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En el siglo XIII, un hombre cayó preso. Nunca había imaginado que podía estar en esa situación, el único delito del que se lo culpaba era ser Judío. Por eso se lo habían llevado de su casa en nombre de La Santa Inquisición. Su vida ahora se le hacía insoportable, pero sabía que nada podía hacer. Estaba metido en esa cárcel que le parecía un profundo agujero de piedra, húmedo, donde el sol no entraba. El lugar era lúgubre y en el ambiente se notaba la pesadumbre. Los únicos rostros que veía eran los de sus carceleros. Él deseaba volver a ver los rostros conocidos, esos a los que estaba acostumbrado. Como los de su familia: a la que nunca más había podido ver.
En la cárcel la comida se limitaba a una vez por día, por lo que iba perdiendo peso, la energía, y sumado a eso tenía algunas infecciones en la piel por la falta de higiene. La ropa se convertía poco a poco en harapos y en su celda debía soportar el hedor de sus propios excrementos.
Durante su encierro las horas pasaban lentas. Casi todos los días lo llevaban a una sala donde estaban las máquinas de tortura, y allí lo interrogaban tratando de sonsacarle algo, pero él ya había dicho todo lo que sabía, aunque a sus carceleros les parecía poco, creían que él debía decir mucho más.
Él les decía que la conjetura que ellos hacían era errónea y les sugería la correcta porque sabía que sino estaría urgido por la fatalidad. Cuando lo devolvían nuevamente a su celda le aconsejaban que se declarara culpable y que se convirtiera al cristianismo. Para eso debería denunciar a sus amigos judíos con los que había compartido muchas cosas. Sin embargo, esa era la única forma de salvar su vida, de otra manera, ya lo sabía, iría a parar a la hoguera como tantos otros. Al llegar nuevamente a su celda estaba tan agotado que solo quería dormir, aunque también lo hacía sobre todo para no sentir el paso lento del tiempo. Pensaba que de esa forma le ganaba horas al encierro, suponía una trampa a sus captores y a la vida.
Con el paso de los años fue acostumbrándose al lugar, a no pensar en las cosas que lo hacían sufrir, sabía que el tiempo atenúa los recuerdos, aunque en las horas desiertas de la noche aún podía recordar a sus hijos y a su mujer y al hacerlo lloraba en silencio.
Una mañana de invierno vestido con los pocos harapos que habían quedado sobre su cuerpo, lo llevaron a la sala y mientras lo interrogaban alguien no había vacilado en afirmar que él ya no tenía destino sobre la tierra. Él los escuchó sin que se le moviera un músculo y en su alma sintió alivio, sabía lo que eso significaba y hasta lo prefería a seguir viviendo ese calvario.
A la mañana siguiente cuando apenas el sol asomaba dos carceleros lo sacaron del calabozo, lo hicieron caminar por los anchos pasillos de piedra, rumbo a la pira y aunque estaba convencido que esa era la única manera de salir de ese lugar y liberarse de sus tormentos sintió miedo, un vacío en el estomago, sus manos temblaban. Se preguntó ¿cómo sería la transición, cuanto dolor sentiría? Uno de sus carceleros lo empujo para qué apure el paso, él casi sin voz murmuró.
– Yo ya me voy de este lugar.
Detrás escuchó las irónicas carcajadas que ellos soltaban. Pero no le importó, sintió que ya nada le importaba y esbozó una sonrisa. Levantó la vista y divisó el lugar donde lo esperaban. Su visión se empaño y una lágrima rodó por su rostro, porque supo cuan cerca estaba de ser libre. Su alma al fin obtendría la libertad, esa libertad que durante tanto tiempo había deseado.

Texto agregado el 16-11-2008, y leído por 139 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-03-2009 Muy triste, pero bien contada. margarita-zamudio
17-11-2008 Buena narrativa, triste en su contenido, pero esboza valentía. Te felicito peco
 
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