Era veneno. Ahora estaba seguro, después de haber tomado con su ex-esposa se había sentido indispuesto, luego asustado y ahora por fin estaba aterrorizado. No podía respirar, sentía que su garganta estaba cargada con grava, jadeaba y pedía auxilio, muriendo en el baño. Su ex-esposa llamaba a los bomberos en ese momento. Ambos vivían en la zona 11; cerca de las maquilas. Estaba arrodillado en acto de atrición. Había sido feligrés cuando tenía entre 8 y 14 años, incluso cuando su mente conectó los puntos de que esta vida era aleatoria e insuficiente siguió asistiendo a la iglesia, todos los domingos, con su familia. Todos atraviados con sus mejores atuendos, caminaban las dos o tres cuadras y se sentaban, paraban, sentaban, oían, repetían, miraban y luego se iban; siete años después su mamá había optado por decidir que tener ataques epilepticos, llorar, patalear, babear e incluso orinarse era mucho mejor. Así todos los domingos. Ahora que sentía el suelo del baño frío bajo las rodillas, recordó como sus padres acribillaban a los conocidos en el camino de regreso a su casa. Pasando por los almendros que perdían sus hojas o las renovaban o las perdían de nuevo, papá y mamá sacaban a relucir sus más amargos sufrimientos sociales, cargados de recuerdos lacerantes de abuelos que si no muertos, asesinados lentamente por sus hijos inocentes, egoistas y malagradecidos. Formados por recortes de recortes de recortes de maltratos y gritos. Formados por fríos reconocimientos de defectos que repetían día a día porque así era todo. Porque así seguíamos siendo. El aire del baño parecía ser de plomo y algodón, se le pegaba a la garganta como humo. Arrodillado apoyó las manos en el suelo, tratándo al menos de vomitar. Cualquier cosa que hubiera pasado por la garganta, cualquier cosa. El baño cambió de colores en sus pupilas sin oxígeno, blanco, rojo, rosado, naranja, amarillo... de vuelta... blanco... rojo.... rojo... obscuro... Se trató de levantar. Cayó. Trató de nuevo. Cayó de espaldas. La cortina danzaba por el aire de afuera. Frío hoy. Calor en la tarde. La luz amarillenta se colaba por la ventana del baño. Su esposa practica lágrimas hipócritas en el espejo de la mesita de noche. ¿Lágrimas histéricas? ¿Lágmias incrédulas? ¿de rabia?. Su pecho se trababa como un engranaje oxidado. En todo el baño rebotaba el sonido de sus jadeos. Como el aire entrando en las ventanas, lloviendo lloviendo FUERTE FUERTE FUERTE FUERTE. Martillazos en las sienes, martillazos... ¡Dios!. La mujer borrosa y difusa entró al baño, dió una sancada para pasar sobre la cosa que se retorcía en el suelo y se miró al espejo con expresión crítica.

- ¡Párese recta! - gritó al reflejo - ¡No sea idiota, las mujeres no pueden trabajar! ¡Las mujercitas como usté se ocupan de la casa y de los patojos! - tenía la cara roja y el espejo lleno de saliva - ¡Vístase bien! ¡Arréglese!

La cosa trata de hablar. Con los ojos desorbitados, dando vueltas en las cuencas como un maníatico. La mujer borrosa y difusa se puso de cunclillas.

- ¿si, papi? -
- iiii.... jaa..... p....ta... -

Le dió un revés en la cara. Uno de los paramédicos asumió que había caido de cara.

- No diga malas palabras - dijo y salió del baño.