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Aprieto firmemente el puño de mi espada, mientras contemplo mis posibilidades. El es más grande que yo, en estatura y peso, lo que me da una ventaja sobre la rapidez, pero no sobre la fuerza. Tiene manos de herrero, fuertes y torpes, sin embargo, un solo mal calculo de mi parte y sería mi fin. Un solo golpe es todo lo que necesita, uno solo para ser el último hombre de pie, no puedo permitirle tal lujo. El carga con escudo de madera (ligero y débil), el mío de cobre y plata (pesado y resistente). Mi armadura es mejor que la de él, pero más pesada. Su espada es la mitad de su tamaño. Mi acero mofado, parece una navaja a su lado. Esta contienda se basará en mis sesos contra sus músculos. Difícil. Rechino los dientes y vuelvo a darle un fuerte agarre al puño de mi espada.

Una solitaria gota de sudor camina sobre mi cien; fría y refrescante. Este sol, el calor, es mi segundo enemigo, nuestros esfuerzos serán más cansados, deberé aprovechar cada brío. Nuestras respiraciones son las únicas notas que interrumpen el ensordecedor silencio de este desierto, y muy probablemente, las últimas para alguno de los dos; eso lo veremos. Me interrumpe el pensamiento, el fulminante reflejo del sol en mi espada; plata fina que, por muy exquisita y majestuosa, regalo del mismo rey, puede no salvar mi pellejo. Busco la mirada del toro que estoy por enfrentar, mi verdugo. Veo fuego en sus ojos, pasión, coraje, él tiene una causa; yo tengo órdenes. Sé que eso es, para mí, mitad de la batalla perdida, “nunca pelees una batalla convencido de perder” nos decían, pero, ¿cómo vencer eso? él tiene una razón para levantarse y seguir peleando, yo, nomás seguirle dando vida a este soldado, para que pueda seguir recibiendo las mismas órdenes, para que siga viviendo este momento una, y otra, y otra vez, para seguir ejecutando campesinos para la gloria de un ambicioso soberano. Pero esa es una decisión que no puedo tomar en este momento.

El mastodonte lanza su primer ataque, un espadazo vertical y dirigido a partirme la cabeza en dos, naturalmente con solo levantar mi escudo sobre mi cabeza lo cubro, pero al recibir tremendo impacto, me hace caer en una rodilla y sacudir todo mi cuerpo. Me detengo con la mano derecha en la tierra, seca e hirviendo. No es hasta este momento que a mi cuerpo le invade el miedo, subestimada fuerza, ingenuidad frívola. “Concéntrate, no te distraigas” le lanzo un tajazo a la pierna, lo cubre con su pedazo de madera, a lo que le respondo rápidamente con una media vuelta y le lanzo otro ataque al cuello. Logra mover la cabeza y, apenas cuando la reincorporaba, lo empujo con mi escudo, sacándolo de equilibrio y haciéndolo retroceder unos torpes pasitos. Me mira desconcertado, descubriendo que este enclenque le va a dar batalla, subestimada experiencia, ingenuidad frívola.

Lo espero en posición de ataque, y veo como planea su próxima embestida. Empieza a caminar a su derecha, yo hago lo mismo, formando un círculo de polvo. Corre otra gota de sudor por mi frente, pero la ignoro, evito pensar en el cosquilleo que me ocasiona. En verdad puedo ver el temor en su cara, perdió la seguridad y su muy confiada invulnerabilidad. Solo quedan las espadas, el silencio y un círculo de polvo. Aun me resuenan los oídos del espadazo en mi escudo, que dejó una abolladura de recuerdo. “Haz algo pronto, mi escudo se pone cada vez mas pesado”.

Se vuelve a lanzar a mí, esta vez, gritando y echando por delante su espada. Como un toro. Sin táctica ni plan, solo una embestida, esperando un buen resultado. Con mi confiable espada, desvío la de él, haciéndolo irse a un lado mío, y a mi lado empieza su bruto ataque. Tal vez, me ve como una herradura a la que, con martillazos, la hace ceder, por que, en eso consisten sus ataques, los esquivo haciéndome a los lados y retrocediendo; su técnica es la misma que la de un leñador. Tampoco puedo detenerlos en peso con el escudo, porque me dejaría en el suelo, donde, solo requeriría otro espada-martillazo para tumbar mi fiel defensa y dejarme expuesto. Entonces, espero y esquivo. Su espada se hace más lenta y cansada, hasta que da un fierrazo final y me empuja con su escudo. Lo veo sin aliento y sudoroso, no puede ni levantar su espada. Entonces, entro yo. Le lanzo tres ágiles ataques, un espadazo al cuello; asustado lo desvía con su espada, haciéndose para atrás con rapidez. Otro con un giro al brazo, que torpemente cubre con su leño y otro con el escudo en la cabeza, esta vez, si le doy. El golpe lo aturde y lo deja lacio. Le doy una patada en el estomago y lo tumba. En el piso reacciona y trata de alejarme con los troncos que tiene de piernas, pateándome. Le lanzo tajazos que esforzadamente trata de cubrir con su escudo, hasta que cede y le parto el escudo en dos. Sus chillidos de temor eran penosos e innecesarios. Se arrastra de espaldas tratando de reincorporarse, pero no se lo puedo permitir, así que lo persigo con filosos acerazos, que sudorosamente defiende. Finalmente mi espada vence a la de él y la deja caer. Sus patadas, la única arma que le queda, finalmente dan en mi escudo. Nos lanza, a mí y a mi espada, unos metros hacia atrás.

Desarmado, veo como una torre tapa el sol frente a mí. Me toma por la armadura y me lanza por sobre su cabeza. Mi tamaño, para el, es como un muñeco de trapo. Caigo de boca partiéndome la nariz. Ensangrentado de la cara, me toma de nuevo y me vuelve a lanzar. Hizo esto unas tres veces mas. Por más que busco ponerme de pie, cada aterrizaje me aturde. No sé cuantos podré aguantar hasta perder el conocimiento. Finalmente decide terminar el asunto, tomándome por el cuello y levantándome en peso. Siento sus manos intentando quebrarme el cuello como a una gallina. La asfixia te bloquea todo pensamiento. Con mucho esfuerzo, agarro fuerzas para patearle el tórax; pero no le causo dolor alguno. Le pego en los dobles de sus brazos y no los hago dar. Como ultimo recurso, le entierro el pulgar en el ojo, sacándoselo de la cuenca. Me suelta gritando y caigo de sentón a sus pies. Después de un vistazo, encuentro mi espada y salgo en su busca, estaba a unos pasos de nosotros. La tomo y se la pongo en el cuello.

- ¡Espera, tengo familia! –chilló el gigante-.
- Y yo tengo mis órdenes – le respondí, jadeando, sin aliento-.

Lo degollo y veo como cae de rodillas, y después para un lado. Doy la media vuelta y busco mi escudo. Lo tomo y me lo echo a la espalda. Ahora, a enfrentar mi segundo enemigo, mi largo camino hacia mi regimiento, bajo el achicharrante sol. Una última gota de sudor recorre por mi frente, pero a esta sí la quito con mi mano. Tomo mi espada, la enfundo y emprendo un camino hacia el horizonte. En camino a recibir nuevas órdenes.

Texto agregado el 19-01-2009, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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