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LA MALETA versión reducida a 9 páginas para concurso. Fue publicada en versión completa en 2006

Se sentía asfixiada, el enorme montón de bolsos y maletas que se encontraban encima la apretaban contra las frías barras del portaequipajes, que era conducido a través del andén, trastabillando al pasar por lo alto de los minúsculos obstáculos que habían en el serpeante camino, iba tan deprisa, que casi no tenía tiempo de recuperarse de un trastazo, cuando enseguida llegaba otro. No sabía como había llegado hasta allí, bueno, sí, todo había empezado por la mañana muy temprano, mejor dicho, hacía ya una semana, cuando de repente se abrieron las puertas del oscuro armario donde había permanecido mucho tiempo, tanto, que era imposible recordar cuando había llegado allí.

Ella era una enorme maleta verde, con cierre de combinaciones y un cuerpo rígido y duro, preparado para largos viajes, que durante un tiempo, compartió su espacio en el armario con un par de mochilas, compradas varios años después que ella, de marca, claro, de esas que están garantizadas para toda la vida, aptas y cómodas para llevarlas en esas expediciones a zonas montañosas y remotas, la última vez que las vió, iban camino de Marruecos, de donde volvieron sus dueños al cabo de veinte días, contentos, pero muy cansados y enfadados, y sin las famosas mochilas.

Mucho antes, había coincidido con ellas en un largo viaje al sudeste asiático, donde visitaron lugares tan maravillosos como Nepal, lleno de montañas altísimas, que sólo había podido divisar al llegar a Katmandú, ya que después sólo se llevaron a las dos mochilas para viajar por el resto del país, viajando en pequeñas camionetas hasta el valle de Pokhara, por escarpados y peligrosos caminos, llenos de curvas que cortaban la respiración, con unos paisajes increíblemente bellos, atadas en lo alto de aquellos inverosímiles vehículos, que amenazaban con despeñarse cada vez que se doblaban en un recodo del camino, ¡incluso viajaron encima de extraños animales, y colgados a la espalda de los humanos!

Todo esto se lo contaban cuando compartían la zona de equipajes en uno de los fantásticos trenes de Singapur a Malasia, donde el lujo se notaba hasta en el mínimo traqueteo de los vagones, cruzaron desde Tampin a Malaca, y desde allí a Kuala Lumpur, donde se encuentra una de las más maravillosas estaciones de tren que existen en el mundo. Grande, y bulliciosa, con su arquitectura de estilo árabe, más bien parecía uno de esos encantadores palacios que se describían en los cuentos de Aladino, con exuberantes plantas que crecían en cada rincón de la enorme estación y estilizados minaretes que destacaban en sus numerosas esquinas.

Siguieron hasta Tailandia, entrando por Hat Yai, para cruzar hasta Bangkok, cuya estación tan cosmopolita, moderna, y al mismo tiempo tan asiática, ponía un excesivo contraste con la peculiar de Rangún, en Birmania, cuyos trenes tenían los asientos más duros e incómodos, que ella podía recordar.




Pasaron mucho tiempo en Tailandia, viajando por todo el país, Chiang Mai, Chiang Rai, Surathani, unas veces se la llevaban a ella y otras a las mochilas, y de vez en cuando aparecían bolsas enormes con hilos de muchos colores, tejidas por las manos de tribus de zonas muy remotas, que eran cambiadas casi constantemente, y ponían una nota alegre en la profunda oscuridad de los numerosos armarios donde había vivido, algunas de ellas vinieron a España cuando sus dueños, cercanos a la treintena, decidieron regresar.

Desde entonces había viajado muy poco, más bien nada, sin embargo se había movido mucho. Se habían mudado de casas unas cuantas veces, y ya por último, cuando los niños se hicieron más mayores, decidieron que lugar era el mejor para todos, que resultó ser una enorme casa de dos plantas, con un jardín, y mucha luz, que ella no veía desde que la alojaron en aquel inmenso trastero, acompañada de numerosas herramientas y cachivaches inútiles, de donde la sacaban cada año por el cambio de estaciones, y podía sentir las suaves manos de su dueña que la acariciaba y miraba con melancolía, mientras la usaba para guardar ropa, unas veces de invierno y otras de verano, y pocas veces, los libros y fotos de antiguos viajes que estaban en lo más profundo, eran contemplados con rabia y siempre con nostalgia y orgullo.

Últimamente la habían sacado bastantes veces, pero nunca, hasta el día de hoy, la habían transportado fuera de la casa, ni le habían limpiado el polvo, y por supuesto no la habían llenado con tanta ropa nueva ni con tantos objetos como llevaba ahora. ¡Tenía hasta un botiquín completo!, toda la emoción que era capaz de demostrar una maleta la embargaba, ¡preparada para un largo recorrido otra vez!

De repente, el carrito que la transportaba se paró en seco frente al vagón de equipajes, y poco a poco fue sintiendo como el enorme peso que la apretaba contra el fondo iba cediendo, hasta desaparecer del todo, pero esperó en vano las seguras manos del mozo que la izaría a bordo del tren con destino a Madrid, adonde se dirigía uno sólo de sus dueños.


Elisa se sentía abrumada, hacía mucho que no había ido de viaje, ni tan siquiera se había acercado por ninguna estación de tren, desde que tuvo a los niños y dejó de trabajar, ¡y estos ya eran hombre y mujer! Todo había cambiado, la estación era un hervidero de gente por todos lados, africanos, árabes, sudamericanos, algunos de origen más europeo y también españoles, con pinta de ser turistas, y muchos trabajadores.









Los continuos controles de seguridad que se veían en la estación, junto con la gran cantidad de agentes que vigilaban cada esquina, no le parecían excesivos dados los últimos acontecimientos, más bien le daban una cierta seguridad, pero aún así, se quedó cerca de la puerta de entrada a su vagón, esperando ver aparecer su enorme y querida maleta verde, adornada con sus innumerables pegatinas de antiguos viajes. Mientras observaba las nuevas escenas que se desarrollaban en la estación, no pudo evitar la larga cadena de viejos recuerdos que pugnaban por salir de su ahora confusa mente.


Ahora le parecía más lejana aún la época en la que sí acostumbraba a viajar, en aquel entonces, lo más normal era ver las estaciones llenas de soldados que iban a jurar bandera, o que venían de permiso, novias y familiares pululando por todos los rincones, alargando cajas de galletas y embutidos de todas clases, y que se enjuagaban las lágrimas con minúsculos pañuelitos que retorcían desesperadamente en sus manos, mientras musitaban aquellas eternas promesas de amor y espera que se estilaban en aquellos días.

Su primer viaje en solitario fue a la capital, pero desde otra estación, la de Cádiz, desde donde el olor del salitre del mar lo salpicaba todo, y se escuchaban los graznidos de las gaviotas. Eran tiempos de descubrimientos, de peleas por los derechos humanos y políticos, la democracia entraba tímidamente en España, y ella volaba hacia una nueva era, escapando de la monotonía y de los viejos clichés de su pueblo, de su vieja familia, con dieciocho años recién cumplidos y mucho coraje para enfrentarse a la vida, llevaba por equipaje aquella enorme maleta verde, y toda la curiosidad e ilusión que le cabían dentro de su joven espíritu aventurero.

Era demasiado grande para ponerla en el compartimiento del equipaje, así que la depositó en el suelo del vagón junto a ella, y se sentó sobre el terso eskay verde oscuro del que estaban forrados los asientos, que estaban ligeramente inclinados hacia atrás, mientras observaba por la ventanilla las carreras apresuradas de los viajeros arrastrando bolsos y petates, amigos y familiares que se agolpaban junto a la puerta del vagón impidiendo la entrada de los que se marchaban, como si quisieran evitar su ida. El trasiego se intensificó por unos momentos y su cabina se vió inundada por un grupo de cinco muchachos, vestidos de verde, eran soldados, pues aún eran tiempos de “mili”.

Al principio siguió mirando persistentemente por la ventanilla, durante mucho rato después de salir el tren, pero conforme caía la noche no tuvo más remedio que volver la cara hacia sus ruidosos compañeros de viaje, que ya llevaban tiempo bebiendo, y que comenzaban a desempacar las numerosas viandas que contenían unas bolsas de plástico.






Todos la miraron casi a la vez, guardando de repente un silencio absoluto, y uno de ellos adelantó su mano y se presentó.
- Soy Andrés, vengo licenciado y me bajo en Ciudad Real.

Era muy flaco, de pelo rubito y expresión tímida, con unas gafas estilo Lennon que le daba un aire intelectual a pesar de estar vestido de militar. Uno a uno se fueron presentando, Luis, Ramiro, Paco, y el que estaba sentado junto a ella, Javier, que parecía el más lanzado, y también el más atractivo de los cinco.
Acababan de terminar el servicio militar, y volvían muy contentos de regreso a sus hogares, donde les esperaban la familia y alguna que otra novia, pues dos de ellos se las habían dejado en Cádiz.
- Yo soy Elisa, vengo de un pueblo de Cádiz, y voy a trabajar y a estudiar en Madrid, y después me marcharé a visitar otros países.

El tamaño de la maleta llamó la atención de todos, y decidieron usarla como apoyo para compartir unos vasos de vino y una improvisada cena que Elisa aceptó encantada, confiada y segura de sí misma por primera vez. A pesar de las recomendaciones del revisor de no formar mucho alboroto, se pasaron la mayor parte del tiempo levantándose para ir al baño o a la cafetería, pero conforme avanzaban las horas, las emociones del viaje la embargaron, y se acurrucó en su esquina del asiento, con los pies de Javier apuntando hacia ella, cubiertos con la mantas, y la cabina en penumbra, apenas iluminada por la tenue luz del pasillo.

Sus voces se convirtieron en un susurro, y sin saber como, de repente se encontró con el cuerpo del hombre que la apretaba contra el fondo del asiento, se sintió cómoda y protegida y poco a poco se hundió en un semisueño, del que a duras penas recordaba el aliento de Javier, húmedo y caliente que la besaba dulcemente en los labios.

Sintió su lengua abriéndose camino entre sus dientes, y lentamente se dejó llevar mientras que los expertos y largos dedos le desabrochaban el pantalón y se introducían por entre sus bragas hasta alcanzar la vulva. Ahí le agarró la mano y se la depositó sobre su pecho izquierdo, por debajo de la camisa, dándole la espalda al mismo tiempo, no habían pasado ni cinco minutos cuando sintió como él se frotaba desesperadamente contra ella a través del pantalón, y de repente un movimiento convulso, un corto suspiro, y después, nada, sólo su pausada respiración. Se quedó quieta, se colocó la camisa hacia abajo, se abrochó el pantalón como pudo, y ella también se sumió en un profundo sueño.

Sintió como el tren se paraba, y en la oscuridad que la amparaba bajo la manta, que le cubría la cabeza, adivinó los movimientos de los muchachos que recogían su equipaje, y oyó la lejana voz que anunciaba desde la estación.
-¡Parada!, ¡Ciudad Real! Un momento más tarde, más bien adivinó el beso de Javier a través de la manta las dulces palabras que susurró junto a su oído.
- ¡Adiós y suerte gaditana!





Su vida en la gran ciudad no fue nada mal, llevaba un trabajo buscado desde el pueblo, empleada del hogar, que se llamaba entonces, interna en una casa, lo que le permitía estudiar por las noches, claro que, después de seis meses en la capital, había conocido a mucha gente joven como ella, que compartían pisos entre todos, y trabajaban en cosas tan variadas como, empresas de limpieza, repartiendo publicidad, venta de libros a domicilio, y en bares y discotecas.

En vista de la libertad de la que parecían disfrutar, decidió cambiar de empleo y de vivienda, y al cabo de dos años había aprendido inglés, y secretariado, lo que la había introducido en otros círculos, y fue un poco más tarde, cuando trabajaba en una oficina de administrativa por las mañanas y de camarera los fines de semana en un bar, cuando conoció al que sería su marido, Damián.

Era muy alto, guapo y misterioso, de Toledo, y estudiaba para abogado, como su padre, tenía cuatro años más que ella, y se enamoraron casi nada más verse, y pronto se fueron a vivir juntos, compartiendo piso con otros dos chicos que eran músicos, de guitarra flamenca, los cuales viajaban mucho, Francia, Bruselas, pero sobre todo a Japón, y siempre venían contando maravillas del lejano oriente, lo que picaba aún más la curiosidad de Elisa, quien decidió que ya era hora de salir de España, explorar y conocer otras culturas. Tuvo que contagiar a Damián de sus ansias de volar, al cual a veces lo envolvía una extraña apatía y había que empujarlo antes de hacer cualquier viaje, y se marcharon primero a Londres, de donde volvieron para casarse por lo civil en una corta ceremonia, y usaron el Interail para su viaje de novios por Europa, volviendo al país de la bruma eterna a continuar su preparación para el gran salto al continente asiático.

En su segunda etapa londinense, Damián y ella trabajaron juntos en una importante agencia de viajes, y al poco tiempo les ofrecieron la posibilidad de trasladarse a vivir a Tailandia, trabajando de guías turísticos, recibiendo a los españoles que llegaban a Bangkok, y allí se fueron, llevando como equipaje, su enorme maleta verde, y las dos mochilas, que perdieron años más tarde, arrastrándolas por todos los aeropuertos y estaciones de medio mundo.


Era un continuo movimiento que Elisa adoraba, el conocer gente nueva todos los días, ser anónima a diario, no dándole tiempo a nadie a conocerla íntimamente, sin sufrir por pérdidas eternas, y al mismo tiempo haciendo muchísimos amigos, que siempre aparecían por algún país, y con los que compartían nuevas rutas y caminos. ¡Por fin había conseguido su sueño!







Pero Damián empezó a sentirse cansado, ya no tenía el mismo entusiasmo y no quería viajar más, tenía ya treinta y dos años y necesitaba volver a sus raíces, entendía que ella no quisiera vivir ni en su pueblo ni en Toledo, así que le sugería volver e instalarse en la zona de Málaga, donde tendrían muchas oportunidades de trabajo, e incluso podían comprarse una casa y echar anclas allí, él seguía muy enamorado y quería tener hijos con ella, que andaba rondando los treinta, aún estaban a tiempo. Elisa le miraba y al mismo tiempo pensaba, la verdad es que ella también continuaba enamorada de él, y la idea de quedarse sola no la seducía para nada, después de todo, juntos habían emprendido esta aventura y juntos deberían regresar.


No les fue difícil, y pasaron veinte años en los que su vida se limitó, aparte de un único viaje a Marruecos casi al principio, en el que perdieron sus viejas mochilas, a pasar por un embarazo complicado del que nacieron los mellizos, Oscar y Lucía, con los que permaneció mucho tiempo en la casa, recogiéndolos y llevándolos a colegios o a incontables fiestas de cumpleaños, donde sus conversaciones con las demás madres se limitaban a sus hipotecas, sus ocupados maridos, las eternas dietas, y la felicidad efímera de las compras por teléfono o Internet, los primeros granos y amores de adolescentes, las sucesivas muertes en la familia, empezando por sus propios padres, una total y absoluta vida rutinaria, que acabó alejándola por completo de Damián que siempre andaba perdido en uno de sus cada vez más importantes pleitos.

Elisa siempre pensaba en la causa y el efecto, y se explicaba a sí misma su comportamiento y su vida aplicando siempre que sin la causa de la vejez de sus padres, el efecto no hubiese sido su marcha del pueblo, que sin la causa de su amor por Damián, el efecto de sus hijos y su aparente docilidad en su comportamiento con la sociedad en la que vivía no hubiese tenido lugar.

La curiosidad juvenil de su propia hija, que quería ser maestra, y trabajar quizás de voluntaria en alguna organización en el extranjero, la sorprendió al pedirle que le enseñase las fotos y diapositivas que sabía tenía guardadas en el fondo de la enorme maleta verde que reposaba en algún escondido rincón del enorme trastero del jardín, y fue la causa y el efecto del despertar de viejas inquietudes que pensó tenía dormidas para siempre.

Quería hablar y ser oída, saber como seguía la vida por aquellos lejanos parajes donde había vivido, especialmente en aquellos en los que la naturaleza había golpeado con más fuerza últimamente, de ver esos rostros desconocidos que se asomaban desde la fría pantalla de la televisión, buscando desesperadamente una mano amiga que les ayudase, de volver a sentirse útil haciendo algo que en verdad le gustaba.







La idea de su hija de irse de voluntaria había hecho mella en ella misma, y poco a poco, fue haciendo contactos con palabras y voces sin rostro al principio, y más tarde, con ayuda de la webcam, facciones y gestos que se hicieron cada vez más familiares, así conoció a Carter.

Era un voluntario americano, de Minessota, estaba con el llamado “Cuerpo de Paz”, los Peace Corps, destinado en Malasia, y parecía estar encantado de la vida y disfrutar enormemente con todo lo que hacía. Poco a poco sus conversaciones habían derivado hacia un tono más íntimo, ella evitaba hablar de su vida presente, solo mencionaba a sus hijos, nunca a su marido, a ella misma le parecía increíble que su vida hubiese dado un giro tan inesperado, hasta que un día él le propuso algo nuevo, se despedirían besando a la cámara, por lo menos sería un acto menos frío que el de agitar sus manos antes de desconectarse.


Aprendió otra forma nueva de comunicarse, pero aún le faltaba dar el gran paso, Carter insistía cada vez más, apenas le quedaban seis meses más en aquel país, luego quería regresar a los Estados Unidos, y volver a pedir otro proyecto en otro lugar, pero esta vez quería que ella le acompañase, él estaba sólo, no tenía a nadie esperándole, y sus hijos ya eran mayores, era hora de volver a empezar.


Realmente no había nada que se lo impidiese, a Damián ni siquiera parecía extrañarle las largas horas que permanecía chateando en el pequeño cuarto de estar, pensaba que chateando con sus hijos o amigos se distraía y no le pediría una vez más un viaje, así que decidió que su antigua maleta verde sería su mejor aliada, y cuando la sacó del trastero y la llevó a la casa, esta pareció transmitirle una nueva fuerza, sería ella la que con su muda presencia le transmitiría el mensaje a su marido, ¡se marchaba de casa por fin!

Antes de que llegase la noche tuvo tiempo de recapacitar una y mil veces la mejor manera de decírselo, y decidió que no le mencionaría a Carter, no quería causarle más daño innecesario, simplemente era ella, estaba muy cerca de los cincuenta, quería viajar otra vez antes de hacerse vieja, sentirse libre y viva por ella misma, no por condicionamientos de la sociedad que la estaba ahogando, los niños eran mayores ya, y cuando decidieran hacerles abuelos, ella tendría que estar ahí, por lo menos eso se esperaba, y todo volvería a empezar, y antes de que eso sucediera, quería alejarse de todo, volar sola una temporada, dejar que la vida siguiese su curso sin ella alrededor observándolo y analizándolo todo, escaparse de su rutinaria vida sin aliciente y sin color, dejarse llevar por los acontecimientos desconocidos que sabía la esperaban fuera de España una vez más.





No podía apartar la mirada de la enorme maleta que estaba en el suelo junto a su mujer, y levantó la cabeza solo cuando ella terminó de hablar. La respuesta de Damián a todo su discurso fue una expresión de sobresalto que surgió en sus ojos, y más tarde cubrió todo su rostro, que se cubrió con ambas manos.
-¡Perdóname Elisa! - sollozó – nunca debí aceptar aquellos viajes a Toledo al despacho de mi padre. Te juro que he acabado con ella, hace más de seis meses que no la he visto, no me ha molestado para nada, ya tiene a otro, han sido unos años de locura, no quería hacerlo, pero me sentía subyugado, ¡por favor, no te vayas!

Elisa se quedó de piedra, estaba de pie y tuvo que buscar asiento en el sofá más cercano. Al principio lo miró sin comprender, pero poco a poco sus palabras cobraron sentido, ¡Damián le había sido infiel!, todos sus miedos y su preocupación por darle la noticia, y al final resultaba que ella era la buena de la película, o mejor dicho la tonta de todo el drama que ella sola había montado.
Por supuesto le pidió no contara detalles, no quería saber nada más que lo que había oído, y no quería parecer más estúpida de lo que sentía, sólo le pidió su apoyo para explicárselo a los chicos, ellos tampoco deberían saber nada, esperaría al fin de semana para despedirse de ellos y se marcharía después.


La comprensión y el amor de sus hijos le dieron fuerzas para continuar con su plan, y apenas notó la presencia de Damián, al que adivinaba rondando por la casa mientras que ella chateaba con Carter ultimando los detalles de su llegada, un largo camino que sería una gran aventura y que esta vez emprendería sola, la perspectiva del viaje ponía notas chispeantes de alegría en sus ojos y henchía su corazón de viejas sensaciones.



Prefirió el anonimato de un taxi para ir a la estación, declinando la oferta que le hizo Damián aquella misma mañana, que apareció nublada pero calurosa. El mismo la ayudó con el equipaje hasta la entrada, donde el mozo que le recogió la maleta parecía un tanto despistado, pero ella vió como la depositaba en el fondo de uno de los carritos, y como quedaba cubierta con un montón de otros bolsos y maletas, se quedó tranquila y después de cumplir con todos los trámites de chequeo de su viaje, había caminado hasta su vagón, donde continuaba en la puerta de entrada, regresando tranquilamente de la cadena de recuerdos que la había ensimismado por unos minutos, y más atenta que nunca a la realidad que vivía en esos momentos.









La abrupta llegada del mozo con el carrito semivacío, pues su enorme maleta seguía reposando en el fondo, la sacó de su ensimismamiento. Apenas lograba entender lo que intentaba decirle aquél hombre.

- ¡Esta maleta, grande y verde!, se ha quedado atrancada en el fondo, ¡avise al inspector del tren para que nos ayude alguien a sacarla de aquí, sino no podrá llevársela!

Elisa lo oía, pero sus ojos buscaban con ansiedad en el coche que tenía más cerca, no podía viajar sin su maleta, era su amuleto, y contenía retazos inacabados de la nueva vida que iba a emprender.
De repente, en la puerta apareció un uniforme azul y una larga sombra con el sol de la mañana a sus espaldas, sólo acertó a ver su nombre en la chapa de su bolsillo, “Javier Salas, inspector”.
-¡No se preocupe señora, enseguida la ayudaremos a rescatar su maleta!

Fue el oír su voz lo que la convenció, ¡era él!, aquél Javier de su primer viaje a Madrid, le miró de frente y sonriendo dijo su nombre. El hombre, que estaba inclinado sobre el carrito, tirando de la maleta con todas sus fuerzas ayudado por el mozo, levantó la cabeza, y sonriendo a su vez, le contestó.
-¡Sabía que había visto antes esta maleta!, y que alguna vez volvería a ver a su dueña, ¿todavía de viaje?

La maleta continuaba en el fondo del carrito, pero de pronto, una persona vestida de azul la había agarrado por su ancha asa rescatándola de aquella incómoda jaula. Algunas de sus viejas pegatinas se habían desgarrado, y algunas etiquetas se habían quedado enganchadas entre los barrotes, pero esta vez se sintió en verdad más libre, sus ruedas rozaron por fin el interior de aquél añorado vagón, al encuentro de aquella mujer que le había dado la libertad, hacia la cual volaba ella misma.

FINE!

Texto agregado el 29-10-2008, y leído por 170 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-10-2008 Originalisimo punto de vista para contar la historia de casi una vida. Algo de por sí dificil pero muy logrado. Lola. Ya lo creo. Y como me sigas sacando de paseo, llegará el dia en que me quiera mirar en el espejo y no me encuentre, porque estaré varado en alguno de esos lugares por donde anduviste. Un beso y como de costumbre ***** permiso
 
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