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Inicio / Cuenteros Locales / Vlado / Las espinas de la rosa (relato)

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El sol desdibujaba la línea del horizonte en un hervidero difuso. Naghim solía entretener las horas muertas en la contemplación hipnótica de esa franja temblorosa de cielo y tierra. Relajaba los párpados, entreabría la boca y dejaba ir a sus ojos hasta que la mirada se le enturbiaba en el espejismo.

La vida en el Registán es dura y los niños como Naghim portan en su rostro la presencia de un viejo prematuro. En esta región asolada, los días se suceden al ritmo pausado de los rebaños de ovejas y camellos; son los nómadas, animales y hombres que viven su condición de parias del desierto con la mansa indiferencia de quien se limita a subsistir. Los kuchis no constituyen una etnia, sino una clase social. Apátridas, recorren el árido sur de Afganistán hasta más allá de sus artificiales fronteras políticas con Irán y Pakistán. Son gente de ojos más negros, de piel más oscura, de habla más pausada que los demás. Como todo árabe, pueden ser vehementes a la hora de una disputa o un negocio pero, normalmente, llevan su trashumancia con el mutismo sabio y reflexivo del caminante.

En un país labrado por el cuchillo histórico de la guerra, los kuchis casi siempre han sabido mantenerse aislados, al tiempo que se convertían en primeros testigos de sus terribles consecuencias. Persas, mongoles, ingleses, rusos, uzbecos, pashtun, tajikos...; los últimos, talibanes y americanos, como ellos llaman a los estadounidenses. Invasiones, luchas étnicas y disputas tribales que fueron endureciendo el corazón de esta gente contra los horrores de la indecencia humana.

Naghim se descolgó por el cañón del semienterrado tanque que apuntaba al cielo como un pelícano agonizante fuera de su hábitat. El cadáver de metal hervía en su tumba de arena y piedras donde el tiempo había empezado a corroer su osamenta. Con una sucesión de silbidos entrecortados, reunió al escuálido rebaño de ovejas, muy diferente de las apreciadas karakul que se crían en el norte montañoso del país. Entonces, un gesto de inquietud se dibujó en su cara: a lo lejos, una mancha ocre había empezado a elevarse sobre el perfil ondulado. La tormenta no tardaría en llegar.

En la búsqueda, siempre complicada, de los escasos hierbajos y matojos que se empeñaban en luchar contra la aplastante aridez de la tierra, se había alejado demasiado del campamento, y ahora la tormenta se cruzaba en el camino de vuelta. Naghim buscó parapeto con un nerviosismo creciente. Sus agudos ojos brillaron al divisar en la distancia la salvación de un gran peñasco solitario. Con la rapidez que le permitieron los animales, se dirigió hacia allí. Cuando llegó, las primeras ráfagas de arena ya fustigaban su espalda clavándose en la piel con saña. Antes de poner a cubierto el rebaño, el niño dio gracias brevemente a Alá por haber moldeado aquella roca bienhechora de forma tan milagrosa, ya que sus negras paredes se combaban hacia la tormenta dejando al otro lado un refugio seguro y hueco. Y el prodigio que encontró allí, no hizo más que acrecentar su fe. A la sombra del saliente, en medio de ese territorio inhóspito y abrasado, un milagro se había producido: hermosa, como un copo blanco de nieve, una flor inmaculada brotaba de entre la arena. Grande fue el esfuerzo que tuvo que hacer Naghim para librarse del estupor que le produjo tal maravilla, pero el sentido práctico de su vida errante le hizo reaccionar, manteniendo separadas las bestias de tan singular alimento.

La tormenta pasó, el sol empezó a descender y el chiquillo seguía allí sentado, sin poder apartar la mirada del mágico hallazgo. Al fin, temiendo que la noche lo sorprendiera con su manto helado a la intemperie, decidió levantarse y guió el rebaño hacia el campamento, con la firme decisión tomada de no revelar a nadie su divino secreto.

Las oscuras columnas de humo ascendiendo tras las dunas al este del oasis, hicieron que su mente se evadiera de repente de aquella flor misteriosa. A su corta edad, las había visto demasiadas veces y sabía qué era lo que anunciaban. Corrió dejando atrás las ovejas, con la angustia oprimiéndole el alma. Antes de llegar a lo alto del montículo, pudo ver cómo ardían las copas de las altas datileras y náuseas de auténtico terror lo acompañaron en el trecho final hasta la cima.

El espectáculo era atroz. Las llamas devoraban las tiendas de vivos colores y los cadáveres ennegrecidos de sus familiares se esparcían en grotescas posturas por el suelo. Un gemido se heló en su garganta al distinguir el pantalón bombacho y la camisa de largos faldones de su padre, que flotaba en las orillas fangosas del oasis. Se precipitó hasta allí y el dolor se transformó en horror al comprobar que había sido decapitado. La cabeza estaba a unos metros, con el turbante macabramente adornándola todavía. La zona estaba salpicada de los hoyos de los morteros. Al parecer, luego habían venido a rematar la faena. En una de las estacas del corral improvisado estaba empalado su tío Zahir, el jefe de la familia. Sobre las brasas de la hoguera del campamento, encontró el cuerpo medio carbonizado de su madre. A su lado, reconoció una de los botines de Fatimah, su hermana pequeña. Lo tomó y lo acunó entre sus brazos como hacía con ella de recién nacida, hasta que descubrió con espanto que dentro aún estaba su pie cercenado. La impotencia, al fin, fue trazando acuosos surcos marrones en el polvo de su cara. Se derrumbó en el suelo, con la rabia devorándolo por dentro. Mientras, la luna empezaba a perfilarse en el cielo, con una belleza sacrílega.

Todo el día siguiente lo pasó enterrando a sus muertos, en una encarnizada lucha con la tierra pedregosa que apelmaza la región bajo su vestido de arenisca. Al atardecer, reunió el rebaño que indiferente pastaba en los alrededores y lo guardó en el corral. Se cargó un odre con agua y una manta al hombro, y se dirigió hasta la roca donde el día anterior había realizado el sorprendente hallazgo de la flor. Arrodillado frente a ella, en dirección a La Meca, rezó la noche entera, mascullando su rencor en súplicas a Alá para que la más cruel y justa venganza cayera sobre los culpables, y que él pudiera verlo.

Las primeras hendiduras de un sol todavía pacífico sorprendieron a Naghim en un estado seminconsciente, con un cántico monótono e ininteligible en sus labios. La cruda claridad le golpeó en los ojos, despertándolo. Con el agua que le quedaba en el odre, regó la flor. Las gotas fueron a caer sobre la tierra arenosa, que las absorbió con avaricia. En su trance nocturno, el niño había creído escuchar la voz de Alá, y en su mente había quedado la certeza de que Él le había encomendado una misión: tenía que llevar la flor a la Mezquita del Manto en Kandahar y contar a los ulemas el descubrimiento y la matanza. Entonces, ellos le dirían qué debía hacer.

Naghim escarbó con sus manos para rescatar las raíces de la flor de su prisión en la arena ocre. Entonces...

P4A EXPAL. Activación: presión. Umbral de detonación: 15 kg. Radio de influencia: 5 m. Efecto: onda explosiva con penetración de esquirlas, barro, fragmentos de hueso y residuos del propio contenedor.

La guerra no sabe de justicias.

Texto agregado el 09-04-2003, y leído por 600 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
31-12-2003 Es imponente la belleza literaria de la forma y el dolor conceptual. Un trabajo que sobrecoge. gracias por compartirlo hache
10-04-2003 Perfecta armonia entre el odio y el amor, la crueldad y el sentimiento, la belleza y la atrocidad del mal. Enhorabuena ILARA
09-04-2003 Muy bello nikita
 
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