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El escritorio tenía un aspecto caótico, montones de hojas manuscritas y fotografías se entremezclaban sobre la tapa de cuero que cubría la superficie de la mesa de caoba. Ovidio, acomodado en una silla giratoria, observaba con detenimiento unas fotografías de Paseo de Gracia que él mismo había tomado unos días atrás a diferentes horas del día. Sus pequeños e incisivos ojos escrutaban a través de los cristales de sus gafas sin montura las imágenes del popular paseo y con su pluma anotaba una precisa y detallada descripción de lo que veía en ellas. Después de tomar notas durante más de una hora, se puso en pie y se quedó mirando en silencio y largamente una hoja de grandes dimensiones que tenía colgada en el corcho de la pared del despacho en la que se mostraba un esquema de los diferentes personajes que participaban en la nueva novela que estaba escribiendo.
–Ovidio, es tarde y tienes que ir a la librería ¿Te acuerdas? –preguntó Clara, su esposa, abriendo la puerta del despacho y fijando su mirada terca y brillante sobre el escritor.
El marido apartó la vista del esquema y se aproximó a la mujer tomándola de la cintura besando sus cálidos labios.
–Ovidio… vas a llegar tarde y tienes que irte ya, no te comportes como un chiquillo –añadió pausadamente Clara, mirando fijamente los menudos ojos del marido.
–¿Me estás diciendo que beso como un chiquillo? –preguntó el marido con pícara sonrisa.
Clara tomó la mano de Ovidio en silencio, salieron del despacho y entraron en la habitación de matrimonio.
–Esto me gusta más –dijo el escritor al comprobar que Clara le desabrochaba los pantalones.
–No digas nada y déjate hacer –apuntó la mujer, empujándolo y haciéndolo caer sobre la cama–, no te muevas.
Clara empezó a desnudarlo pacientemente, besándole los labios por cada prenda que le iba quitando. Ovidio a duras penas podía contener la tentación de lanzarse sobre la mujer, pero resistía estoicamente.
–Ahora tómate una ducha fría y vete a la librería –sugerió la mujer sonriendo burlonamente–, llegarás tarde si no te espabilas.
Clara salió rápidamente de la habitación dejando a Ovidio completamente desnudo y sofocado en la cama.
Un par de horas después, el escritor estaba en una céntrica librería de Barcelona firmando dedicatorias a sus lectores. El ritmo era frenético, de dos a tres firmas por minuto. Ovidio apenas tenía tiempo para departir con sus lectores, que pacientemente esperaban su turno para conseguir la preciada dedicatoria. Algunos admiradores obsequiaban al escritor con regalos de todo tipo: puntos de libro, fotografías de los lugares descritos por sus novelas, plumas estilográficas… e incluso una película amateur basada en una novela suya.
El escritor miró sorprendido, de hito en hito, a una joven que ahora, frente a él, le entregaba el libro en el que tenía que escribir su enésima dedicatoria. Boquiabierto, Ovidio escrutaba con asombro a aquella chica enjuta, de pelo lacio y tez enfermiza que le observaba inquisitivamente con unos enormes ojos verdes que parecían dos misteriosos túneles del tiempo en los que uno podía perderse sin remedio. No le resultaba desconocida la joven al escritor, le era extrañamente familiar, insólitamente próxima; tenía ante él la representación en carne y hueso del personaje principal de la novela que estaba escribiendo. Hacía sólo unos días que había descrito con detalle a la chica que, ahora para su sorpresa, le solicitaba una dedicatoria en aquella librería repleta de admiradores suyos.
–Soy una fiel lectora de sus obras Sr. Ovidio, me fascina –dijo la chica con un hilo de voz prácticamente inaudible.
–Eres muy amable ¿cómo te llamas? –el escritor tomó el libro que traía la joven para firmar la dedicatoria, aquel parecido tan extraordinario entre la muchacha y su personaje le tenía perplejo.
–Ágata –respondió la joven, reflejándose en sus verdes ojos una profusa luz de color blanco proveniente de los infinitos y profundos túneles del tiempo.
–No es posible… –balbuceó Ovidio sin dejar de escribir la dedicatoria.
–¿Cómo dice? ¿Se encuentra bien? –preguntó la chica flemáticamente.
–Er…Si te lo contara, no te lo creerías, a veces el azar es extraordinariamente caprichoso –respondió el escritor con la cara lívida–, aquí tienes el libro y mi dedicatoria.
–Gracias Sr. Ovidio, esto es para usted –la chica le entregó un paquete envuelto en papel de regalo.
–Eres muy amable, muchas gracias –respondió el escritor, observando los anillos verdes dibujados en el papel rojo que envolvía el paquete.
Ovidio dejó de contemplar aquéllos anillos alzando la vista, esperando ver de nuevo el rostro de Ágata, pero la chica ya no estaba allí, ahora un anciano de pelo blanco y de gafas oscuras le saludaba, entregándole otro libro. El escritor dejó el paquete de la misteriosa Ágata con los demás regalos y continuó con la tarea de complacer a sus lectores y admiradores durante toda la tarde sin dejar de pensar en aquella chica tan sorprendentemente parecida a la que describía en su nueva novela.
Llegó a su casa al filo de las dos de la madrugada. Había sido una jornada muy larga para él, después de complacer a sus lectores, asistió a una cena promovida por la editorial que había publicado sus últimos trabajos. El escritor había dejado todos los regalos en la librería excepto uno, el que le había entregado Ágata. En su fuero interno estaba convencido de que no volvería a verla, en realidad dudaba de haberla visto alguna vez.
Entró en silencio, sin encender la luz de la habitación, y se sentó en el borde de la cama donde yacía Clara bajo las sabanas: «ya estoy aquí, voy a trabajar un rato cariño», susurró a su mujer, acariciando el pelo rizado de ésta. «…No estés mucho rato Ovidio, es muy tarde…», respondió Clara con voz irregular, acariciando sin abrir los ojos, en la penumbra, el rostro del escritor.
Entró en el despacho y dejó sobre la mesa, bajo el cono de luz de la lámpara del escritorio, el regalo de Ágata. Sentado en la silla giratoria, Ovidio observó largamente, inmóvil, el paquete cuya imagen se reflejaba en los cristales de sus gafas. Tras unos minutos de contemplación y de meditación, lo abrió con sumo cuidado, sin romper el papel que envolvía el regalo. Un libro sin título apareció bajo el envoltorio. El escritor acarició sus tapas con delicadeza. Sólo con leer las primeras líneas cayó en la cuenta de que el libro continuaba en el mismo punto en el que él lo había dejado el día anterior. Presa de una gran excitación, leyó sin cesar toda la noche las hojas de aquel libro que contenía la historia que él mismo había esquematizado hacía unos meses pero en el que se cambiaba el destino del personaje principal, el de Ágata.
Eran ya las ocho de la mañana cuando cerró el libro. Estaba fascinado, la historia que acababa de leer era su novela pero con una Ágata totalmente diferente. Ovidio reflexionaba sobre el nuevo rumbo que tomaba el personaje, y le gustaba: era a su entender mucho mejor que lo que él había pensado para su novela. Observó el libro y lo volvió a abrir. Sorprendido y atónito, descubrió que las hojas estaban en blanco, el texto que acababa de leer había desaparecido. En aquel preciso momento decidió dar un nuevo rumbo a su novela, iba a cambiar el destino de Ágata.

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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