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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clínicos de la vampira: Gratitud

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Lina se había asombrado al escuchar de labios de Teresa, si le molestaría visitar a uno de los enfermos que había pedido verla. Sin embargo, asintió levemente y la siguió.
Ulises estaba sentado con las piernas cruzadas, recostado contra los almohadones de su cama, escuchando música con auriculares. Alzó la cabeza y le sonrió al verla entrar. Teresa se quedó en la puerta y aunque el joven le hizo una seña con la mano, invitándola a sentarse, Lina permaneció de pie, seria y callada.
–Hola... –Ulises sonrió, lucía más joven, sus ojos reflejaban su claridad mental–. Quería darte las gracias –le habían dicho una vez suspendida la medicación que le provocaba sus pesadillas, que si se mantenía estable, podría volver con su familia muy pronto–. Me siento mejor que nunca en... Creo que en toda mi vida.
–¿Por qué me das las gracias a mí? –replicó Lina, encogiéndose de hombros.
–Fuiste tú la que me ayudó a superar ese sueño, la que derrotó a ese ser maligno que me perseguía.
–Mmm... si quieres salir, no deberías decir eso –se burló la mujer, y le quitó toda importancia a lo que él creyera que había hecho por ayudarlo–. En realidad, no sé de que hablas.
Ulises no se desalentó por su indiferencia, y le prometió que contara con él.
–Parece otra persona –comentó Teresa cuando volvían a su sector, admirada de su buen humor y aspecto saludable.
Eduardo y los demás no se habían recuperado todavía de la mala noche, y el pobre de Juan seguía en un sueño pesado por la cantidad de drogas que Avakian le había administrado.
Esto fue en la tarde, y en la mesa de la cena ya se corría el rumor de que algo le había sucedido al doctor Massei. Fernando Tasse lo había encontrado derrumbado sobre su escritorio y dos enfermeros lo tuvieron que cargar a una camilla. Avakian hizo rodar entre sus manos la sospechosa taza que encontró en el despacho de su joven amigo, y preso de la rabia no dudó en levantar el teléfono. Julia escuchó por cinco minutos una cadena de insultos y acusaciones que le cortaron el aliento, mientras iba cambiando de color alternativamente, tanto que su madre estuvo a punto de sacarle el tubo de sus temblorosas manos y ponerse a defenderla ella misma.
–N... no puede ser –logró musitar al final, y Aníbal se calmó o se compadeció de su pena.
Sollozando como para ahogarse, Julia pudo encontrar su bolso y salir corriendo para la clínica. A la vez, Lucas estaba recuperando la conciencia, con un leve dolor de cabeza y preguntándose por qué Teresa, la Dra. Silvia, Fernando y el doctor lo estaban observando con tanta intensidad. Recordó lo que había abajo y por un instante temió que lo hubieran encontrado y que la noticia saliera en todos lados.
–Estoy bien –dijo–. Mañana mismo me haré todos los análisis que quieran.
–Todos los días algo nuevo –refunfuñó Aníbal–. No ganamos para preocupación...
–Es que el jueves es el solsticio –intervino Spitta, que recién llegaba junto con Julia.
Silvia, que le estaba revisando la vía que ella misma había colocado en su brazo, respingó y Lucas también se volvió sobresaltado. La nutricionista tenía una expresión espantada que se alivió al segundo de verlo conversando. Estuvo a punto de tirarse sobre él y abrazarlo, de no ser por el doctor Avakian que la intimidó de nuevo:
–¡Y acá llegó la niña que trató de envenenarte! –exclamó con un tono de reproche indignado que hizo vaciar la habitación como por arte de magia.
Julia miró alrededor con ojos de venado atrapado y notó que todos habían desaparecido. Lucas sonrió y le dio ánimos, interponiéndose entre ella y la terrible presencia de Avakian. Entre tanto, ella estaba examinando la taza con el ceño fruncido y terminó lanzando un gemido de sorpresa: –¡Qué! ¡Esto no es el té que yo te di!
En seguida había sacado la caja de la hierba que había recordado traer, en caso de que fuera una intoxicación, y los tres la estaban oliendo.
–Es verdad, pero... –Lucas observó las hojas secas en su mano. Se parecían, pero las flores no eran las mismas con las que preparó la infusión.
Una terrible duda comenzó a anidar en su cerebro. Los otros podían creer que había sido un error, una confusión, porque no sabían que algún enemigo rondaba entre ellos.
–No comenten esto con nadie –no debía alertar a quien intentara hacerle daño que estaba sobre aviso.
También se aseguró de que nadie se había acercado al sótano, revisó cada entrada y reja de seguridad. Ella no podía ser, sin empezar a creer en su habilidad de vaporizarse entre los muros o entrar aleteando por la ventana, pero se mantuvo alejado en los próximos días.
A pesar de toda su precaución, Lucas no percibía un par de ojos que lo tenían bajo tenaz vigilancia cada minuto, en su consultorio y en su apartamento, en la casa de sus tías y hasta en sueños. Un obstinado dolor de cabeza le había enloquecido la noche del miércoles, se despertó confuso y siguió de mal humor todo el día. Fue a la oficina de su primo y pasó por el banco a retirar un dinero. Luego debía hacer unos trámites y volver a Santa Rita. Deirdre lo vio pasar con el alma en vilo; siempre esperando que llegara el momento elegido por Vignac.
Lina iba hacia su cuarto cuando escuchó la voz de su psiquiatra, y se volvió a esperarla. La doctora Silvia Llorente se le acercó como si nada; de pronto sacó una jeringa del bolsillo y se la clavó en el hombro. Estupefacta, Lina intentó escabullirse, pero las luces se le apagaron al tiempo que el doctor Massei la tomaba en brazos antes de que cayera al suelo.
–¿Qué le pasó? –exclamó, sin emoción.
Silvia sacudió la cabeza sin decir palabra. Lucas se apresuró a meterla en el consultorio que le señaló su colega. Otra persona había visto el trámite: Ana, quien también estaba por subir la escalera a su cuarto cuando vio el rápido pinchazo y se ocultó tras una planta para escuchar. No sabía qué pensar. Al fin, se decidió a contarle lo ocurrido a la enfermera de la noche, que era tan complaciente.
Débora no creyó la mitad de la historia, pero como Lina no estaba en su cama quiso preguntarle a la doctora. Entró en el consultorio que Ana había mencionado. No había nadie. Probó en todos: Massei y Llorente no estaban por ningún lado.

De golpe abrió los ojos en un lugar desconocido. Lo sabía antes de ver, por el tufo penetrante de la sangre seca y distintos químicos, y el ronquido intermitente de un motor. Le habían quitado su ropa y sólo tenía puesta una camisola ligera de algodón blanco, que le llegaba apenas a los muslos. Atónita, descubrió que tenía las muñecas y tobillos sujetados por correas de grueso cuero a una camilla inclinada sobre la pared.
–¿Te gusta? La encontré abandonada en un depósito –la mujer estaba sobre un cuerpo extendido a lo largo de una mesada de cerámica, y apenas se volteó un segundo para darle una ojeada a sus ataduras.
Era tan extraña a su expresión habitual que tardó en reconocerla:
–Doctora... ¿qué hace? –Lina fijó la vista en el cuerpo, respiraba–. ¿Massei?
Seguramente estaba drogado, o no hubiera estado tan tranquilo desnudo en medio de ese mar de cirios y hierbas olorosas. La luz titilante de las velas iluminaban lo suficiente para distinguir los símbolos que le daban un aspecto tétrico a la habitación.
–¿Qué ritual es este? –preguntó Lina con cierta repulsión en la voz que exasperó a Silvia.
La doctora comenzó por sacarse la bata y la dejó en el suelo. Se descalzó y se sacó las medias por debajo de la pollera. De encima de la mesada tomó una redoma.
–Agua destilada –explicó, llenando una palangana.
Mojó en el cuenco una esponja vegetal, se lavó el rostro, y luego se dedicó a limpiar con parsimonia el cuerpo del doctor, del pecho hasta la punta de sus miembros. Lucas se estremeció al contacto del agua fría con su piel afiebrada y sacudió varias veces la cabeza, de forma que Lina pudo ver sus ojos extraviados. Silvia terminó con la purificación golpeando unas ramas de sauce a su alrededor e invocando a los puntos cardinales. Hasta allí llegaba su conocimiento de lenguas antiguas, pero la joven supuso que su letanía era un tipo de rezo para entrar en trance y obnubilar a la víctima. Sin dejar de canturrear, la psiquiatra extrajo un afilado puñal en forma de cruz y lo pasó por la llama de una vela.
El perfume dulzón del incienso le transmitía una sensación pesada y sensual. Bajo efectos de la droga sus sentidos se confundían y había perdido toda voluntad para moverse, pero sintió el cosquilleo en su piel, el aroma femenino y el peso de la mujer subida a horcajadas sobre sus piernas. Unos dedos acariciaron círculos sobre su pecho y su cuerpo respondió al movimiento rítmico dictado por aquellas manos suaves, tibias, deslizándose con el aceite que derramaba en su estómago. Trató de fijar la vista en ella. La doctora arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás, elevando su cántico en una oleada de placer místico. Elevó sus brazos al techo oscuro, las sombras bailotearon en los ojos de Lucas, y admirado buscó su rostro; la mujer se abrió la blusa de un tirón, meciéndose en un baile extático, él contempló sus senos puntiagudos casi tocando su estómago cuando se inclinó sobre él para frotar su piel con un aceite pestilente y oscuro. Tuvo una fugaz visión de su cara, borrosa, le pareció Julia. Sintió un murmullo entre sueños.
–No me quejo del show –comentó Lina, sin dejar traslucir su asombro al notar los signos azulados que aparecían en el pecho de Lucas al calor de la fricción con el líquido marrón–, ¿pero tengo que verte disfrutarlo?
Silvia la ignoró, mientras se metía en la boca el pene grueso de su víctima y Lina se calló, sin poder quitarle la vista de encima. El cuerpo masculino se tensó y tembló de placer, un hilo de saliva escapó de la boca de Silvia cuando se incorporó de golpe para seguir con su oración, sosteniendo con reverencia el órgano entre sus manos. El rostro de Julia se había diluido en el de otra mujer, pálida, de ojos fríos y cruda belleza, y el doctor no pudo evitar un escalofrío a pesar del calor voluptuoso que descendía hasta su pelvis, porque el cabello oscuro de Lina cambiaba de color. ¿Quién era esa rubia que le estaba hablando en una lengua exótica? Pero no podía luchar ni pensar ni resistirse, apretó los ojos y creyó contemplarse desde arriba. Su cuerpo era como una vasija sin alma y respondía sólo a las caricias húmedas de la carne femenina, que como una serpiente lo estaba enroscando en las tinieblas rojas del goce sensual.
Lina apretó los puños y tiró de las correas duras que le estaban escociendo la piel. Alzó la vista al sentir una sombra que caía sobre ella: la mujer se había parado con una expresión triunfal sobre el cuerpo agotado de Lucas, que había caído de nuevo en un estado semiconciente, y en sus manos sostenía un tazón. Lo acercó a su rostro con gran concentración, y entreabrió sus labios, dejando escapar el semen como un esputo sobre el agua oleaginosa. Massei la estaba mirando a través de sus pestañas con una calma fantástica; la reconoció, y aun más confundido, se preguntó qué pretendía. No podía moverse pero se encogió con el resplandor del cuchillo. Por primera vez se dio cuenta de la presencia de la otra mujer, intentó hablar, comenzaba a sentir un poco de vergüenza, pudo mover los dedos. El efecto de la droga estaba pasando.
Lina gritó con fuerza, tratando de que la escucharan del piso de arriba. Pero la doctora no pensaba cortarlo a él, mientras tuviera las marcas en su cuerpo seguiría siendo su marioneta privada. Se acercó con deliberación a la joven y le hizo una señal de silencio.
–Mi sacrificio, no debes hablar –y señalando las paredes, agregó–. Además, estamos en un lugar a prueba de ruidos, por eso lo elegí. Y porque estamos en el corazón de la tierra –Lina arqueó las cejas y esperó su próximo paso sin temblar, aunque en una mano sostenía el cuenco y en la otra el puñal listo. Silvia murmuró–. El fuego primordial, la madre tierra, el espíritu creador y el fluido vital, agua, semen, sangre, fuego y materia.
Lucas había estirado el cuello para observar lo que hacía y estaba luchando por moverse, pero apenas logró voltearse, resbaló al suelo. Llorente alzó el puñal y efectuó varios cortes rápidos sobre el cuerpo de Lina, quien no pestañeó y apretó los dientes para no emitir un quejido, mientras la loca le diseñaba a cuchillazos un símbolo en el vientre.
–Eh... ¿por qué me elegiste a mí? –preguntó entre dientes, a lo que Silvia respondió con una carcajada, al tiempo que el pentáculo de sangre empapaba la fina tela blanca rasgada.
–Porque eres una mujer fuerte y necesitaba a alguien que no haya tenido contacto con hombres en los últimos cinco días. ¿Qué mejor que una paciente retraída de una clínica psiquiátrica?
–Ah, era sólo por eso –replicó Lina. Comprobando que no se trataba de un seguidor de Vignac, ya no le interesaban sus locuras–. Entonces para esto o te mato.
Sonriendo por su desplante, Silvia se arrodilló en el suelo, junto al hombre caído de bruces, y le dio un beso en la mejilla. Lina vio que golpeaba dos pedazos de piedra y saltaron chispas.
–¿Azufre? –su fino olfato reconoció el aroma en la mezcla de hierbas y ácidos que permeaban el ambiente.
El último paso consistía en meter el cuchillo embadurnado de sangre con las demás sustancias y completar el ritual de fuego. Era la hora exacta. La hoja ya se acercaba al líquido cuando sintió un chasquido y alzó la cabeza, sorprendida: Lina había arrancado de un tirón las correas de las manos y estaba desatando las del pie. En el susto se olvidó de su ritual, más preocupada por defenderse, asombrada de su fuerza. Antes de que pudiera tomar su báculo para protegerse, Lina le había saltado encima y el cuchillo salió lanzado en el choque.
La joven, los ojos inyectados en sangre, la levantó del cuello y la doctora pataleó en el aire, pasmada. De pronto tomó uno de los frascos junto a la mesada y se lo partió en el rostro, tomándola desprevenida. Lina retrocedió, con un par de astillas de cristal clavadas en la mejilla y en el cuello. Lucas contempló, furioso por su propia impotencia, que ella misma se los arrancó y salió un chorro de sangre que los salpicó a él y a la psiquiatra.
Lina pareció tambalearse un segundo, se recuperó y miró a Silvia con ojos asesinos. Con un además tranquilo, chupó la gota de sangre que había caído en su mano y se pasó la lengua por los labios.
–¿Desperdiciando la sangre del sacrificio? –se burló.
Intimidada pero decidida, Silvia chasqueó la punta de su báculo contra el suelo y una llama brotó del borde. Massei vio el cuchillo junto a su mano y trató de estirar los dedos, que era lo único que podía mover. Lina había esquivado el swing del bastón y se agachó junto a él, arrebatándole la hoja cuando estaba a punto de alcanzarla.
–Yo puedo sola, gracias –susurró.
La doctora quedó petrificada al notar que al girar le había hecho un corte en el antebrazo y ahora Lina estaba introduciendo el cuchillo en el cuenco.
–¿Qué pasará si es el fluido de una mujer que sí tuvo contacto carnal? –se burló.
Enloquecida, Silvia se arrojó sobre ella, pero Lina le vació el asqueroso contenido en el rostro y se apartó de su camino. Por unos minutos interminables, la doctora contempló su fracaso, sus manos sucias alzadas al cielo. Lina había levantado a Massei y le alcanzó la bata blanca para que se cubriera. De pronto, la doctora se volvió, una expresión insana en sus ojos. Un frasco vacío rodó de sus manos al suelo. Se había tomado su contenido y tenía una vela en la mano. Sin dudarlo, la acercó y se prendió fuego el cabello que le caía sobre el pecho e inclinó la llama hacia su blusa abierta, manchada de aceite. Agarró fuego y en un segundo, estaba envuelta en una llamarada ardiente.

Texto agregado el 19-08-2008, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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