Lo único que recordaba el señor Robinson era un ruido ensordecedor de metales volando y chocando el uno contra el otro, y todos contra todos: locura de motores en una guerra suicida.
Por eso ahora escuchaba como un suave vals el grito de las gaviotas y el rudo sonido del embate de olas contra el acantilado.
Seguramente había perdido buena parte del oído, pero no lo sabia, como tampoco tenia conocimiento de quién era, qué hacia en esa isla, ni cuál era su propósito en la vida.
Bueno, esto último es un decir porque desde que abría los ojos muy de mañana, hasta la puesta del sol, todo era un bregar para agenciarse alimento.
Así transcurrieron los años hasta que llegó el desgraciado día en que apareció en el lago una joven desnuda. Todo su ser vibró y corrió poseso de deseo tras la morena doncella. La poseyó salvajemente, y satisfecho, inmensamente feliz, se incorporó con el rostro mirando hacia el sol agradeciendo quién sabe qué, pero agradeciendo.
Nunca supo si el rojo que invadía su vista era provocado por el sol cegador o la sangre que brotaba a borbotones de su cara atravesada por media docena de flechas.
Antes de morir alcanzó a entonar el siguiente estribillo: ¡hello Mrs. Robinson!, ¿how are you Mrs. Robinson?, ¡oooh, oooh!