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Inicio / Cuenteros Locales / criticoaspero / Abriendo caminos cap5

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La asamblea de la fábrica comenzó mal. Los metalúrgicos, siempre confiados, en esta ocasión pedían el carnet de afiliado para poder ingresar al salón; de este modo, impidieron la entrada a un par de hombres empleados de la SIDE. El escándalo fue enorme, quisieron entrar por la fuerza y recibieron unos cuantos golpes. El hecho encendió los ánimos y algunos comenzaron a pedir represalias, afortunadamente, secretariado consiguió, no sin esfuerzos, restablecer el orden. Poco a poco, los murmullos y las risotadas cesaron y tomó la palabra el secretario del sindicato:
-Compañeros, una vez más, la derecha reaccionaria persigue a los trabajadores. No lo podemos permitir, hemos conocidos de los métodos de la patronal y, eso es sólo el principio. No pararan, nos hacen responsables de atentados, pero detrás de esto se encuentra la auténtica realidad: las empresas quieren reducir el número de trabajadores, bajarnos nuestros salarios, condenándonos así a la miseria...
El secretario prosiguió el discurso, las palabras van caldeando el ambiente y la audiencia encrespándose por momentos, el orador consiguió que la adrenalina brotara a raudales por la sala. Al finalizar, una salva de aplausos saluda al sindicalista y Juan solicitó la palabra.
El hombre comete un error, olvida que cuando la masa está enfebrecida no se puede razonar, en ese momento, poco importan los argumentos aunque estos estén llenos de sentido: "si queres que te escuchen ve a favor de corriente". Inicia su oratoria haciendo una llamada al orden, pidiendo que no se haga demagogia, reclamando el rearme moral de los trabajadores. El estallido de insultos no se hace esperar, las palabras del hombre se ahogan en el tumulto recién organizado y finalmente, Juan abandona la asamblea entre los abucheos de sus compañeros. Los ánimos están caldeados, para algunos, el de Lobos es un traidor, un infiltrado de la patronal y, en medio de la algarabía, no falta quien pide la acción directa. Finalmente, la gente se va dispersando y todo hubiera quedado en agua de borrajas si no fuera por lo que aconteció días después.
Dentro de lo habitual de la fábrica había una gran partida de bulones para Chile, toda una tentación, toneladas y toneladas de bulones, bolsas de veinticinco kilos para dar y tomar. En esos momentos, los militares movieron los hilos para conseguirlos.
El encargado de manejar todo eso era Rosotto, desaparecieron un centenar de sacos. Juan presenció cómo se volatilizaban, aunque no fue el único, otro compañero, Vidal "El pelado" también se percató. Aquella misma noche, cuando los encargados de la desaparición intentaban sacar el fruto de su "esfuerzo" fueron a topar con algunos empleados chilenos, el resultado fue fatal para ellos.
"El pelado", explica a sus compañeros que lo ha visto todo y no duda en adornar el relato con todo lujo de detalles. De repente, de entre los presentes surge una voz que se carcajea.
-¿Cuántos copas te tomaste?
-¡Si no me creen pueden preguntar al "Caballo", a José "El caballo"!, ¡él también los vio!
Las palabras de Vidal hacen que algunos de los presentes se miren entre sí, parecen haber entendido algo. Aquella mañana, convocan a algunos a una reunión en la que no está incluido Juan. El encuentro se celebra en un galpón, mientras estos discuten, el rumor va creciendo y aquella tarde, cuando Irene ve entrar a Juan en el sindicato, le llama, quiere hablar con él, contarle lo que se dice de él.
-Pero, ¡es una tontería! Yo no denuncie a nadie. Eran unos compañeros, ladrones, sí, pero a mi entender compañeros...nunca les hubiera denunciado. Es cierto, estoy en contra de que, por el hecho de ser obreros, algunos se crean con derecho a robar, pero eso de delatar a ellos hay un abismo...
-¡No seas cabezota Juan! No se trata de si es verdad o mentira, se trata de lo que la gente crea y en estos momentos eres un Judas. Entiéndelo, no importa si tienen razón, sólo importa lo que ellos creen.
-No humilles a los compañeros...Algunos son brutos, pero nobles y no harán caso a lo que algún tonto diga.
-Mira Juan, llevo mucho tiempo conviviendo con ellos y tenés razón, son nobles, pero también ingenuos. Sólo basta que algunos interesados extiendan los rumores y te convertirás en culpable. La mayor parte de ellos apenas si leen y escriben, se emboban cuando alguien les sabe mover los hilos.
- ¡Pareces Raquel! A propósito, me ha dicho cuándo nos haces una visita, tiene ganas de conocerte...
-Cuando quieras, hazme caso, ten cuidado, no son tiempos muy tranquilos, basta cualquier estupidez como para que cualquiera te haga algo.
-Bueno Irene... tendré cuidado. Ahora déjame invitarte un café.
Cuando se acercan al mostrador, Juan, se da cuenta que es posible que ella tenga razón, alguno de los habituales se aleja cuando la pareja se aproxima. Bueno, se dice, no siempre llueve a gusto de todos y pensando esto, decide apartar el tema de la cabeza. El resto de la tarde lo pasa con su hijo en la biblioteca, en algún que otro momento, se ve asaltado por algún negro pensamiento, pero la presencia de Ricardo le ayuda a olvidar definitivamente la conversación mantenida con Irene.
Son las siete de la tarde y fuera del sindicato se habla, el motivo es lo acontecido el día anterior. Algunos, la totalidad, lo tienen claro, saben que la patronal no para, es más que "vox populi" que los militares han contratado sicarios y tienen delatores por todos lados. Ha llegado el momento de decir basta, hay que mandar un aviso a todos los que, como Juan, se venden por dos pesos a los amos, hay que hacer tronar el escarmiento, la mayoría está de acuerdo y al final, hasta los más renuentes claudican y consienten.
Argentina está infectada por el virus de la violencia. La enfermedad avanza lenta pero sin descanso, las fuerzas morales han sido rotas, el caos que reina ha acabado por extenderse también entre el pueblo. Todo vale, los intelectuales de medio pelo, los líderes sociales... todos ellos han trastocado la convivencia. Nadie parece darse cuenta de la miseria moral que reina, todos parecen estar demasiado ocupados en sus propios intereses. Nunca un pueblo gozó de una oportunidad semejante.
El peronismo había muerto víctima de la muerte de su fundador y su propia decadencia y debilidad. Nació la Dictadura: como un bebé rollizo, repleto de energía pero, fatalmente, sus nodrizas tenían las ubres secas y amargas, querían recaudar por su trabajo y sólo obedecían a propósitos mezquinos. Los depositarios de la fe, de la esperanza, de las ilusiones de todo un pueblo, fueron incapaces de administrar semejante bien, ocupados como estaban cada uno de ellos en sus miserias, en sus delirios, en sus ínfulas de revolucionarios... Argentina caminaba al borde de un precipicio y nadie parecía darse cuenta. Jamás se hizo tan evidente que el pueblo no importaba, la gente de vida sencilla, la clase media, era un simple número, tan sólo eso era el pueblo: cabezas de un rebaño al que los pastores esquilan en pleno invierno...
Pero lo peor no es esto, lo terrible es que los pastores están a la disputa. Está la derecha, que continúa con la misma cantinela: hablando de un Dios y un orden divino que determina que los hombres han nacido súbditos de otros hombres; con la resignación como máxima consigna, Monseñor Caggiano es el encargado de amenazar con el castigo del infierno. En esta confusión vive la familia Gatti.
Aquella tarde, Juan abandona el sindicato en compañía de su hijo Ricardo, nada le hace pensar en lo que ha de suceder. Llegan a plaza de Mayo, compra el periódico, aquel 14 de junio el diario viene como siempre, lleno de inquietudes y a la vez vacío, es lo de siempre, no hay nada nuevo bajo el sol. Raquel tiene la cena preparada cuando llegan a casa y la estufa recién comprada llena de calor el hogar. Mabel está resfriada y se encuentra en cama, Juan la va a ver a la habitación, está un rato con la niña. Ésta, a pesar de no ser más que una criatura sabe que es el momento de pedir a su padre una nueva muñeca y lo hace, el hombre no sabe cómo negarse, siempre le ha sabido vencer. Afortunadamente para él, entra su mujer anunciando la cena y poniendo así, fin al compromiso. La hora de dormir es la habitual, no tocan las diez de la noche cuando el matrimonio se acuesta. Raquel está despejada, no sabe el motivo, pero el cansancio no consigue vencerla; da vueltas inquieta, en la cama, mientras Juan duerme apaciblemente. Por fin, el sueño reparador llega haciendo que la mujer se sumerja en él.
Pronto dan las cuatro de la mañana. Juan se sienta en la cama maldiciendo al despertador, se rasca la cabeza, luego desperezándose se viste. Se sorprende, Raquel se ha levantado y le prepara un café, el hombre, adormilado como está, protesta y la envía a la cama. La mujer le pasa los brazos alrededor del cuello y lo besa, él insiste, hasta que, finalmente, ella vuelve a la cama. Raquel escucha atentamente como el hombre abandona la casa y se dirige a la fabrica, se ha desvelado y da vueltas en la cama presa de un nerviosismo que no alcanza a comprender. A las seis consigue conciliar el sueño.
Juan se dirige al trabajo, está cansado, últimamente no hace siesta y lo nota. Camina medio adormilado a lo largo de la calle Ministro Brin, se encuentra con un sereno que le da los buenos días, responde distraídamente y continúa su camino. Son las cinco y cuarto de la mañana del quince de junio. Va camino a la fábrica. De pronto, le cierran el paso cuatro hombres, que permanecen en silencio. El comprende de inmediato, las palabras de Irene se le aparecen como por hechizo y allí, frente a él, se encuentra la respuesta. No tiene mucho tiempo para pensar, los rufianes no le dan oportunidad, los golpes menudean, Juan se defiende más mal que bien. Tras la lluvia de golpes, uno de los hombres saca una cuchilla y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, le asesta una puñalada en pleno corazón. Todo ocurre en silencio, sólo se escucha el resuello de los contendientes, que es casi vulgar, sórdido. Juan cae en medio de un charco de sangre, así lo encontrará la policía poco después.
Sonaban las siete y media cuando llamaron a la puerta de la casa en Almirante Brown y Olavarría, Raquel se sobresaltó y aún lo hizo más cuando abrió la puerta y se encontró con dos policías.
-¿Qué ocurre?
-¿Es usted Raquel Binasso?
-Sí... ¿pero qué ocurre?
-Su marido, señora. Ha habido una pelea y...
-¡¿Qué?!
-Ha fallecido.
Por un momento, no reacciona, permanece como el boxeador que acaba de recibir un golpe en la mandíbula y está a punto de caer, pero que mira de un modo extrañamente lúcido. A la mujer le cuesta tragar saliva, finalmente, uno de los policías, temiendo que la mujer se desplome, la toma por el brazo y la hace sentar. Aparece Ricardo y también Mabel, que se abraza a su madre; preguntan qué es lo que sucede, la mujer sólo acierta a llorar, lo hace durante un momento hasta que saca fuerzas de donde no cree tener y contesta a sus hijos.
-Es papá, ha muerto... este señor ha venido a decírnoslo.
Mabel no entiende, pero al ver a su madre llorando la imita. Por su parte, Ricardo se ha puesto pálido, retrocede y se agarra a la mesa con fuerza hasta que los nudillos de su mano blanquean, encaja la mandíbula. La presión de sus quijadas le hace recuperar el aplomo, mira al policía y le pregunta.
-¿Cómo fue?, ¿quién fue?
El uniformado mira sorprendido al niño. La frialdad de sus palabras, su seriedad le desconciertan, apenas si puede balbucir palabra alguna.
-Yo... no sé, le hemos encontrado hace una hora poco más o menos... un puntazo... Está en camino a la morgue, si es que ha ido el juez...
-Está bien, gracias -cierra la puerta y se dirige a la madre- voy a buscar a Irene, ella nos ayudará.
Sin esperar respuesta el muchacho se viste, se peina y sale de la casa. No tarda demasiado en llegar a casa de la sindicalista. Ésta tarda unos momentos en abrir, se alarma al verle.
-¿Qué pasa Ricardo?
-Es mi padre, lo han matado hace un rato.
Sólo entonces le vencen las emociones, la mujer le estrecha contra su pecho mientras le acaricia la cabeza, le hace sentarse. El hasta entonces niño, llora en silencio, de un modo reposado, amargo, doloroso. Finalmente, saca un pañuelo, se seca las lágrimas y mira a la mujer.
-No sé qué hacer, ¿nos ayudarás?
-Claro, no te preocupes, me encargaré de todo, vuelve a casa y no dejes sola a tu mamá, iré más tarde.
-Gracias Irene, nunca lo olvidaré...
La mujer besa al muchacho en la mejilla, le sonríe y con suavidad le empuja hacia la puerta. Cuando éste abandona la casa se derrumba, ha aguantado como ha podido. Ahora, se deja arrastrar por múltiples sentimientos: soledad, tristeza, rabia, miedo... Cuando se tranquiliza toma un café, después, sale en dirección a la morgue. La mañana luce un tejado gris plomizo, la humedad se pega a los huesos dejándola helada, pero no es sólo este clima lo que le produce frío, es el ambiente que reina en las calles: los semblantes reflejan desconfianza, miedo... se apodera poco a poco de la convivencia haciendo que las gentes caminan aprisa, con la mirada baja, los ojos inquietos y la actitud huidiza. El paisaje urbano parece sacado de un cuadro de Quinquela, tal es el espanto que hay en el aire. Acelera el paso, no sólo por combatir la temperatura, sino por escapar del horror.
Ricardo vuelve a casa con rapidez. Encuentra a su madre igual que la dejó, ahora ya no llora, pero continúa abrazando a la niña que se ha quedado dormida.
-Dame a Mabel, la pondré en la cama. Haz lo mismo, ahora te preparo un te y te lo llevo.
Raquel mira a su hijo como si fuera un desconocido y, no es para menos, el muchacho ha cambiado: su mirada, de ordinario viva, es ahora como un pozo, oscura, carente de reflejo, su rostro se ha afilado, parece haber crecido en un momento. La mujer le entrega a la niña y se va a la cama, la distancia desde la mesa hasta la habitación parece haberse triplicado, la casa entera parece haberse sobredimensionado, tal es la sensación de soledad y vacío que la mujer tiene. A los pocos minutos, Ricardo entra con una taza té humeando, le agradece el detalle con un gesto. El muchacho sale de la habitación, recoge su cama y se prepara una café con leche. No tiene hambre, pero come por disciplina, se da cuenta de todo lo que está pasando y reconoce que tiene que estar fuerte, ahora que su padre ha muerto, tiene que cuidar de su madre y su hermana. A lo mejor, se dice, Leo le puede conseguir un trabajo en el barco de pesca de su padre, pero claro, eso no es suficiente, la pesca y la miseria van juntas, al menos es lo que dice su amigo. El muchacho está dando vueltas al dudoso porvenir que les aguarda cuando llama a la puerta el padre Pedro. Ricardo avisa a su madre, que sale del dormitorio, la mujer tiene los ojos secos pero con evidentes muestras del dolor y el llanto que padece. El buen cura, intenta consolarle, le pregunta si necesita algo, ella, mueve la cabeza de modo negativo.
Irene se incorpora al grupo poco después, se hace cargo de todo y queda de acuerdo con el cura para el funeral, viste a Mabel y la peina, se ocupa de animar a Raquel. Las dos mujeres conectan inmediatamente a pesar de ser la primera vez que se ven y de que el momento no es el más propicio.
-¿Te parece Ricardo que me quede con Mabel? Así vos y tu mamá pueden ir a la morgue.
-Gracias Irene. Sí, mejor así, prefiero que te quedes vos con mi hermana a que lo haga Sara...
-Déjalo en mis manos, yo me ocupo. Tú cuida a tu madre.
-Ma, ¿nos vamos?
-Sí, hijo, vamos.
Salen de la casa. Raquel se ha cubierto el cabello con un pañuelo negro, lleva la mirada perdida. El muchacho mira al frente, se da cuenta que la noticia ha corrido como la pólvora; nota las miradas de los vecinos, las hay que de conmiseración mientras otras, en cambio, son acusatorias, llenas de rencor. El muchacho no entiende nada, no sabe a qué se debe la acritud de aquellos que les miran con desprecio. Al cruzar la calle Necochea, se encuentra con Leo, le da un abrazo mientras le susurra al oído.
-Cuenta conmigo. Mi mamá me dijo si quieren, nos podemos quedar con Mabel durante unos días.
-Gracias Leo, ahora no necesito nada, más adelante nos veremos y hablaremos...
El resto del camino pasa sin incidentes, llegados a la morgue y tras la identificación positiva, Raquel firma los papeles para que mañana, cuando se haga la autopsia, la funeraria pueda retirar el cuerpo y darle cristiana sepultura. La mujer se siente como ausente de sí misma, todo aquello es como un sueño atroz del que no puede despertar. De regreso, camina anestesiada, Ricardo la guía por las calles que ella no ve.
Mientras tanto, Irene juega con la niña, han simpatizado. La criatura pregunta inocentemente qué significa eso de que padre ha muerto y ella no sabe como contestar, por un lado, detesta decirle que su padre se ha dormido, pero por otra parte, también odia hablarle con crudeza. Finalmente, decide que lo mejor es decirle la verdad, Mabel fija sus grandes ojos en ella, no comprende bien las explicaciones de su nueva amiga, pero en su pequeño corazón hay una punzada que no entiende y que le costará comprender. No ha pasado mucho desde que marcharon Raquel y Ricardo cuando llaman a la puerta. Irene abre y ve a su frente a una mujer que no conoce, pero que una voz interior le dice que debe de ser Sara y así es. La recién llegada, al encontrarse con la hasta entonces, desconocida, sufre un doble sobresalto; primero, rumores se confirman, algo pasa, y luego, porque la luz se hace en su cabeza.
-¿No está Raquel?
-¿No. Quién es usted ?
-Soy Sara, la viuda de su primo Luis, ¿y usted quién es?
-Soy Irene, amiga de la familia.
Las dos mujeres se miran con atención. Ambas se encuentran frente a frente por lo que se encuentran, pero al mirarse, no pueden evitar el valorarse, se recorren la figura de arriba abajo sin disimulo. Incluso ahora, se sienten rivales, las dos han compartido la cama con el mismo hombre y, aunque sea inconscientemente, se odian, se desprecian. La primera en reaccionar adecuadamente se aparta para dejarle pasar al tiempo que habla.
-Han matado a Juan. Raquel y Ricardo están en el depósito.
-¿Por qué no me avisaron?
-No lo sé, pero no creo que eso sea importante en estos momentos...
-Pero bien que vos estás aquí...
-Me ha venido a avisar el muchacho, yo soy... era, amiga de Juan.
-Ya sé yo que eras amiga... Claro...
Irene va a contestarle pero no le da tiempo, Raquel y su hijo acaban de regresar. Sara abraza a Raquel mientras gimotea, la mujer, apenas le reconoce, el trastorno que sufre unido a la poca relación que tienen desde la muerte de Luis, hacen que la mire espantada, como sin comprender. Irene, que presencia la escena siente regocijo, luego se arrepiente de tener esos pensamientos, pero ya está hecho. Será mejor marchar, se dice, se pone el abrigo y llama a Ricardo.
-Esta tarde vendré, haz que tu madre se eche un rato y que Mabel coma algo.
-No tienes de qué preocuparte, haré una buena sopa y se la daré. Gracias por todo...
-Entre amigos las gracias sobran. Vendré sobre las siete, traeré la cena.
El muchacho mira a su alrededor, su madre y Sara hablan, mientras Mabel juega en un rincón con una muñeca de trapo. Se acerca a Raquel y le dice:
-Nos hemos quedado solos, solos para siempre...
-Ya lo sé madre, pero nos tenemos los unos a los otros, saldremos adelante y ahora, ¿por qué no vas un rato a la cama? Luego te traeré un poco de sopa.
-Sí. Anda, ve a la cama que yo me quedo con los niños.
-No hace falta Sara puedo cuidar de ellas dos y sé hacer sopa. No tienes que quedarte...
El tono de Ricardo, unido a la expresión de su rostro, ofenden a la mujer que se levanta airada, abandonando la casa en medio de murmuraciones. Mabel mira a su hermano tiene el cuerpo como una muñequita rota. Se acerca a ella, la toma en brazos y la estrecha contra el pecho, como infundiéndola ánimos y calor, luego, le murmura al oído.
-No estés asustada, yo estoy aquí, nada pasará.
-¿Cuándo vendrá papá? Tenía que comprarme una muñeca...
-Te la compraré yo. Papá se fue para no volver, yo te cuidaré...
Deposita nuevamente a la niña en el suelo y, mientras siente que algo le quema por dentro, se pone a buscar algo con que hacer la sopa.
Son las seis y media de la tarde de aquel 15 de junio, en el horno hay una olla con los restos de la sopa que Ricardo preparo para comer, está sentado al lado del balcón y cerca de él, su hermana juega a las casitas. Su madre permanece aún en su habitación, rezando un interminable rosario; sus murmullos son como una canción que se repite interminablemente. Lleva escuchando el mismo estribillo durante las dos últimas horas, al principio le desasosegaba, pero después le ha servido de fondo a sus propios pensamientos. Con mucho esfuerzo, consigue poner en orden sus ideas, ahora, acepta el hecho de la muerte de su padre y ha dejado de parecer un mal sueño, para convertirse en la cruda realidad. Ignora si su madre tiene algún dinero ahorrado, pero en cualquier caso, no cree que sea mucho, así pues, tendrá que encontrar algún medio de traer dinero a la casa. La pregunta es ¿cómo?, puede buscar un trabajo, pero le darán cuatro pesos, no, esa no es la solución... Tal vez, irse con Leo a pescar, como había pensado en un principio sea la única opción posible, pero no será suficiente.
Los pensamientos del muchacho se interrumpen por la llegada de Irene que le pregunta por su madre. Ricardo señala hacia la habitación.
-Desde poco después de irte está acostada, hice una sopa y le llevé un buen plato. Al principio, no quería comer, la convencí para que tomara algunas cucharadas. Mabel si ha comido, pero ha sobrado así que no hace falta que prepares nada para cenar.
-Como digas, ¿tienen leche?
-No, la que había se la di a mi hermana.
-Ten, compra dos sachets...
-No hace falta que me des dinero, sé dónde está el monedero de mi madre.
-Muy bien, ve, que no cierren el almacén.
Ricardo va en busca del encargo. Irene se acerca a la habitación de Raquel, que continúa rezando el rosario con las rodillas clavadas en el suelo y apoyando las manos en la cama. No se da cuenta que alguien entro, continúa murmurando sin cesar hasta que la muchacha le pone una mano sobre el hombro.
-Ánimo Raquel, sube a la cama, te estás destrozando las rodillas. Dale te ayudo...
Raquel obedece como un autómata las indicaciones de Irene que le saca el rosario y lo deposita en la mesita de noche, sale de la habitación, se acerca a Mabel; la niña le mira y le tiende la muñeca de trapo. La mujer sonríe con cierta amargura, los dos extremos, se dice, una muriéndose en vida y la otra, despuntando en el amanecer de la suya.
Ricardo regresa, la mujer, ayudada por el muchacho limpio los enseres. Hirvió la leche y calentó los restos de sopa que habían quedado, hizo sentar a la mesa a Mabel y le dio de cenar; cuando terminó la llevó a la cama, y sentada al borde de la cama, la sostuvo hasta que se durmió. Ricardo le llevo un vaso de leche a su madre y después tomó un libro y se colocó al lado del balcón. Cuando Irene salió del cuarto, encontró a Ricardo mirando con aire lejano a la calle. Acercó una silla y se sentó a su lado.
-¿Cómo estás amigo mío?
-Estoy bien, un poco cansado, pero bien.
-Si quieres hablar ya sabes que lo puedes hacer.
-No tengo tema que hablar...
-Guardarse el dolor, guardárselo para uno, no es lo mejor que puede hacerse. Los sentimientos, cuando no los compartimos, pueden llegar a hacer mucho daño por dentro.
-No hace falta, no tengo necesidad de contar nada, las cosas pasan, ¿qué más se puede decir?
-Como tú veas, sólo quiero que sepas que estoy a tu lado, que siempre que quieras puedes hablar conmigo...
-Lo sé Irene.
Tras la breve contestación se hace el silencio; la habitación se desnuda de inconsciencia y se puebla de crudeza. La mujer nota en su carne la picadura de la inquietud, aquel muchacho ha pasado de niño a hombre en tan sólo unas horas, la vida, le roba la adolescencia y encima le coloca en la obligación de crecer así, sin más. Le preocupa: demasiado serio, demasiado amargo, todo fruto de un cúmulo de cosas que ninguno de ellos ha elegido. La mujer es consciente de que aquella joven vida se ha torcido para siempre, el muchacho no será nunca el mismo, ni él, ni su familia y, ¿qué puede hacer ella? Sólo estar cerca, hacer que el muchacho la vea, darle a entender que de verdad puede contar con ella; no es tarea fácil, pero se lo debe a Luis, a Juan, a sí misma.
Ya era de madrugada cuando Ricardo consiguió dormir. El descanso fue una especie de tormento, sus sueños se llenaron de pesadillas, que le hicieron despertarse infinidad de veces y que volvían a aparecer con sólo cerrar los ojos. Fue al alba, cuando casi clareaba cuando la paz y el sosiego se instalaron en él.
Raquel había permanecido despierta oyendo toda la conversación de la noche, todos los crujidos, todas las toses, hasta que la oscuridad de la habitación fue actuando como un bálsamo que le secó las lágrimas, le restañó las heridas y le dio consuelo. No quería pensar, ya había pensado demasiado, se levantó de la cama y observó a su hijo dormido con un libro entre las manos. Mabel, por su parte, soñaba como de costumbre en voz alta. Al verlos así, dormidos, tan confiados, como si nada pasara, sintió que le volvían las fuerzas. Ahora podrían volver a Lobos, nada tenían en Buenos Aires, pero nada más acabó de cruzar este pensamiento por su mente se dio cuenta de que eso de no tener nada en Buenos Aires era mentira. Tenía al hombre que había amado, al padre de sus hijos, al compañero, no, no podían irse, habían echado raíces de las que no se cortan y allí se quedaría, con sus hijos, hasta que llegara su hora.
El día fue llegando, lo hizo envuelto en la bruma del riachuelo, desperezándose poco a poco. A media mañana, el padre Pedro visitó a la familia Gatti; cuando el hombre se fue, Raquel mandó a su hijo a comprar lo necesario para la comida y la cena. Las horas pasaban con lentitud, de vez en cuando, la mujer se sentía atravesada por un frío hondo pero bastaba que Mabel dijera algo, para que la temperatura interior se recobrara. Irene vino a eso de las siete y media de la tarde, se alegró de encontrarla más animada, carraspeó, tomó la mano de la mujer y le hizo conocedora de las novedades.
-Ya le han hecho la autopsia, la funeraria está avisada. Mañana a las diez tendremos el velatorio y pasado será el entierro. Por el dinero no hay que preocuparse, los compañeros de Juan han hecho una colecta y hay más que suficiente para correr con todos los gastos...
Ricardo interrumpió a la mujer, lo hizo con voz ronca, como fuera a echarse a llorar.
-¡Los mismos que lo mataron ahora quieren enterrarlo!
La frase del muchacho dejó cortada a la mujer. Ricardo tenía razón, era una ironía, era más que probable que entre las monedas hubiera alguna procedente del bolsillo de alguno de los que lo asesinaron pero, son los contrastes de la vida. Los que le dieron muerte, no sentían ningún remordimiento, más bien todo lo contrario, se sentirían, incluso orgullosos. Y aparejado a este sentimiento, el otro, el de la solidaridad. Sí, tenía razón, su respuesta había sido lo mismo que una sentencia: breve, escueta, directa.
-Bueno... tal vez es así, pero muchos apreciaban a tu padre y lo hacen de corazón. Las personas pasamos del amor al odio con facilidad...
-Ya, en definitiva, todo el mundo es bueno, pero lo mejor de todo es olvidar ¿no? ¿Sabes una cosa Irene? La falta de memoria en la gente es lo que conduce a cosas como ésta.
-No te entiendo, no sé dónde quieres ir a parar...
- Basta leer cualquier libro de historia para darte cuenta, de que todo se reduce a lo mismo: unos cuantos consiguen que la mayoría se enfrente entre sí, ellos se quedan tranquilos, esperan que todo termine y después vuelven a ser los amos...
-Es posible que tengas razón, pero no podemos hacer nada, es nuestro destino...
-¡Hijo! Te escucho y me duele la cabeza, de dónde sacas esas ideas, me parece que deberías confesarte.
-Las ideas están en los libros, mamá, la memoria de lo que lees en la cabeza y los sentimientos, en el corazón.
-Como quieras, pero no sigas, me duele la cabeza y mañana será peor que hoy. A propósito, Irene, no te he dado las gracias por la ayuda, hija. No sé qué habríamos hecho sin ti...
-No tenes nada que agradecerme. Lo que deberías hacer ahora es irte a descansar.
-Sí, es lo mejor que puedo hacer, no tengo sueño, pero estoy muy cansada...
Raquel se levantó de la silla y se fue al dormitorio, iba arrastrando los pies. Parecía que a pesar de haber recuperado un poco el ánimo sus fuerzas continuaban siendo escasas, por lo encogida que estaba.
Después de ayudar a Ricardo a lavar los platos y arreglar un poco la casa, Irene se fue. Las desniveladas veredas y las calles de la Boca estaban desiertas, algún bar todavía tenía clientela. El suelo adoquinado, víctima de la humedad, brillaba, dibujando en su cara las escasas luces del alumbrado. La mujer acelera el paso, tiene la sensación de que los conventillos, son en su conjunto, una especie de monstruo adormilado del que le conviene huir. Cuando se encuentra en el vericueto de calles que rodean al barrio de Catalinas al sur se siente más tranquila, por allí se va cruzando con los obreros de las fabricas. Unos minutos después entra en su casa, respira hondo. A pesar de no haber estado en todo el día en la vivienda, ésta guarda un poco de calor. Es suficiente, el día ha estado lleno de frío y preocupación, ahora, saborea una taza de café recién hecho y todo cobra una luz distinta, parece más alegre. Observa la fotografía de Luis que tiene sobre el aparador, la muchacha ha puesto una tira negra en el ángulo superior izquierdo, el hombre parece sonreírle. Se levanta, toma el retrato y lo lleva hasta su pecho, lo aprieta mientras cierra los ojos. Por un momento le parece que él está allí, que la toma en sus brazos y le da energía. Pone el retrato nuevamente en su sitio, ya es hora de irse a la cama, apaga la luz del comedor y a oscuras, se encamina hacia el dormitorio. Se despoja de la ropa como siempre frente al espejo del armario ropero; el cristal va repitiendo sus movimientos, se queda de frente, se pone de perfil. Tiene una bonita figura, se dice, su vientre continúa estando liso y sus pechos firmes. Se estremece, ¡cuántas veces Luis la había abrazado así, frente al espejo! La nostalgia le embarga, suspira y, haciendo un esfuerzo, se aparta del armario y se sienta en la cama. Siente frío, se acuesta y se tapa, cabeza y todo, tiene vahídos de ansiedad, la carne, en esos momentos en los que se mezclan el dolor y el miedo, reclama la atención de la mujer.
El velorio de Juan no se pareció al de su primo. La gente acudió muy poco y de sus compañeros de trabajo sólo hizo acto de presencia Rosotto. El hombre dio el pésame a Raquel y luego un sobre.
-Tenga señora, los compañeros hemos hecho una colecta, no es mucho, pero es lo que hemos podido.
-Se lo agradezco y, gracias por venir...
-No hay de que, ahora debo marchar. Si en algo la puedo ayudar, no dude en decírmelo, avise a Irene ella me encontrará.
-Nuevamente, muchas gracias.
También fue la prima Sara y algunos vecinos. No faltó tampoco el padre Pedro, el sacerdote se pasó media noche haciendo compañía a la familia Gatti y no fue esto lo único que hizo, dotado de un sentido práctico fuera de lo ordinario, había hablado con una familia conocida y tenía algo que decir a Raquel. Salieron al pasillo a conversar.
-Quería decirte, que he estado pensando en ustedes estos días. Creo que tienes que seguir hacia delante, tienes dos chicos estupendos y hay que continuar la lucha. Espero no molestarte, pero sé que los ahorros se acaban y hay que comer todos los días... si necesitas dinero veré de ayudarte, pero ya sabes cómo están las cosas... es por esto, que, pensando en vuestro futuro, me he tomado la libertad de hablar con una familia amiga y te he encontrado un trabajo de asistente. No te pagarán mucho, veinte mil pesos al mes y la comida de mediodía...
-Es usted un ángel, padre. La verdad es que me resulta difícil pensar ahora, pero creo que tiene razón, hay que seguir. No es mucho, pero saldré adelante.
-Hay que tener fe, sé que en estos momentos es difícil, pero el Señor no te abandona, recuerda esto, los padres no dejan nunca desamparados a sus hijos.
-Gracias otra vez padre, sin la fe, esta prueba no la habría pasado...
Al día siguiente, Juan recibió cristiana sepultura. La ceremonia se realizó en la más estricta soledad. Sólo Raquel con sus hijos, el cura, Irene y la prima despidieron al hombre. El regreso a la casa se hizo en silencio, cada uno de los presentes tenía su propio universo de sentimientos, sólo había una coincidencia entre ellos: el deseo de huir, de escapar hacia delante, de desembarazarse de aquellas invisibles manos que parecían empeñadas en retenerles en el dolor, en el lado oscuro de la vida. Cada uno necesitaba encontrarse a solas consigo mismo para poder dejar que aquellos vapores salieran de sus almas.
Cuando llegaron a la casa Raquel se acostó, Irene abrazó su muñeca de trapo, Ricardo acarició los lomos de sus libros... Irene veía como cada uno de ellos encontraba refugio de un modo u otro, la almohada fue la depositaria del dolor de la madre, la muñeca abrazó con calor a la niña y el muchacho se escondía de la vida encerrándose en un mundo de papel. Pero ella no podía permitirse el lujo de dejarse vencer por sus sentimientos, había que tomar por un momento las riendas de aquella casa y volver a ponerla en funcionamiento. La mujer se armó de cacerolas y preparó la comida; lo pasado en los últimos días había sido un receso en la vida de aquella familia, ahora, el paréntesis se había cerrado, era necesario continuar. Reunió todo el ánimo que pudo y obligó a Raquel a comer, ayudó a hacer lo propio con Mabel y luego, cuando la madre e hija hubieron terminado y cada una de ellas volvió a su anterior ocupación se sentó a la mesa con Ricardo y comieron en silencio. Preguntó al muchacho por sus planes.
-Veré si mi amigo Leo puede encontrarme un trabajo en el barco del padre...
-¿Y la escuela?
- Volveré a la escuela de la sacristía.
-Eso es importante, tienes que prepararte, no creo que trabajar en esa lancha sea lo mejor para ti.
-La vida de pescador no es tan mala...
-Es excesivamente dura, el río es hermoso, pero castiga fuertemente la salud. La mitad de los pescadores están enfermos de reuma.
-Es la vida la que es dura. Al menos, allí tendré a mi amigo, él me ayudará a adaptarme.
-Entonces, ¿ya no vendrás por el sindicato, dejarás la biblioteca?
-Me gusta la biblioteca, pero ahora hay otras cosas que hacer que son más importantes... Tengo que cuidar a mi familia, no puedo seguir jugando...
La mujer se puso a fumar un cigarrillo, las palabras del muchacho le golpeaban el corazón. He aquí, se decía, un niño-hombre, una criatura que ya no lo será más. Resultaba casi cómico ¿cuántos años tenía? trece o catorce, no más y parecía un adulto bajito. Movió la cabeza y se levantó, tenía que trabajar al día siguiente, había dejado los papeles abandonados y era necesario poner nuevamente un poco de orden, la vida continuaba y la rutina volvía a aparecer en el horizonte. Por un momento, la mujer casi sintió alivio, el aburrimiento de su trabajo venía a devolverle un poco de armonía. Demasiadas cosas, se dijo, primero Luis, ahora Juan, ¿qué sería lo que le tocaría vivir luego? Apartó la interrogación de sí, se despidió de Ricardo y abandonó la casa.
Al día siguiente, cuando todavía no habían dado las seis, Ricardo salió de su casa. Tenía que hablar con Leo, ya no cabían lamentaciones, se imponía en su corazón el firme propósito de trabajar y ayudar a su familia a salir adelante. Llego al Tigre la Clarita no había entrado todavía cuando llegó al puerto; durante unos diez minutos deambuló por el muelle, el olor a humedad le llenó los pulmones y prendió una mirada de esperanza en sus ojos. Distintas personas se afanaban en sus tareas, los había que empujaban plataformas llenas de brillantes dorados, otros lanzaban hielo sobre ellas, luego estaba el subastero, éste, con voz ronca recitaba cifras con la misma precisión que una máquina. Por fin, la "Clarita" hizo su entrada, Leo fue de los primeros en saltar. Lo ayudo a descargar, el día había sido bueno. Los pescadores, se frotaban las manos, pero cuando volvió el patrón con la información de cómo se estaba pagando el kilo, los rostros se volvieron sombríos, ya no hubo risas. El patrón se pasaba la mano por el mentón, luego, desapareció y a su regreso, dio unas órdenes. Preguntó a su amigo qué pasaba, Leo le explicó que media hora antes de llegar ellos lo había hecho el "Viento del Sur" y los precios habían caído por el suelo, el patrón ahora llevarían a vender la mercancía en el central.
-¿Qué es el central?
-El mercado central. Allí se vende la mayoría del pescado, llega pescado de río y mar.
-¿Puedo ir ? No lo vi nunca...
- Ok. No te separes de mí, dentro de un rato saldremos...
-¡Estupendo! Oye debo hablar contigo.
-Bueno, luego, mientras tomamos un café en el central. El puestero siempre paga el almuerzo.
Los muchachos trabajaron con entusiasmo, media hora después, caminaban detrás de uno de los carros que cargados de relucientes dorados, llevaban camino del mercado central.
Ricardo estaba deslumbrado por la actividad en el recinto. Hombres y mujeres arrastraban cajas con las más diversas criaturas del mar, continuamente entraban y salían de la gran nave. De pronto se sobresaltó, cerca de él surgió un grito que no entendía.
-¡Va la blava!
-Leo, ¿qué grita ese hombre?
-Vocea nuestro pescado, dice va el dorado y acaba diciendo va el dorado vivo. Verás cómo se junta gente a su alrededor...
El que así gritaba, era un muchacho de cabellos rizados y ojos verdes, llevaba un cuaderno en las manos y un lápiz en la oreja y parecía poder atender a todos al tiempo, era tan rápido de movimientos que Ricardo quedó impresionado. Leo le dio un codazo.
-Vamos, tengo el vale para almorzar, vamos al buffet...
Sorteando como pudieron el tráfico de cajas y seres humanos, que circulaba por aquel manicomio. El buffet lo formaba un mostrador y una inmensidad de mesas y sillas, que en su mayoría estaban ocupadas, el olor a lavandina se mezclaba con el aroma del café, de las papas fritas y de toda clase de comidas. Se sentaron en una mesa cercana a la cocina, Leo le preguntó qué quería para almorzar.
-Un café con leche.
-¿No comes nada?
-No tengo dinero.
-¡No seas tonto! Esto el puestero ya que nos roba, que pague.
-Bueno, pues entonces comeré lo mismo que vos.
Leo se levantó y se acercó a la cocina.
-¿que se servirán?
-Dos milanesas a caballo con fritas y unas cervezas.
La cocinera puso el pedido en el mostrador y lo acompañó con unas rebanadas de pan.
Leo se llevó el pedido a la mesa, puso uno de los platos delante de Ricardo y con un gesto le indicó que comiera.
-Perdona, no te he pregunte, ¿cómo estás?
-Bien, gracias. Buscando trabajo...
-Si quieres, le puedo preguntar a mi papá, a lo mejor te embarcas con nosotros...
-La verdad era de eso de lo que quería hablarte, ahora que mi padre falta, tengo que trabajar.
-Lo malo de esto, es que no se gana mucho, hay semanas que entre mi padre y yo no alcanzamos los diez mil pesos...
- ¿Sabes? hoy hablaré con el padre Pedro, para ir por las tardes a la sacristía, así, aunque trabaje podré seguir aprendiendo...
-Pues no se hable más, come, que esto se enfría. Hablaré con mi padre y pasaré por tu casa para contarte las novedades.
Después del almuerzo, Ricardo abandonó la compañía de su amigo y volvió a su casa. Ya eran las nueve y media de la mañana, el muchacho tenía las retinas y la cabeza llenas de todo lo que había visto y oído. No se ganaba mucho, más bien al contrario, pero, para empezar no podía pedir más... Lo mejor era no hacerse ilusiones, a lo peor no resultaba y ¿qué haría entonces?, ¿cómo podría ayudar a su familia? Estos pensamientos le lastimaron, temía no estar a la altura de las circunstancias. Apartó como pudo estos negros pensamientos, hacía frío, se encogió ligeramente y apresuró el paso. Cuando traspasó el umbral de su casa se encontró con su madre, ésta le riñó, se había pegado un susto de muerte al no verle en la cama. ¿De dónde venía? Y, ¡qué mal olía!
-Perdona ma, me levanté temprano y fui al Tigre a ver a Leo. Ahora sin papá, tendré que trabajar...
-Pero ¿y la escuela? Además, no tenes que preocuparte, el padre Pedro me encontró un trabajo, iré a limpiar a una casa. Ganaré veinte mil pesos al mes, no es mucho, pero junto con unas pesos que tengo ahorrados podemos salir adelante.
-Por la escuela no te preocupes, más tarde iré a ver al padre, para ir por las tardes.
-Pero el río es peligroso, no estaré tranquila...
-Es una barca fuerte, no tendrás por qué preocuparte. Todavía no es seguro, por ahí Leo no consigue embarcarme con ellos...
-¡Ojalá! No me fío yo mucho de eso de ese río. ¡Cámbiate la ropa, que olor...!
Ricardo se rió, dio un beso a la madre, se cambió los pantalones y entonces arrugó la nariz, su madre tenía razón: aquello olía a perros muertos.
Como habían acordado, Leo llegó a las seis a buscar a su amigo, traía buenas noticias, se embarcaría con él en la "Clarita" y aquella misma noche, a las diez, empezaría su trabajo. Casi saltó de alegría, su madre, por el contrario, no pudo contener el llanto. La primera semana que Ricardo trabajó completa le reportó dos mil quinientos pesos. Pero no tenían suficiente, a pesar de que cada mañana cuando regresaba a casa lo hacía cargado de peces, seguía sin ser bastante como para que Raquel no se tirara al suelo a fregar. Las sucesivas semanas confirmaron al muchacho sus más negros temores: la pesca sólo llevaba miseria. Así, no podría conseguir nunca que su madre dejara de trabajar fuera de la casa.

Texto agregado el 27-06-2008, y leído por 195 visitantes. (0 votos)


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