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CURIOSO DESTINO DE UN OBJETO

La anciana estaba sentada en su mecedora pensando en lo único que la hacia aferrar a las pesadas cadenas de la vida: su nieto.
Sus ojos no mirabas la gente al pasar, sino la película de su vida, a veces interrumpida y tergiversada por escenas mas propias de ilusiones y utopías que de verdaderos recuerdos.
Se mecía al compás de si misma, lejos de los ritmos del tiempo, como queriendo vencer lo inexorable de su inminente finiquitud.
Su único horizonte era el pulovercito que poco a poco iba tejiendo lentamente como si la sola idea de terminarlo significara al mismo tiempo el final de sus días.
Y ella no temía por su vida, ni siquiera le importaba el bendito suéter, solo quería disfrutar de las tardes en que se único nieto era depositado en sus brazos.
Tenía miedo del momento en que dejaría de verlo y por eso alargaba y espaciaba infinitamente los momentos dedicados a la confección del pequeño abrigo de lana.
Con parsimonia se levanta de su asiento y se dirige a la cocina a buscar las agujas de tejer que había olvidado en la mesada al preparase un te con limón.

Enjuto, aflautado y con anteojos culo de botella, tímidamente el cuarentón se presenta en la casa de la lujuria.
Una señorita entrada en carnes pero no en vergüenza lo deposita en la cocina a la espera de su turno.
La cocina se asemejaba en algunos aspectos a la sala de espera de un hospital: azulejos blancos gastados e invadidos por hordas de moho, desvencijadas sillas de metal con sus extremos oxidados por la humedad del paso del tiempo, olor a desinfectante.
Colgando de una puerta, y con ganas de volver a correr su alocada carrera junto al tiempo pero ya sin fuerzas para retomar su antigua misión, había un almanaque que detuvo su andar en 1986. Ciertamente la cocina se asemejaba a un hospital público. Pubico.
El cliente se sentó en una silla ubicada a espaldas de una puerta que comunicaba seguramente a las entrañas del departamento.
Solo escuchaba voces y repiqueteos de tacón que hacían que su sexo se eleve más y más; murmullos, susurros y a lo lejos un suspiro. Un alarido.
Fiona entra a la cocina del hospital púbico, era tal como se describía por teléfono, pero su vos, mas cercana a una quinceañera, contrastaba notablemente con sus dimensiones físicas dignas de la mas pérfida y adulta amazona, y con la profunda (de locutora) voz con que se presento cuando estaba al teléfono. El sonido de la voz que repiqueteaba en su mente era la perfecta combinación con el cuerpo que se estaba exhibiendo frente a sus atrofiados ojos, que ayudados por sus “culo de botella”, impedía que la vida sea vista como si fuera un cuadro impresionista.
Pero esa contradicción lo ponía aun mas caliente.
“50 minutos tenés que esperar, tengo un cliente (muy caliente) todavía”, le escupe mientras mascaba un chicle, la futura dueña de su miembro.
Maldiciendo para adentro y conciente que su presupuesto no daba para mas de 30 minutos, y visto y considerando las virtudes de la carne con la que estaba intercambiando dialogo, decide aceptar la espera.

El constante crujir de una cama invencible pero ya cercana a su jubilación lo desvía del cuchicheo que había, a escasos metros, en la recepción.
¡Como cruje esta cama!. Pensó que serian las primeras palabras que debería escribir una prostituta al redactar sus memorias cuando, acostada en su lecho de lujuria antes de dormir, decida emprender la ardua tarea de recapitular sus experiencias para beneficio de futuras visitadoras sanitarias, psicólogas de la cama o porque no, pajeros incurables.
Fiona debe estar hamacándose de lo lindo, también pensó.
Una mano, la de la señorita entrada en carnes que lo recibió hace ya casi media hora, le pide un favor, trasladarse a la recepción, pues alguien necesitaba preparar unas cosas en la cocina.
Previamente lo retiene en un pasillo obscuro pues un cliente sale de alguna habitación, y si lo primero es la salud, acá lo segundo es la privacidad.
Fueron dos minutos en la negritud sumido en una especie de limbo mientras el velo, símil terciopelo color azul que demarcaba los limites con la recepción, flameaba como si hubiese sido sacudido por la más estruendosa de las tempestades, tal era el efecto causado por el impacto de las nalgas de la recepcionista con el dichoso cortinado.
Ahora lo trasladan a la recepción.
Lo hacen sentar en un desvencijado sofá.
La recepción: un teléfono tras un biombo con una lámpara que desdibuja los contornos de la telefonista (la de la seductora voz de locutora), una mecedora vacía, olor a sahumerio barato, un cuadro de una playa al atardecer con una palmera erguida como una verga aunque algo encorvada, y las olas mas atrás; la música, barata y de tres notas, de palabras fácilmente digeribles para las ovejas que obedientemente realizan la ardua tarea de vivir, “música” y “palabras” habitaban la gastada morada de un ochentoso radiograbador barato.
Un cd trucho comprado en un tren o un cassette de la madama del lugar, dado la anacrónica constitución del lugar.
¡Todo menos las tarifa era barato en este antro!, pensó.
Pero Fiona es Fiona.
Volviendo de la cocina, una anciana arrastra su existencia hacia su mecedora. Casi como una gladiadora ya desgastada, empuñaba unas agujas de tejer, tales las armas de la vida con la que intentara defenderse de la guadaña de la muerte.
Culo de botella fija la vista en el humo del sahumerio que envolvía a la telefonista tras la sutileza del biombo.
Se imaginaba a Fiona y recordaba la paja que se hizo el día anterior mientras hablaba con “Fiona” y ella describía sus medidas y las bondades de su servicio.
Error de cálculo, un histriónico movimiento derrumba el biombo emitiendo un sonoro quejido similar al estornudo de un viejo y deja ver a la telefonista y una mueca de asco dibujo el rostro del futuro cliente de Fiona, la verdadera Fiona.
Era difícil imaginar el esfuerzo de la banqueta y de la porción de piso destinada a su sostén para con semejante conglomeración de piel, grasa y huesos que era la telefonista.
¿Para que ese tutú azul brilloso?, ¿porque esos zuecos de corcho gastado?, ¿que función cumple esa peluca negra de afro?, ¿hay necesidad de llevar esos aros que parecían un racimo de uvas?
¿Que necesidad tenía de colgarse tanta parafernalia de collares y hacer ruido con sus pulseras, como si todo eso no colaborase a aumentar más su exhuberancia?
¡Su gordura!.
Julio Iglesias “susurraba” para todos los personajes de este Lynchesco cuadro una de sus odas al lugar común, y ya la situación era onírica.
Pero daba ganas de llorar.
La anciana guardó en su bolso su proyecto de suéter, volvió a la cocina y dejo sus utensilios y se marcho del lugar para poder ver a su nieto.

Los 30 minutos con Fiona fueron gloriosos. En realidad fueron 20 por esas cosas raras de los relojes y de la precoz eyaculación del malmimado.
¡Qué no hizo en esos 20 minutos!, lucharon y perdió, hablaron y se rieron (por no llorar), se mimaron y la penetró.
El pelado y aflautado cliente, que también era un cornudo, solía visitar casas de citas al menos cada 15 días, reuniones con clientes le decía a su mujer. En Fiona ya encontró, no así a su mujer, pero si a la puta de su vida.

Fiona estaba sentada al borde de su cama y lloraba en silencio, estaba de 3 meses, y le dolía hacer lo que quería hacer.
La señorita entrada en carnes estaba cauterizando la aguja de tejer que alguien dejo sobre la mesa en la cocina, “¡¡mi único instrumento, y fuera de su sitio!!”.
Maldijo, la madama.
Fiona y la señorita entrada en carnes pero no en vergüenza van de la mano por la cocina y atraviesan una puerta de la que colgaba el almanaque olvidado por el tiempo. Ambas se dirigen a las entrañas del departamento.
El cliente aflautado se tendrá que privar un buen tiempo de Fiona, por lo menos lo que dure la convalecencia.


AZM
MMVII

Texto agregado el 20-03-2009, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-04-2009 Es un cuento que tiene lo suyo: buena entrada, buen intercambio entre los parrafos y gracia en las descripciones de los hechos. Te felicito. peco
 
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