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Cuento presentado en el certamen CESIDUL



Debe haber comenzado al atardecer, como suele pasar con las tormentas de verano y se prolongó por casi dos horas de viento, granizo y lluvia torrencial. Cuando por fin se transformó en una garúa suave y agotada de tanta furia, ya era noche para salir a ver los daños, así que creí sensato revisar goteras y sacar el agua que se había colado por debajo de las puertas. Cuando logré poner en orden las cosas, me fui a dormir hasta el otro día.

Temprano salí a ver los daños. Ramas caídas, un reguero de hojas machacadas por el granizo, algunas tejas partidas y la más grande sorpresa que pude tener. Sobre la loma que llevaba al camino, derrumbado sobre su tronco y con las raíces arrancadas de la tierra, la tormenta había dado cuenta de paraíso gigante.

A la luz blanquecina del día todavía nublado, las ramas partidas se entremezclaban con las todavía sujetas al tronco, en un garabato indescifrable. La casita de madera que tanto trabajo me había llevado construir en mi infancia, estaba aplastada bajo la maraña, convertida en tablas destartaladas.

Lo rodee hasta que pude acercarme al tronco y me trepé para caminar sobre él como antes había trepado. Llegue a la horqueta principal, bajé hasta las raíces y sentí el profundo olor de la tierra mojada mezclado con el de la madera desgarrada.

Me quedé callado y lamenté al paraíso gigante que creció conmigo. Volví a la casa a empezar a solucionar los daños y aparté la idea de llamar a Varela para que lo redujera a leña.

Al medio día salió el sol y el calor empezó a apretar, combinado con la humedad que se desprendía de la tierra. Imaginé unos mates bajo el paraíso y recordé que ya no serían allí mis mateadas ni tampoco mis asados con los amigos. Igualmente decidí volver a la loma, como para comprobar si había posibilidades de recuperar el árbol. Agarré el mate, el termo y un sombrero para protegerme del sol.

Cuando llegue a la loma, el árbol se marchitaba de a poco sin la humedad del suelo y las hojas sueltas se arrugaban en el suelo. El olor a tierra y madera persistía. Moví con los pies algunas ramas quebradas y busqué camino hacia el tronco, me apoyé sobre él, cargué el mate, me saqué el sombrero y me di cuenta del fenómeno.

Varela vino a los dos días de la tormenta y se encargó del árbol. Ese sábado hice el primer asado del verano, preparé dos mesones para participar a todos mis amigos del acontecimiento.

Se expusieron varias teorías durante la comida, la mayoría después de la segunda tanda de malbec que serví con la carne. La sobremesa se extendió en siesta libre y la mateada de la tarde se complementó con pastelería casera.

A esos de las seis de la tarde, o tal vez eran las cinco; tuvimos que correr los mesones para seguir estando bajo la sombra del paraíso.

Texto agregado el 07-03-2009, y leído por 628 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
08-10-2009 de suave lectura, se me anudo la emoción de la tristeza que se siente cuando pierdes algo amado y simbólico... AdrianaToussaint
03-05-2009 Tenés la singular capacidad de llevar el relato breve a su mínima expresión. Para decir lo mismo yo hubiese entintado al menos seis o siete hojas. Es muy bueno. eaco
01-04-2009 buen texto, poco escribes pero cuando lo haces es para deleitar***** jujujuuuuu!! cesarjacobo
24-03-2009 ...un excelente relato y una forma muy interesante de comprender la nostalgia y su entorno... muchas gracias !! anlin
09-03-2009 Interesante experiencia, bellamente relatada...Te seguire leyendo amigo. Un abrazo...Walter gerardwalt
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