Cada mañana un poco de alegría se le iba. Descubría todos los días una arruguita nueva o una canita. Su cuerpo ya no era el mismo. Se preguntaba en qué momento su cintura se había convertido en ese salvavidas resistente a dietas y miles de ejercicios localizados. Antes se comía una pizza entera y su silueta ni lo notaba, ahora come dos porciones y es la muerte para sus pantalones de jean, que dicho sea de paso, hace por lo menos tres años que ya no los usa. De pronto entendía porque las mujeres de cierta edad comienzan a usar pantalones de gabardina y polleras. Las remeritas que antes le quedaban preciosas ahora dejan en evidencia sus brazos flácidos y gorditos que le cuesta tanto tonificar. Sus piernas, muchas veces elogiadas, están llenas de varices y su trasero es un sinfín de pocitos. No es de extrañar que en los momentos de intimidad prefiera apagar todas las luces a pesar de tener un profundo miedo a la obscuridad. De hecho ya casi no tiene momentos de intimidad. Los lugares que frecuentaba se llenan de mocosos que la hacen sentir como sapo de otro pozo por eso ha decidido salir a lugares neutrales como el cine, los restaurant,o ir por ahí a caminar para ver vidrieras y comprar compulsivamente cosas que no necesita o que no se va a animar a usar cuando vea a una nena de dieciséis con lo mismo. El tiempo es cruel con las mujeres. Hace días que ronda por su cabeza la idea de eliminar todos los espejos de su casa, pero la detiene el hecho de que los necesita para ponerse el revoque diario de cremas milagrosas y maquillaje. Si no tuviera espejos tampoco podría ver cómo le queda la ropa para disimular o no, su enorme panza, sus brazos flácidos, y su traste caído.
Así es como cada mañana un poco de alegría se le va, mientras maldice una y mil veces a la fuerza de gravedad.