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Tocó la última melodía esa noche de estrellas. La luna menguante parecía ser desde siempre el palco de su ópera nocturna. Encima de la misma, se encontraba un techo sostenido por cuatro columnas angostas; todas ellas, incluido el techo estaban cubiertos de diminutos lirios blancos. Sus ramas verdes se escabullían con gracia entre los tribales tallados en la madera, sobresaliendo las pequeñas flores blancas por entre los agujeros. Los pies descalzos de la mujer se movían al ritmo de su propia voz sobre la angosta superficie lunar, mientras su cuerpo se iluminaba solo debido al vestido color azul cielo (que parecía hecho con estrellas) que colgaba de los hombros de la misteriosa dama. Su cabello castaño caía salvaje sobre su espalda y sus hombros, y hacía resaltar los ojos color miel que resplandecían entre la piel blanca.
El espacio del parque en el que me hallaba en esos momentos constaba de una plaza con una fuente pequeña en el centro, con el borde rodeado de arbustos oscuros y en la cual nadaban peces dorados. El color vibrante de los peces sobresaltaba entre el agua oscura, reflejando con sus escamas la luz de la Luna que parecía más grande de lo normal aquella noche. Rodeando a la fuente completa, habían varios banquitos blancos con asiento para dos, todos totalmente vacíos. Las piedras grises del suelo bailaban a mis pies creando formas preciosas. A la derecha, en frente de la fuente, se encontraba una cascada reluciente, que al llegar al suelo de dividía en varios ríos. Estos ríos, a su vez, serpenteaban por detrás de los banquitos blancos y se perdían entre los árboles cercanos. A mi izquierda podía divisar un camino que me llevaría a la carne humana: un caney parecido al de la luna, con diferencia de que éste estaba lleno de gente y era menos impresionante y más mundano. No quería ir hasta allá, quería estar sola, así que me acerqué como pude para ver mejor el espectáculo que ocurría desde el astro.
La mujer daba vueltas como bailando un vals en solitario. Su canto entraba por mis oídos y me calmaba, como esa música que se oye en el vientre de la madre cuando se es un feto, y que nadie puede recordar exactamente pero sabe cuál es. Mis intentos por oír mejor no dieron resultado, así que di la vuelta y caminé hacia el caney de la gente, no para acercarme a mis iguales sino para subir hasta el techo y encontrarme más a gusto para disfrutar de la ópera.
A la luz de las estrellas, subí por una de las columnas hasta el techo, bajo la mirada de bastantes mortales estupefactos que parecían ignorar que la mujer en la Luna cantaba. Me senté sobre la madera y levanté la mirada, emocionada. La dama había dejado de cantar. Estaba callada, casi triste, como si de repente hubiese notado que bailaba y cantaba ese vals sola. Suspiró y se inclinó con tristeza, se sentó (dándole al astro un aspecto de columpio) tomó polvo lunar y lo lanzó hacia el suelo. Miles de destellos plateados flotaron en el aire de la noche, brillando a la luz de la Luna que ahora sin la música de la mujer no parecía relumbrar tanto. A continuación, y seguido de mi grito, se dejó caer hacia la cascada, como un azulejo que se había partido un ala durante el vuelo y descendía derrotado hacia su muerte. Bajé rápidamente del techo y corrí hasta la cascada, pero al llegar no logré ver por ningún lado rastros de la caída de la diosa de la Luna. Sentí una tristeza inmensa y me senté en uno de los banquitos a llorar.
No sé si pasaron minutos u horas. Desde ese momento, las cosas se tornaron nublosas y no pude entender demasiado qué pasó luego. Levanté la mirada bañada en lágrimas hacia la cascada que había detenido su flujo, y vi miles de personas aglomeradas en el borde. Con la esperanza de que ellas notaran lo que yo no noté luego de la caída del azulejo, corrí hacia ellas y miré con horror cómo mis miedos finalmente se materializaban. Ahí estaba ella, la mujer de la música, flotando entre el agua clara. Estaba acostada pacíficamente sobre un ataúd que hacía resaltar su belleza y su vestido azul. El terciopelo bajo de ella era acolchado, brillante y del mismo tono azul del vestido. Tenía diamantes incrustados – diría yo que los trozos de las estrellas que al notar la muerte, se habían autodestruido para caer sobre el sarcófago y morir con ella – entre el bordado plata de la tela brillante. Todos a mi alrededor lloraban con verdadero sentimiento, llenando el final de la cascada y los ríos de todo el parque de lágrimas humanas. Cuando empezó a desparramarse el líquido por entre los bordes, pedí que tomaran el cajón en el que se hallaba mi madre y lo sacaran del agua, para darle la sepultura merecida a quien había llenado de luz nuestra noche eterna. Y este fue el sueño que he sentido más real y en el que más he sufrido en toda mi vida.

Texto agregado el 04-01-2009, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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