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Inicio / Cuenteros Locales / adngonzalez2 / LAS PUERTAS DEL CIELO

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Llegó al cielo después de una dura agonía en la tierra. Él, junto con varias personas más, esperaba para ingresar al cielo. San Pedro, que veía con agilidad las listas que tenía al lado suyo, hacía pasar al recinto celestial grupos de más o menos cien personas. Samuel fue el último del quinto grupo de aquella jornada.

Todo ese grupo, conformado por cien personas, ingresaron con gran alegría, no sabían lo que les esperaba en ese lugar, sólo tenían vagas ideas, era hora de dejar de soñar sobre el cielo, estaban ahí. Mientras los días pasaban en el cielo, por que ahí también existen los días, sólo que no como en la tierra, encontraban algo nuevo que hacer, algo nuevo que conocer en el inmenso mundo al que acababan de ingresar: el cielo.

Samuel era uno de los más alegres del quinto grupo de aquella jornada y por eso, por su alegría, buscaba contentar a todos y no sólo a los de su grupo, sino a lo demás grupos también. Pero la alegría no era para siempre, aún en el cielo. Cada día había gente a la cual hacer reír, en especial a los de las primeras promociones.

Pero llegó un día diferente, algo extraño a decir verdad. Samuel andaba caminando muy temprano hasta que vio a un amigo, el número cien del cuarto grupo de aquella jornada, lo vio triste, como cansado. Vio que enfrente de él, de su amigo, se formaba una espesa capa de humo, algo parecido a una gran nube que terminó siendo una puerta. Cuando su amigo la abrió, una luz potente iluminó su rostro y lo contentó. Ante aquella alegría, el amigo de Samuel se adentró por la puerta, la cerró y la puerta se volvió una espesa nube, como al principio, y se esfumó. Samuel no entendió lo que vio, le preguntaría a su amigo cuando lo viera y siguió su camino.

Lo sucedido con su amigo empezó a suceder a los de su grupo, vio diariamente que a cerca de diez personas les pasaba lo mismo: que una nube formaba una puerta, al abrirla una luz salía y luego la pasaba, la cerraba y desaparecía. A esto se juntó con la tristeza, que comenzó a difundirse por sus amigos del quinto grupo, mientras que los nuevos residentes del cielo llegaban con gran alegría.

Samuel siguió llenando de alegría a los demás, al principio era más fácil pues la gente terminaba contagiada, ahora no. Samuel no pudo contagiar alegría pero si fue contagiado por aquella tristeza que no podía borrar en los demás. Se sentía incómodo pero no podía hacer mucho, no encontrar nada para reírse o alegrarse. Se sentía cansado de estar ahí buscando sólo la alegría de los demás, en el cielo no hacía nada: no dormía, no comía, no tenía que bañarse, no tenía ninguna playa, no tenía que estudiar y muchas cosas más.

Llegó el día. Estaba sentado, poco usual en él, aburrido y cansado pensaba qué es lo que pasaba con él y al no encontrar una respuesta y sin nadie que le ayude, pues todos sus amigos habían pasado, como aquel amigo, por una puerta, sólo le faltaba saber el misterio que encerraba.

No pasó mucho tiempo. Cuando terminó de pensar en esa puerta, apareció, como la primera vez que la vio, una espesa nube. Una vez que vio la puerta, y de calmarse por la sorpresa, decidió abrirla sabiendo que no podía perder nada. Cuando lo hizo, vio una luz de lo más brillante y cegadora. Poniendo una mano delante de sus ojos para ver el marco, decidió pasar lentamente.

Se sintió, de un momento a otro, incómodo; no comprendía pues el marco de la puerta era mucho más angosto que él. Sintió frío y también desnudo. Decidió pedir ayuda y gritó con tal desespero que una voz vino a su auxilio, mientras lo abrazaba con una ternura maternal: “Hola hijo, bienvenido a este mundo”. Nació otro ser en la tierra, que para venir, pasó las puertas del cielo.

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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