Durante una tarde de otoño en la que las hojas secas se arremolinan en el aire adquiriéndo móviles formas humanas y simiescas en las esquinas de las grandes ciudades de Autalpaquil, un niño llamado Noni columbró en lontananza el acercamiento de lo que parecía ser un demonio del polvo, giró su cabeza hacia la derecha y no vio más.

Esa noche, acurrucado entre las grietas de la tierra estéril, soñó días terribles en lo cuales el sol ya no giraría más en torno a Marte. Preocupado despertó y fue de inmediato transportado por una ráfaga de viento que lo separó en millones de moléculas dispersándolo a lo largo y ancho de una considerable superficie. Durante toda esa tarde fue una espesa niebla, llegada la noche fue tinieblas.

Al amanecer fue evaporado por el sol dispersándolo a lo largo de toda la superficie del planeta.

Pasado un año Noni logró integrarse, pero ya había adquirido nuevos saberes, había aprendido a tener paciencia y a no tener miedos.

La primera noche después de su integración Noni caminó largos kilómetros hasta hallarse no sabía dónde. Allí se encontró con un viejo anciano que lo miraba largamente a los ojos sin sonreír. Se trataba de un viejo yogui cuya única meta en la vida residía en lograr obtener la desintegración.
- ¿Te quedas o te vas? - le preguntó el anciano a Noni, pero éste no quería saber a lo que el viejo se refería con una pregunta así, y por lo tanto siguió con su camino.

Tras las montañas, a lo lejos, no se sabía lo que había. Lo que había era cosa del pasado. Sobre las altas cumbres nevadas un brillo parecía estar agonizando, pero Noni era el único que sabía que no agonizaba, parecía más bien que el brillo esperaba por Noni, y Noni caminando lo iba preparando.

A la mañana siguiente una nube de polvo de oro rojo se despertó por primera vez en Marte, hacía toser suavecito hasta a las flores que en Marte aún no había.