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Cualquiera viaja en micro de vez en cuando. Cualquiera se queda dormido en la micro. Cualquiera se baja en un lugar equivocado. Cualquiera pasa un susto en un lugar desconocido. Jimena Ferrada era como cualquiera. Lo fue alguna vez.
Salía del trabajo un día martes, agotador como nunca. Se sentía más cansada que de costumbre. Eran algo así como las once y cuarto de la noche. Estuvo más de diez horas trabajando, digitando números en el computador, ingresando claves, mandando correos electrónicos a distintas personas, etc. Apenas alcanzó a almorzar ese día. No se dio el tiempo de llamar a sus hijos para saber como estaban, o para avisarles que llegaría a eso de las una de la mañana (pues no vivía exactamente a un lado del trabajo). Aún así, hizo lo posible por viajar lo más despierta posible, cosa que no le resultó.
Estuvo como pudo en el paradero de su oficina esperando la micro. Pasaron unos treinta minutos, en los que ella trataba de no cerrar los ojos, y pensar que tenía que tomar la micro 608, llegar a su casa, y dormir todo lo que pudiera. Y como dije, después de treinta minutos llegó una micro, más o menos llena de gente, a la que subió, y en la que un caballero anciano – arrugado como papel desechado, y hediondo a sudor, licor y cigarro juntos – le cedió su asiento. “Al fin a casa” pensó.
Con tan solo unas cuadras de viaje, Jimena Ferrada cerró los ojos, para verse como una niña pequeña. De hecho, era ella cuando niña. Traía puesto su vestido amarillo favorito, sus zapatillas rosadas con cordones blancos, y su moño a un lado de la cabeza, que siempre le hacía su madre. Pero no se encontraba precisamente con ella. Se hallaba sentada en la cabecera de una mesa larga, muy larga, donde un montón de señores con lentes y terno la miraba desde gran altura, y sus caras eran tapadas por una tétrica sombra. Eran los trece jefes de la empresa. Sólo se veía el brillo de los lentes, y sus macabras sonrisas de burla, pues se daban cuenta de que ella lo había hecho todo mal. Todo lo que Jimena preparó desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche fue destrozado, como una paleta que le quitaron, y ahora se la tiraban al suelo. Una presentación tan frágil que con el más mínimo empujón, cayó al suelo en pedazos.
Despertó.
La micro estaba vacía totalmente. Bueno, habían por lo menos dos o tres personas en esta, que no se veían como personas muy amables, o como personas en las que puedes confiar que no te harán nada. Luego miró por la ventana. Era un lugar que jamás había visto en su vida. Las calles eran oscuras, se veían unos chiquillos jugando a la pelota, y unas señoritas vestidas de falda, muy bien pintadas, y fumando un cigarro, los miraban jugar con mucho interés. Al otro lado de la calle se veían unos tipos muy raros; eran unos seis o cinco jóvenes de terno que encendían unos papelillos, y miraban para todos lados. También se veía un chico con una chica besándose y haciéndose… cosas que no se hacen naturalmente en los lugares por donde vivía Jimena Ferrada.
“¿Dónde estoy?” pensó. Inmediatamente, y siendo lo primero que se le imaginó, se bajó de la micro. Los tipos de terno la miraron muy intrigados. Todo era bastante confuso allí. Se fue a una esquina, en busca de un letrero para ubicarse, pero en ninguna de ellas había algún letrero con el nombre de las calles. Se acercó a una chica vestida de ejecutiva, parecía ser secretaria.
- Disculpe, ¿dónde estoy? – le preguntó, pero la chica no contestó –. Disculpe, le hice una pregunta – pero la chica no contestaba –. Señorita, le estoy hablando…
- ¡Mi amor! – dijo de pronto la chica, al momento en que un tipo alto, de lentes y terno, llegaba y la comenzaba a besar grotescamente. Jimena Ferrada, sin más opción, se alejó de aquella escena, y comenzó a buscar ayuda por ese lugar tan desconocido y extraño.
Comenzó a caminar. No pasaban autos ni micros por la calle. Solo se veía gente de terno, haciendo cosas extrañas, que no iban a su forma de vestir. Nadie la miraba, pero sentía que todos la miraban. Quizá por que era la única de aquel lugar. Sentía sus miradas, sus voces, sus pensamientos, sus murmullos, sus cuchicheos, todo lo que hacían respecto a ella lo sentía venir de todos los lados. Pronto se dio cuenta de que no eran todos, solo eran trece.
Sentía los trece pares de pies, de trece personas altas que vestían de terno, usaban lentes, y la miraban con sonrisa burlesca. Se hallaban alrededor de ella, como si ella fuera un diamante en bruto a punto de ser robado por esas trece personas. La analizaban, la seguían, y no la iban a dejar. Jimena Ferrada comenzó a correr.
Pero los hombres de terno y lentes la seguían a su misma velocidad. Tenían que atraparla, y ella sabía que lo harían si ella se detenía. Su mente no llegaba a saber que era lo que querían esos hombres, pero sabía que no sería bueno. Entonces entró en un callejón, solitario y oscuro, en el que ya no se veía a nadie.
Creyó que estaría a salvo. Pero no sabía si salir de allí. Por un lado, si salía de allí, sería atrapada por los hombres de terno, pero por otro lado no podía quedarse allí, pues al día siguiente tenía esa complicada reunión que tanto preparó. Miró la hora en su celular: las dos con veinticinco minutos. Debía llegar a su casa, pero no sabía donde estaba, ni como llegar a su casa. Sus hijos deberían de estar preocupados por ella. Su mente quedaba en blanco.
De pronto, se escuchó un ruido. De todos los lados, las voces comenzaron a salir. De todos los lados, las pisadas comenzaron a acercarse. De todos los lados, los trece hombres de terno y lentes, más todo un grupo de personas ejecutivas comenzaron a llegar. Todos tenían la cara tapada por una tela de sombra. Sonreían macabramente, y se le acercaban sin caminar, aunque sus pasos se oían igual. Todos llegaban, y todos la querían a ella. Todos, no faltaba ni uno. Quizá estaba todo el pueblo allí para ir a buscarla, y unirla a su grupo. Pero no lo harían.
Vio una puerta en el callejón, y corrió rápidamente hacia esta. Los pasos de los ejecutivos también se aceleraron, y comenzaron a correr a su lado.
Jimena Ferrada pasaba puertas, ventanas, de lo que fuera para escapar de ellos, pero ellos parecían tener la misma agilidad. No sabía para donde iba, pero los ejecutivos lo sabían perfectamente. Parecían saber mucho de ella, pues sabían perfectamente para donde ir. La adrenalina comenzó a subir en el cuerpo de Jimena Ferrada, y se comenzó a alterar, pues no dejaba de oír acercarse los pasos de los ejecutivos, siendo que lo que más quería en ese momento era que todos ellos se alejaran lo más posible de ella.
De pronto los pasos se detuvieron, pero ella no. Siguió corriendo hasta mantenerse lo más lejos posible de ellos. Y sin previo aviso, como suele suceder, tropezó al saltar una puerta rota, y como el piso parecía ser algo frágil, se rompió, dejándola caer unos tres pisos. Cayó sobre una cama, para su buena suerte; pero para su mala suerte, todos los ejecutivos se encontraban allí, en esa habitación tan amplia como te lo podrías imaginar. Estaban todos, por lo menos trescientos y algo estaban allí, dentro de la habitación, alrededor de la cama, alrededor de Jimena Ferrada, mirándola, riéndose, sonriéndole, acercándose, alzando sus manos, cada vez más cerca, ya a su lado, más y más cerca. Jimena llegaba a llorar del susto, sentía su respiración, sus pensamientos, sus pasos, sus manos, sus manos cada vez más cerca, más y más cerca. Jimena cierra los ojos, pero no deja de sentir a los ejecutivos, sus macabras risas, sus manos tomándola del brazo, meciéndola, hablándole, despertándola.
- ¡Señorita Ferrada! – se escuchó la vos del doctor Ramírez. Jimena Ferrada estaba en su cama, en su habitación blanca, sin ejecutivos molestándola –. ¿Otra vez los ejecutivos?
- Si – respondió Jimena Ferrada.
- No se preocupe – le dijo el doctor, con su amable sonrisa – ya intentaremos sacarlos de esa cabecita. El psicólogo está haciendo lo posible, ¿ya?
- Gracias, doctor – dijo Jimena.
- Ahora levántate – le dijo el doctor –, la hora de desayuno esta por terminar. Sabes que a Rosa no le gusta que lleguen tarde.
- Si, si ahora me levanto – dijo Jimena Ferrada, quitándose las sabanas, y preparándose para ir al comedor del psiquiátrico.

Texto agregado el 23-10-2008, y leído por 133 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-10-2008 Mmm el exceso de trabajo puede producir locura, me deja como moraleja, buena historia. Legnais
 
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