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Aunque el calor era sofocante, Diana no lo sentía debajo de su sombrero negro comprado recién la noche anterior en la feria del pueblo. Ahora se dirigía de nuevo allá. Los amigos se regresaron a la ciudad, dejándola ahí continuar la parranda sola. No se esforzó mucho en crear un pretexto para quedarse. Solo lo hizo. Caminó mucho para llegar al bar. Le pareció mucho más de lo que había caminado la noche anterior, cerveza mediante. Valió la pena. Ahora esta era su recompensa: un litro de cerveza helada. El primer trago le supo como a gloria. Luego el segundo. El tercero. Y empezó de nuevo: la soledad que le embargaba y entristecía. Recordó a Miguel: “tu poder radica en rechazar, tienes el poder de destrozar los ánimos de los que se acercan con sus pendejas aproximaciones, con sus insinuaciones lerdas”. Tal vez tenía razón. Aún así odiaba que fuera así. Ser bonita la rodeaba de pendejos, nadie con quien platicar a gusto, nadie que le refutara sus argumentos. Nadie con quien comentar una película, un libro, la privatización del petróleo… Todos galanteándola con piropos baratos, pretensiones de galán de telenovela o actitudes de macho cabrío. Claro, estaba Miguel pero ni modo de coger con Miguel. Era casi incestuosa la idea. Además de repente joteaba un poco. ¿Sería puto?

“Qué ojos hermosos de esa chica” pensó. Tres chicas frente a ella platicaban animosamente. Los grandes ojos de la chica de la blusa azul sonreían sin reparos. Ojos provincianos, de fácil asombro. Por su escote se asomaban insinuantes sus pechos. Un busto discreto, pequeño, delicado. Al mismo tiempo sugerente, inquietante. Un par de tetas de adolescente, llamando al deseo de manera algo hipócrita. Una especie de invitación al pecado que en realidad conduciría a la humillación. El escote, coqueto, decía disimuladamente: ven por mí. Los ojos negros brillaban completando el cuadro. Y al final, lo sabes, está el rechazo.

“El rechazo, otra vez” pensó y sonrió. El tipo en la mesa frente a ella sonrió a su vez. Inocentemente, se emocionó al ver a la princesa Diana sonriéndole. Se acerca tan gallardo como puede después de unos litros de cerveza. Diana no lo nota hasta que está frente a ella, su mirada extraviada en los ojos de la bella villana. El sujeto dice algo, no importa qué; de todos modos ella no lo escucha. Ni le importa. Acobardado y confundido pasa un par de minutos antes de volver discretamente a su mesa a soportar la lluvia de burlas de la muchachada con la que, como cada sábado se emborrachaba. Diana se empapa de los ojos de la chica del pueblo, ahora un tanto extraviados a consecuencia de la malta.

Quiere sexo esta noche. Sin mayor dificultad se habría largado con el primero que tuviera enfrente. En realidad no era muy exigente, pero pedía, eso sí, que se la cogieran con pasión. El amor y el sexo nunca estuvieron vinculados para ella, pero por lo menos algo de euforia ¡emoción carajo! Se cansó de los inútiles galancitos de cantina que se la tiraban con la procacidad de un colegial. Se canso de follar por follar.

La ninfa de blusa azul bebió un largo trago de su tarro de a litro. Pasó un dedo por sus labios para secar la espuma que le quedó en la boca. Fue un movimiento suave, delicado, erótico. Natural como lo fue, no imaginó lo que provocó en esa chica que bebía sola en la mesa contigua. ¿Estás caliente pinche Diana? La idea la sobresaltó. Por alguna razón no podía dejar de ver esos senos tiernos, suaves. Sus miradas al fin se encontraron pero no hubo ni un asomo de simpatía, de complicidad. A la izquierda una abuelita, bebiendo un curado de guayaba, jugueteaba cariñosamente con su nieto. Un bebé muy bonito a decir verdad. Diana fue al baño. Desearía haber sido hombre para hacerse una paja en el bidé y aliviar su dolor. La verdad es que como mujer masturbarse era un poco más complicado que eso. “Qué ojos hermosos de esa chica” pensó de nuevo.

El playboy frustrado, claramente citadino, platicaba con el cantinero en la barra sin que este le prestara demasiada atención. En la misma situación que Diana, había puesto sus ojos en los pechos bajo la blusa azul, que tanto los inquietaban. La pobre portadora de esas deliciosas cumbres ni se había percatado de dos pares de ojos encima de ella. Christian, que así llamaremos al fracasado Don Juan, se había quedado sólo cuando los amigos se precipitaron a las calles. Estaban a punto de soltar a los toros. Buena oportunidad para que mirara la venganza de los toros. La tauromaquia no le era nada agradable, así que sería divertido mirar como corrían todos atemorizados al soltar a los cornudos. Los muchachos lo llamaron con una señal que ignoró por completo. “Qué bonita mujer”, pensó, y por ella Christian se quedó.

Es curioso cómo todos se sienten vaqueros después de un par de días en el pueblo. Christian Álvarez es chileno y nada sabe de ranchos y vacas y toros. Aún así, en su actitud cosmopolita le molestaba sentirse extranjero así que se atavió con las vestimentas del lugar: pantalones vaqueros, camisa a cuadros y sombrero. Aún así a leguas se le notaba un aire extraño. Los bosques australes no lo prepararon para este clima árido del pueblo. Así que sudaba copiosamente y miraba con demasiada curiosidad todo lo que se le ponía enfrente. Aunque su hablar era distinto jamás llamó la atención de ninguna de las lindas pueblerinas que miró en la feria. Al recordar la feria pensó que era raro estar enamorado de México. Quizá se debía a lo que Neruda escribió sobre este país y su relato sobre los años que pasó acá. Quizá debido a su cuñado, mexicano y elocuente narrador de fantásticas leyendas de su tierra: Jalisco. Quizá por la televisión y la radio inundada de programas y música mexicanos.

Diana salió del baño y pidió más cerveza. El tarro en la mano y Esteban en su cabeza. ¡Otra vez ese cabrón! Si no fuera tan ingenuo… Esteban, el idealista que la amaba con todas sus fuerzas. Estaban la endiosaba, la penetraba con tal ahínco que parecía estar ante la única mujer viva y deseoso de preservar la especie. Esteban el lacónico, ¿por qué eres tan puta muerte? Esteban que la definía como mujer. Esteban que la hacía su puta cada noche. Esteban el soñador. Esteban fuera de sí. ¡A la mierda con ese pendejo! Esteban que me ama, me destruye. A Esteban, a quien amo, pulverizo. Nadie hace tanto daño como quien uno ama más. Putas ganas de coger, Diana. Putas ganas de él. Putas ganas de ella. Y ese pendejo chileno - ¿creyó que no le reconocí el acento?- dispuesto a devorarme. Pero no es Esteban. Ni es la chica del blusón azul. Diana pasea su mirar por el bar y no la ve. Se ha marchado… a la chingada sus fantasías lésbicas.

Texto agregado el 19-09-2008, y leído por 135 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-01-2009 La combinación de palabras y sentimientos es fabulosa!! Nunca dejes de escribir! suggy
19-09-2008 fantasías lésbicas...muy bueno benevolas
 
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