién había lanzado el primer hacho ardiendo en medio de la confusión. Aún por entonces seguíamos convencidos de la salvaguarda que el amarillo daba, pero sólo podíamos contar con los uniformes de los centinelas, en cantidad diecisiete, los otros también quemados con sus dueños dentro, lo mismo que las mudas de repuesto. Hubo que sortear. Quedaron fuera los cinco heridos que no estaban para andar. Veinticuatro elegidos para repartirse las camisas y los pantalones. Veinticuatro que se creyeron con suerte y algo de esperanza en ser libres, veintidós que juramos por lo bajo agachando las cabezas, resignados a ver llegar los helicópteros o los camiones amarillos con nuevos guardias, pero también con comida y agua. Agua. Repartimos lo que quedaba con los de la partida, que debían enterarse de por qué la tardanza y qué del Crespo y del jeep. Imaginamos que algo catastrófico había pasado para que se olvidaran así de nosotros, o una guerra o vete tú a saber qué. Su única misión era recordar al mundo que seguíamos allí, una nota, un chico de recadero pagado al puesto de Mudega o cualquier cosa. Luego ellos libres y nosotros no, pero al menos los camiones amarillos, con más guardias sí, y las garrafas de a cinco.

Los vimos partir con el sol aún bajo, deseando tanto ser ellos, y no nos pareció extraño que no hubiera ninguna a la vista, andarían aún royendo en los huesos del Casares y compañía. Dedicamos la mañana a quemar muertos. Se decidió así por cuestión de higiene, pero sobre todo por ahorrar fuerzas y aguantarnos mejor el no beber. Tuvimos que añadir los cuerpos de Gallardo y Sáez, que no aguantaron la noche de todo el plomo que les escocia el cuerpo. Lo hicimos en la cantera, que quedaba en el extremo sur del campo y el viento soplaba adecuado para no apestarnos con el olor a pollo, que sí que es verdad lo que se dice de que así huele la carne humana chamuscada y bastante teníamos con aguantar lo que venía de entre las ruinas del cuartelillo. Cuando después de rociarlos le dijo Sancho al Orejas que encendiese la pira, éste rehusó con una vaga excusa de malas suertes y esas zarandajas. Sancho entendió, al igual que yo y seguro alguno más, que le había traicionado el subconsciente culpable al Orejas. Callamos por no levantar los ánimos y Sancho mismo le echó lumbre a la gasolina. A la tarde volvieron a asomar las faigas, y hasta nos alegramos de verlas, pues ningún grito sonara ni aullaran ellas como con los guardias. Seguro los compañeros caminaban a salvo. Eso pensábamos, con nuestra total fe amarilla. En nuestro gozo, ni cuenta nos dimos de lo cerca que rondaban, mucho más que de costumbre.

Las oímos rozar sus lomos contra las puertas del barracón, mientras docenas de pares de pavesas iban apareciendo de entre las sombras. Sus gruñidos lobunos se apoderaron del aire, acallando los demás ruidos del desierto. Un aullido sonó más lejos, al otro lado de los inútiles mojones. Sancho comprobó el cargador de su automático, medio vacío, como casi todos. Nos alejamos de los ventanucos y nos repartimos frente a las dos puertas. Si resistían más valía no gastar munición, nada de disparar al patio a las oscuras como la noche anterior. Bendijimos tanto los muros de piedra como maldijimos esas dos finas chapas de madera, mal obstruidas con somieres y puntales hechos de palas y picos, que ni los armazones de los camastros pudimos desatornillar en su herrumbre. Miré aquellos cinco rostros junto a mí en la penumbra. Los ojos saliendo de las cuencas hacia la puerta que daba al oeste y las armas temblando en sus manos, unas manos de palidez y muerte, como hojas de papel asomando de sus camisas moradas. Porque llevamos otra vez las camisas moradas, total, ¿qué mas da? ¿Qué importaba desde que descubrimos el cuerpo de López ayer? Aunque más bien sus restos y el tatuaje del tobillo que nos dijo que eso era López. Justo entre dos mojones, y Ricardo se rió histérico al decir que en ese lugar había visto aliviarse al Menéndez. Costaba creerlo pero allí estaba la evidencia, las moscas sobre los cachos del López, revoloteando entre hito e hito. Ya no más nuestros amuletos protectores, ya no ellas fuera y nosotros dentro; y entonces de repente ateos del amarillo, la flojera que nos entra y buscándolas con la vista a ver si vienen, mirándonos entre nosotros y sobre todo a Sancho, pensando que él nos explicaría que aquello no era lo que parecía, que el amarillo sí y eso tenía un sentido, o sea, otro sentido distinto al único que se nos ocurría. Y Sancho con el labio inferior temblándole en la boca abierta y el pitillo allí pegado temblando a la vez con él. Me mira y comprendo que me está preguntando lo mismo que todos le preguntamos, y entonces es verdad, y ni Cánovas ni camiones ni garrafa de a cinco, y qué más dará el agua cuando esa noche vendrán ellas y nos dejarán sin gargantas por las que beber.

Por la tarde se nos murió Domingo, el único que había aguantado de los heridos del motín, y hasta le envidiamos la suerte de haberse ido sin saber, aún creyente, porque nada quisimos decirle. Antes de anochecer nos dimos cuenta de que faltaban Ruibal, Sanmartín y Quijano, los últimos que quedaron en sus apellidos porque no supimos nunca sus nombres. El Ruibal y Sanmartín, nos dijo el Pirri, le habían dicho de probar suerte, que ahora daba igual aquí que por allá, pero él tuvo miedo y vio más seguro los barracones, y no contó nada porque Sanmartín le amenazó con rajarle el cuello. Entonces casi se lo rajamos nosotros porque se habían llevado mucha de la comida y el poco de agua que quedaba. Faltaba saber del Quijano, y ya estábamos imaginando que se había largado con los otros dos cuando Fernando encontró en la ronda uno de sus zapatos, y no se dio cuenta de que estaba el pie dentro hasta que lo cogió para enseñárnoslo. Eso fue ayer, y en la noche nos encerramos en éste barracón igual que ahora, ya sólo los trece, buen número, seguimos trece. No atacaron entonces, también eran pocas o al menos las que vimos, merodeando entre los mojones, como regocijándose de saberlos inofensivos pero aún cautas a entrar. Como nadie podía dormir, fue entonces cuando dejamos andar el rato descubriéndonos los nombres de pila y pasándonos las fotos, aunque fuera por no pensar, hablando más alto de lo normal para no escuchar sus gruñidos. Ya no me acuerdo a quién le dio el arrebato, pero no pudo aguantar más y empezó a gritar de repente y a disparar con la pistola a través del ventanuco en que estaba. Casi todos pensamos que era que ya venían y también disparamos al patio, a los hitos, la verdad que sin saber ni a qué, como una locura colectiva de la que tuvo que sacarnos Sancho a voces y empellones. Pasamos el resto de la noche en medio de una calma tensa, dando un respingo cada vez que veíamos algún par de ojos que pasaba flamígero por los bordes del recinto.

Hoy ya no nos hemos atrevido a salir del barracón. Hemos pasado el día observando como poco a poco ellas iban llegando a las proximidades del campo, aguardando a ser legión y a la noche. Pacientes y relamiéndose. Eso es lo que más me crispaba, verlas relamiéndose, y me veía jugando a adivinar cuál sería la que se comería mis ojos, a cuál le tocaría mi mano izquierda y cuál se alejaría satisfecha con mi hígado en sus fauces. Esperando, como ellas, a que llegase la noche.

La primera embestida sonó contundente en nuestra puerta. Los del otro lado también miraron, pero rápido volvieron la vista de nuevo a la suya cuando sintieron golpes en ella. Quizá aguantaran, quizá no fueran ellas tan fuertes, había somieres y picos y palas, quizá bastara y no pudiesen entrar. ¿Y luego qué? ¿Otro día? ¿Otra noche más? ¿Qué era mejor, morir destripado o morir de sed? ¿Por qué no matarnos a tiros entre todos y así acabar ya? Otro testarazo, decenas de patas arañando. Si resistiésemos hasta la mañana. Lo dijo Juan, a lo mejor... Creo que no tengo el valor de meterme el cañón en la boca, al menos mientras los demás no lo hagan. Los demás, mis amigos con nombre de pila y fotos de hijas, novias y esposas. Veo a Roberto y le siento las ganas de meterse detrás de un archivador si lo hubiera, de meterse dentro de un cajón del archivador y que le cerremos con llave y la tiremos al pozo. Desdichado, apenas un muchacho. Ha saltado la primera astilla de la plancha, oigo a mi lado a Sancho decir que la primera es suya y q nos turnemos en disparar, y entonces soy consciente de que no se irá la luna sin nosotros. Van a entrar y las primeras morirán y sobre sus recién estrenados cadáveres saltarán otras y no podremos impedírselo. Oigo del otro lado a César gritar mierda joder mierda pero no me vuelvo, porque la primera pata asoma por el agujero de la nuestra y todos esperamos a que Sancho empiece, pero no lo hace y todos alternamos la mirada entre él y la puerta, la puerta y él, dispara jodido dice Juan y entonces asoma una cabeza por la brecha cada vez mayor y Sancho dispara, y ninguno le hacemos caso a lo que dijo y disparamos también. Él tampoco se hace caso y sigue acribillando la puerta, que ya no es puerta apenas sino agujero con madera alrededor. Los picos y las palas saltan y nosotros continuamos descargando a través de los somieres contra las cabezas de las faigas, ya sin darnos cuenta que el fuego a discreción ha empezado también en la otra puerta, ni que Fernando se acaba de pegar un tiro en la sien. Ya ni morado ni amarillo, sólo la sangre oscura y roja de las faigas que caen entre aullidos sobre los somieres, mientras oigo sin escuchar el click interminable de la pistola del Pirri que se ha quedado sin munición, pero que sigue apretando el gatillo como si pudiera prolongar su vida mientras el click no se pare. Pronto se le unirá el click de la mía y luego las demás. Aunque tuviésemos cargadores de balas infinitas sé que no podríamos pararlas y al final sólo deseo que ceda antes la otra puerta y que una de esas bestias salte y me destroce la tráquea sin poder verla de cerca, una muerte a ciegas por detrás, y luego ya no sentir que revuelven mis tripas y se pelean por mis testículos, volando muy lejos hacia un Cielo de cristal, un Cielo transparente sin rojo oscuro pero, sobre todo, sin morado ni amarillo.

Texto agregado el 25-08-2002, y leído por 961 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-08-2002 Es una opinión, algo es algo. Salu2. Vlado
27-08-2002 Muchos colores, pero poca literatura. Averastudis
 
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