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DESPOJADOS
La primera vez que volvió de Santiago, donde había quedado su padre solo y enfermo, a Rosa le pareció que faltaban objetos pequeños de la casa, pero no le dio importancia. Al principio viajaba una vez por mes y se quedaba siete días, pero a medida que la condición del anciano empeoró y el cansancio de semejante trajín la fue desgastando, pasaba la mitad de su tiempo allá y la otra acá. Vivía con Edmundo, su esposo de facciones rudas, ojos celestes sin malicia, manos grandes para cualquier trabajo y estatura de letra mayúscula. Los dos tenían más de cuarenta años cuando el buen hombre le propuso matrimonio, pupilas por el piso, apenas balbuceando, el mocasín derecho sucio de barro seco moviéndose nervioso por las baldosas tan gastadas como ellos.
Se habían conocido en la Iglesia del Carmen durante el breve pero fructífero tiempo en que Bruno estuvo al frente de esa parroquia. Allí se descubrieron un día, sentados en el banco largo que estaba en la puerta de la sacristía, al amparo de una enredadera añosa que había crecido sin control por los techos de aquel viejo edifico contiguo al templo. Compartían la concentración del cura en los momentos previos a la misa y también los minutos posteriores a la ceremonia, en los que se los podía ver tan compungidos como el sacerdote aún vestido con el atuendo verde o rojo brillante sobre el pecho.
En la misma iglesia Edmundo también conoció a Jesusa, mujer que apenas podía caminar bajo el peso de su joroba y que tanto daría que hablar, tiempo más tarde, entre los enterados de lo ocurrido. La pobre cristiana vivía en la casa de un sobrino, empleado de banco, que después de veinte años no se animaba a pedirle que se fuera. Y no por generoso, sino porque no tenía con qué hacer los importantes arreglos que la vivienda requería para su posterior venta. Jesusa sobrevivía precariamente, sin luz, con escasos muebles, entre decenas de gatos y otras tantas macetas con malvones, pero sin dejar de sonreír constantemente como si agradeciera tantas penurias resignada a la voluntad del Señor.
Muy conocida es la condición humana de indagar con crueldad en la indefensión que sale a luz por cualquier motivo. Tal vez allí esté la explicación de lo que sucedió.
Edmundo, huérfano desde los cinco años, era experto en eso de vivir con muy poco y tomar decisiones entre la soledad de su casita sin terminar, donde llevó a Rosa, su flamante mujer del crepúsculo, más en busca de compañía que de amor. Montado en su bicicleta, ganaba dinero en la poda de árboles, cortando pasto, dejando hermosos los jardines de buena parte de la ciudad. Durante la misa de cada tarde leía frente a los feligreses parábolas complicadas, que Bruno se encargaba de traducir como la idea cristiana del despojamiento personal. Cuando Jesusa –sin dejar de sonreír, vergonzosa-anunció, en el atrio casi vacío de un miércoles color olvido, que una visitadora social estaba haciendo gestiones para internarla en el asilo porque no poseía lo mínimo indispensable para no morir en poco tiempo, Edmundo resolvió poner en práctica sus principios religiosos.
Así, cada vez que Rosa emprendía viaje a Santiago, este hombre silencioso al extremo, con paciencia, de a uno, llevó muebles, vajilla, enseres varios, desde su casa hasta la de Jesusa, que, con toda naturalidad, iba acomodándolos como si se tratara de un acuerdo. Primero fueron cacerolas, vasos, cubiertos, y todo lo imaginable a la hora de pensar una cocina. Después partieron hacia el reducto de felinos y plantas, la mesa del comedor, aún con cuotas pendientes de pago por el matrimonio, sillas, almohadas, la cama más ancha, floreros y hasta un cristalero que el hombre llevó atado a la espalda mientras pedaleaba imitando la joroba de su amiga.
La mayor transferencia se produjo durante la más extensa de las ausencias de Rosa, poco antes de que su padre dijera adiós a este mundo. Al regresar, aquella noche de diciembre, con su valija inmensa y ese cansancio peor que la tristeza que siempre deja la muerte de un ser muy próximo, la mujer quedó petrificada junto a la puerta recién abierta de su casa, donde el eco exagerado de su voz, la recibió implacable. Tan piadosa como su Edmundo, se quebró en llanto. Si hasta ese momento nada había dicho de la sangría del mobiliario y la vajilla, fue porque supuso que al hombre le iba mal con las changas y porque no se sentía con derecho a protestar. Después de todo, los gastos de sus viajes eran elevados y su esposo jamás abría la boca. Pero ese panorama superaba todas sus obediencias y sumisiones.
Llegó a la sacristía de la Iglesia de Carmen con escasas fuerzas. El párroco le dio mates, pan con manteca y azúcar, y después de calmarla dejó que le explicara todo. Bruno estaba enterado de semejantes actos de generosidad por la propia Jesusa, pero creía que se debían a la bondad del matrimonio, y no a un solitario acto del jardinero. Decidido a enfrentar la situación, dejó a Rosa desahogarse, le confirmó su confianza en Edmundo, sacó el auto chico y la convenció de volver a la casa despojada.
Tito y el Tuerto Gaona, justicieros de la melancolía, escucharon a la calle hablar del asunto y enseguida se interesaron. Jesusa nunca los vio rondar su domicilio, pero allí estuvieron. Observaron al sobrino entrar, llevarse las cosas donadas en una estanciera hasta la casa de remates La Mosca Blanca, vender todo. Les dio pena por Edmundo, que hasta le hacía sopa y tostadas a la jorobada sonriente, creyéndose un Cristo de entrecasa. Les dio rabia por Rosa, con tantas desgracias encima. Tito entró a conversar con Guizpurúa, dueño del cambalache. Puso su cara de ex policía –algo que jamás fue- y lo anotició de las consecuencias que podría traerle tener esas cosas que recibiera Jesusa. El Vasco dijo no saber nada, habló de su buena fe, entró en razones.
El coche del cura sacudió su osamenta en la calle de tierra. Bruno bajó primero, para evitar problemas. Llevaba el revólver del padre Fermín debajo de la sotana, porque a las almas en problemas se las enfrenta a fuerza de crucifijos, pero a los delincuentes, no. Rosa, por su parte, lo siguió temblorosa, sin dejar de rezar. Desde afuera no vieron nada raro. Los vecinos fueron asomándose a las ventanas. Las dos figuras andaban iluminadas por la luna llena, a mitad del caminito de ladrillos, cuando llegó Edmundo, la bicicleta cargada de cortadoras de pasto y bordeadoras, transpirado por la tarea diaria y los escuchó sin comprender nada. ¿Cómo le reprochaban su apego a la doctrina que le inculcaron desde pibe?
Abrió la puerta sin decir palabra. Rosa pasó por delante, entró y encendió la luz: todo en orden, cada cosa en su sitio, sin sorpresas. Se desmayó en brazos de su marido, pálido. Los vecinos rodearon la escena con sonido de insectos voraces. Bruno se fue furioso, echando humo de un habano que jamás abandonaba en momentos así.
Jesusa fue a parar al asilo donde –ironías de la vida- Bruno iba a dar misa una vez por semana. Aún hoy la adoran, anciana sonriente, siempre sola, pues el sobrino vendió la casa y nunca más lo vieron. Tito y el Tuerto le aseguraron al dueño de La Mosca Blanca que nunca se sabrían los detalles del suceso. Siguen por las calles “desfaciendo entuertos”, como gusta decir Gaona, enloquecido por el Quijote.
Edmundo no volvió a misa.
Rosa sigue hablando de un milagro.

Texto agregado el 17-03-2009, y leído por 123 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-03-2009 es la perfección que vino esta mañana a mi pc. El caso es que el cuento me huele a frescor, tiene vida. Gracias. iolanthe
 
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