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Luis Carlos extendió los brazos, bajó las persianas de sus ojos negros y como si fuese un águila queriendo conquistar un cielo pletórico de azul, abrió su boca y aspiró una bocanada de aire que le hincharon los pulmones y le insuflaron vida a sus vivarachos ocho años, batiendo sus imaginadas “alas” inició su ascenso hasta lo alto de la pequeña loma, detrás de el, siguiéndolo como una sombra, iba Felipe, repitiendo uno a uno sus pasos y ademanes, atento a todos los movimientos de su hermano mayor, su hermano héroe, también aleteaba con sus pequeños brazos-alas, siguiendo el rastro de el águila mayor, posándose al igual que este sobre la cima de la pequeña loma, desde atrás los observaba con atención ,miraba a Felipe, quien a su vez observaba a Luis Carlos, que absorto paseaba su vista sobre el magno horizonte, la vastedad pobló sus inmensos ojos , a través de ellos, también Felipe y yo nos rendimos a la imponencia y majestuosidad del paisaje, el tenue azul del cielo hacia juego con el matiz azuloso que tienen a la distancia las inmensas montañas de la región, mas abajo el verdor de los campos, pintados con olores a lluvias matutinas, a boñiga fresca, a leche recién ordeñada ,a desayunos campesinos, en efluvios que ascendían al cielo desde las chimeneas de las casitas de paredes blancas y rojas, el ambiente bucólico traía evocaciones a cosas buenas
Fue Luis Carlos quien profanó el silencio
- ¿Las montañas son azules?
- No -Le interrumpió al instante Felipe -son verdes
- ¿Y por que entonces se ven azules?
Los ojos de Felipe buscaron una respuesta en mí, para no correr el riesgo de quedar en evidencia ante su hermano
- Hay cosas que desde la distancia parecen otras –Dije -algunas que en ocasiones nos asustan, pero que si las observamos con más detenimiento vemos que no eran tal cosa, así son las montañas, de lejos las vemos de un azul opaco pero si estuviéramos allí entre ellas, nos sorprendería cuan verdes son, ¿me entienden?
Ambos intercambiaron unos gestos que me indicaron que no mucho, fue entonces cuando Felipe ripostó
- ¿Y quien hizo las montañas pa?
- Dios
- No pa, Dios no hizo las montañas - me interrumpió Luis Carlos
- A ver Don sabelotodo , explíquemelo entonces usted
- Vea le explico pa, hace muchísimos años, antes que existieran los Dioses, ,en tiempos en que los hombres hablaban con los animales, vivían por estas tierras unos indios, gente buena y con mucha sabiduría, no existía la trampa, ni la mentira y la paz imperaba siempre entre ellos, así vivieron por muchos años, cuando sentían que les había llegado el momento, con la placidez que dan los años se retiraban hacía la cordillera y allí se sentaban a esperar a que las aves los bañaran con puñaditos de arena y piedrecillas, día tras día, año tras año hasta convertirse en una montaña, así es como en cada una, habita el alma de un hombre, pero no de cualquier hombre pa, es el alma de aquellos de espíritu valiente, los mas intrépidos , los mas sabios, y cada vez que uno de estos hombres se retiraba a la cordillera, una nueva montaña se alzaba hacia los cielos, así , poco a poco y con el paso de los años se fueron formando las montañas, nevados y volcanes.
Felipe miraba a su hermano absorto, hipnotizado por sus palabras, cavilando en aquellas explicaciones mágicas que le abrían un mundo nuevo.
- ¿Es cierto eso pa?
- Por supuesto que no –dije -¿Quién te metió esas tonterías en la cabeza?
- No son tonterías pa, no lo son – protestó entre lágrimas Luis Carlos-esto me lo contó el abuelo
Y cuando ya me apresuraba a debatir con argumentos científicos las razones de mi contradictor de ocho años, fijé mi vista en aquellas montañas y antes de abrir mi boca escuché a mis propias palabras, pronunciadas hacia tan solo unos instantes “Hay cosas que no son lo que parecen” entonces, solo entonces, entendí las palabras que este pequeño de ochos años traía en su labios, repitiendo una verdad milenaria y ancestral, y sentí vergüenza, vergüenza de mi estúpida soberbia que no me permitía ver mas allá de lo que me mostraban mis miopes ojos.

Cuando Lola sintió que entre sus entrañas bailaba por primera vez el germen de la vida, supo que sería un hombre, en el instante en que se encontraba escogiendo los granos de café sintió que allá muy dentro de ella algo se movió, fue un movimiento sutil, que la paralizó en el acto
- Ya está - dijo
Se llevó su mano al vientre y murmuró
- Virgencita, que sea un hombre
Así tenía que ser por que así lo había deseado con vehemencia y fue esta una plegaria que no cesaría de repetir durante las siguientes nueve lunas, hasta el día anhelado en que cansado de su encierro el fruto tan esperado emergió de las entrañas de Lola, abriéndose camino por entre sus carnes, rompiendo fuentes que como los ríos de la región corrían impetuosos y cristalinos anunciando el milagro de la vida, hasta que la comadrona de la vereda vino a confirmar lo que el corazón de Lola sabía con certezas desde un comienzo
- La felicito misia Lola, es un varoncito
- ¿Cuéntele los dedos, están completos?
- Toditos mi doña, es un hombrecito fuerte y robusto, mírelo mi señora, ¿no es un primor?
Lola miró a su pequeño hombre, el objeto de su anhelo y le tomó una de sus robustas manos, le acarició los escasos cabellos y lo besó en la frente, lo apretó contra sí, con la fuerza del amor materno, y con voz pausada pero decidida le dijo que lo amaba, se lo dijo con una voz clara cargada de verdades pero también de pesares, eran aquellos tiempos difíciles, tiempos que requerían y exigían la templanza del acero, un temperamento fuerte para enfrentar los escollos del diario vivir, no era bueno por lo tanto echar a perder al pequeño hombre con zalamerías tan propias de las mujeres, Dios les había bendecido el hogar con un varón, para que los ayudara, para que aprendiera de su taita el trajín diario, un hombre que creciera rápido, lo mas que pueda, para servir de sustento y así paliar en algo la pobreza enorme de este hogar enclavado en las verdes montañas de la Antioquia de inicios del pasado siglo.
El hombre creció con rapidez, sin dar tiempo a los mimos ni a los juegos pueriles, no había lugar a ello, ni carritos, ni canicas de cristal, ni balones tomaron parte alguna en sus primeros años, no alcanzaban las pocas monedas, ni el tiempo, desde antes que el gallo anunciara la llegada de un nuevo día, ya el pequeño hombre había iniciado su diario trajinar, entre el ordeño de la vaca pecosa, la alimentación de los puercos, la pilada del maíz y el cuidado de los pequeños hermanos, habían forjado en aquella pequeña frente, tierna todavía las primeras preocupaciones que engendran las responsabilidades, el hombre, al que no llamaré niño, por que nunca lo fue, al menos en sus primeros años, vino al mundo empuñando un arado y una pala, nació siendo hombre y asumió su destino con la naturalidad de lo que debe ser, ¿Escuela ? A penas lo justo para aprender a contar y a restar y a garrapatear algunas letras, las necesario para llevar las cuentas de los huevos que ponían las gallinas o los bultos de café que cargarían hasta la plaza del pueblo. Acompañado de su taita, el hombre recorrió montañas y veredas, conoció pueblos y caminos, de sol a sol, durmiendo menos de lo justo, el hombre supo desde bien temprano que la vida requiere de sacrificios y a él le había correspondido uno grande, sacrificar su etapa de niño.
Cuando los otros de la camada crecieron, el hombre supo que su trabajo allí había concluido, sus hermanos ya estaban preparados para asumir sus propias responsabilidades, entonces hizo lo que tenía que hacer, y una mañana tomó sus trapos que eran pocos y salió de casa de Lola y Juvenal sin despedirse, sin lágrimas que hasta ese momento no conocía y sin ningún tipo de remordimientos, tomó camino y se dirigió a ninguna parte, a donde sus pasos lo llevaran, cualquier sitio donde encontrara trabajo sería el ideal, y vagando errante se perdió por entre los caminos serpenteantes de esta tierra montañera, trabajó como recolector de café en Andes, en trapiches de Urrao, en las minas de Amagá, se sumó a los obreros que abrían camino en la carretera a Dabeiba, allí donde el sol cubría las espaldas ennegrecidas y cuarteadas de los peones, allí estaba el hombre, haciendo lo único que sabía hacer, lo único para lo que había sido creado, estando en aquellos campamentos de hombres como él , libó por vez primera de las delicias y peligros del licor y tabaco, y de los encantos de las muchachas campesinas, encantos tan peligrosos o tal vez mas que los primeros, el hombre de cuando en cuando enviaba cartas a Lola en las que le comunicaba donde se encontraba, tan solo eso, escritos carentes de frases de emoción y afecto, acompañados cuando la ocasión se lo permitía de algunos pesos, por que la responsabilidad nunca muere y el hombre eso lo sabia muy bien, y en ese vagabundaje, de estar recorriendo comarcas, veredas y pueblos, sus pasos de trotamundo que lo llevaron a recorrer esta tierra bravía, lo empujaron hacía su destino, siendo conductor de una volqueta de trabajadores del Departamento, arribó en una tarde sabatina al parque de un pequeño corregimiento de uno de los pueblitos del suroeste, allá estaba ella, en uno de los balcones de la calle real, vestida de semiluto y con unos ojos negros como el carbón que no dejaban de mirarlo desde la altura, ojos de mirar retrechero que lo hipnotizaron y que le hicieron perder la calma cuando a su piropo de :
- Que negra mas linda es usted
Ojos negros lo encaró para decirle
- Pues mas lindo es el que lo está diciendo
Tan solo bastaron esas pocas palabras y un mes larguito para que el hombre ya estuviera de pies frente al altar de la mano de ojos negros, sin importar las súplicas, ruegos y amenazas de los padres de aquella mujer, sin atender a explicaciones de la vida de pobres y gitanos que llevarían juntos, el hombre y ojos negros sellaron ante Dios su unión eterna, en tiempos en que las palabras de los hombres pesaban mas que el acero, y como cual pirata que llegando a puerto rapta la doncella mas hermosa, partieron de aquel pueblo siendo lo que todos habían augurado , unos gitanos, dueños de costalados de sueños, de montañas de amor, con la riqueza que tienen los corazones de los que aman, con la fuerza de las manos que solo conocen del trabajo, el hombre aprendió así por vez primera de los temores y angustias, sentimientos que solo experimentan aquellos que aman, los que temen a la pérdida y a las ausencias, su peregrinaje los condujo a todos los puntos del mapa, a cada pueblo, y en cada uno de ellos un hijo, desde Concordia hasta Santa Bárbara, desde Támesis hasta Jericó, el hombre partía de cada poblado con uno mas en los brazos, su espíritu de conquistador y de poblador le hinchaban de felicidad cada vez que observaba el estomago abultado de la de ojos negros
- Los hijos son una bendición
Así fue creciendo la camada, hijos del hombre y de cada uno de los pueblos, cada hijo les contaría una historia distinta…Estella, la de Concordia y los trapiches, Gilberto el de Betulia y los trabajos en las carreteras, Benjamín el de Támesis y las jornadas de recolección de café, el hombre , después de las intensas jornadas del diario , cuando el cansancio golpeaba y el sueño invadía los sentidos, el hombre siempre con una sonrisa sentado en la silla del zaguán de la casa, arremolinaba a su alrededor a sus críos, para narrarles historias de cuentos y aparecidos, historias mil veces oídas en campamentos de peones, el hombre dueño ahora de un cariño repartía afectos entre su prole, en épocas en que mandaban a la cama a los hijos con el estomago repleto de abrazos , amoríos y cuentos.
Pero eran estas también épocas aciagas, una sombra oscura acechaba desde los montes, la muerte cayó como un manto sobre la región y las verdes montañas fueron pintadas de rojo, y los ríos bañados en sangre, el hombre entonces tomó a su mujer e hijos y se dirigió a la ciudad, no huyó, por que los hombres no huyen, pero ser hombre en su condición exigía mantener a salvo a su familia, así llegó a la capital, como únicas pertenencias una mujer y siete hijos, y una incertidumbre por su futuro, y unas manos prestas para el trabajo y como siempre, toneladas de amor, de ese que mientras mas se saca, más y más se llena el talego.
No le fue difícil hallar coloca, su experiencia como chofer le sirvieron para hallar trabajo en una fábrica cementera, con un jornal modesto, pero seguro, el hombre pudo hacerse en arriendo a una casa en la que ojos negros sembrara matas en los corredores, y se sentara a esperarlo con los siete hijos y el octavo que ya venía en camino, y así fueron pasando los años y con cada año un nuevo hijo hasta completar catorce, catorce hijos que fueron catorce razones para bendecir al altísimo, y también como después lo comprendería catorce preocupaciones y catorce motivos para no conciliar el sueño, el hombre siempre fue esclavo de las responsabilidades y con catorce bocas que alimentar estas se multiplicaron, en las noches en que llegaba a su casa, cansado del trabajo y mientras todos dormían, el hombre pasaba revista contándolos uno a uno, solo así podía entregarse al descanso, cuando comprobaba que ninguno faltaba bajo su techo, pero los cachorros también crecieron y había que asegurarles un futuro mejor, entonces el hombre redobló esfuerzos, multiplicó sus manos, aplazó sueños y cansancios y le brindó estudios a cada uno de ellos, así se formaron la abogada y el político, el periodista y el maestro, el matemático, la administradora, el contador y el médico.
La casa se pobló de diplomas y también de ausencias, con la rapidez que terminaban los estudios los hijos partían de la casa en busca de su destino, lo hacían sin mirar atrás, dejando al hombre cada vez mas viejo con iguales responsabilidades ante los mas pequeños, pero el hombre nunca se amilanó y dio a cada uno de ellos lo que sus manos podía ofrecer.
Entonces el hombre conoció la tristeza, esa que dan las ausencias, de los ecos de la casa grande tan solo llena de recuerdos, el hombre buscó refugio en ojos negros, la de las talegadas de amor, la de mirar retrechero, la que en una tarde de un sábado se le enfrentó y le dijo “Lo lindo que le parecía el forastero” y encontró en esos ojos negros la serenidad y la calma para soportar los vacíos de los que partían, pero hay unas ausencias que duelen mas que otras, las de aquellos que se van para siempre y sin despedirse, una mañana, Gilberto, el de Betulia, partió con dirección hacia el cielo, y el hombre, que vio derrumbarse a ojos negros tuvo que poner cara de hombre y hacerse el fuerte para darnos el coraje necesario, y luego a hurtadillas cuando nadie lo estaba viendo, se quebró en millones de pedazos y sumiendo su rostro en llanto, lloró como un hombre su dolor paterno.
Cuando los hijos tuvieron los propios , se despertó en ellos la conciencia del valor de el hombre, y regresaron al hogar , la casa grande recobro la vida y el agite de los anteriores años, al hombre ya viejo, los hijos lo sentaron en un cómodo sillón para colmarlo de atenciones, de regalos y besos, “basta ya de trabajos y preocupaciones, ahora nosotros te atenderemos”, y el hombre que se vio de pronto sentado en una silla sin nada que hacer, mirando sus manos callosas quietas e inmóviles por vez primera en muchísimo tiempo, supo entonces otra verdad , que le había llegado la etapa de ser un viejo, nunca más la casa volvió a estar sola, los hijos, los nietos, la de los ojos negros, todos arropando al hombre viejo.
Y en una tarde, sintiendo tal vez algo parecido a lo que sintió Lola, hace más de ochenta años en sus entrañas, el hombre supo de certezas que le hablaron de que ya había llegado el momento, se vistió con sus mejores galas, y poniéndose el mejor de los sombreros, sorprendió a la vieja que en ese momento arreglaba el jardín y le dijo tal y como le dijo en la plaza del pueblo
- Que negra mas linda es usted
La abrazó y le dio las gracias por haber sido su gitana, su compañera de viajes, la incondicional, la que nunca protestó, la de las talegadas de amor y le selló la boca con un beso, uno fuerte e intenso, como el único que le dio Lola, acostada en su lecho, un beso de madre lo recibió a la vida y un beso lo despidió de ojos negros.
El hombre se sentó en su sillón y cerrando los ojos se durmió para siempre, tranquilo, sereno, y así lo hallamos todos, la abogada, el político, el matemático, el médico, sentados alrededor del hombre, igual cuando nos narraba cuentos, los cachorros de la camada lloramos en silencio, y le pedimos al de allá arriba que lo acompañara, que no lo dejara solo, que lo cuidara y lo mimara que él era un hombre bueno.


- ¿Es cierto eso pa?
Las palabras de Felipe me arrebataron de mis pensamientos, aturdido dije
- ¿Qué? ¿que hijo?
- Que si es verdad que en las montañas viven los espíritus de hombres muy valientes y sabios que murieron hace muchos años.
- Si hijo, así es
- Si ve Pipe, se lo dije -dijo Luis Carlos, con voz de triunfo
- Entonces ha habido muchos hombres buenos, mira todas esas montañas
- Si hijo, han existido muchos -le respondí con la voz quebrada por la emoción
- Pa, ¿quien vivirá en esa montaña? - me dijo Felipe señalando la mas imponente de todas
- Allá amor, allá vive el abuelo
Luis Carlos y Felipe se miraron asombrados, volvieron su rostro a la montaña y en sus caritas se dibujó el orgullo
- La montaña de mi abuelo – dijeron
Luis Carlos volvió a extender sus alas y reinició su juego de águila, no tardó Felipe en unirse a su aventura, y yo me quedé allí, solo, parado en lo alto de esa loma mirando aquella montaña.
Una lágrima rodaba por mi cara de hombre

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 134 visitantes. (0 votos)


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