A la derecha está una chica que no conozco, tiene unos lentes de marco lila con borde interno rosado, un pañuelo violeta y un suéter azul. Su rostro es pequeño, el pelo rubio y los ojos oscuros. Mira la cámara torciendo los labios en una mueca simpática que denota cierta conformidad o satisfacción, lo que podría evidenciar felicidad o la sensación de un momento normal. A la izquierda sale ella con su chasquilla de Cat Power y su pelo eternamente liso, dándole un beso en la mejilla y mirando la cámara con sus ojos grandes y castaños. La palidez de su rostro aparece resaltada por el brillo del sol que se cuela desde atrás, pero que no alcanza a cubrir su mano que se apoya en el brazo de la chica de lentes. Se puede ver un anillo metálico en uno de sus dedos (el más pequeño de los dos que usa).

Ella está a la izquierda y sus ojos, constantemente adormecidos, encierran en desfase una mirada que nunca se concreta. Me mira eternamente y no lo sabe, por la rigidez del pasado en que la foto fue tomada. Eternamente digo, porque no paro de mirarla e imaginar que la escena es otra, aunque con pocos cambios. Otra en que soy yo la persona de la derecha, la persona con los lentes y la mueca en la que se apoya con la mano del anillo; y su rostro se apega tanto al mío que la siento respirar durante el breve instante que dura la postura fotográfica. Otra escena en la que luego de la foto y su beso, el tiempo sigue y no se detiene por el espacio ni la distancia, ni por los miedos, ni las ansiedades, ni las distorsiones, como una película propia que podría ser hermana de tantas otras que hemos visto hasta el cansancio.

Escenas perfectamente editadas en donde la música discurre con encomiable sincronía a las cosas que vivimos; en donde el fondo se fusiona con soltura y pertinencia para dar la atmósfera necesaria a nuestro diálogo, en donde hablamos de la foto, de la película, de su anillo y de su pelo, también acerca de mí y lo que hemos inventado luego de tanto tiempo. Escenas larguísimas que pasan como en un instante, estirándose en un metraje tan extenso como el Danubio serpenteando a nuestras espaldas, cómplice. Escenas en las que el tiempo se comprime y se condensa, y donde la simplicidad natural del momento no deja espacio a destrucciones de ningún tipo. Y todo dura tanto que el cuerpo técnico se cansa, también el director. Y dura tanto que todos se rinden y deciden irse, exhaustos.

No queda nadie más allí. Seguimos nosotros en una actuación brillante que nadie está grabando. Seguimos un diálogo inexistente mientras la vorágine nos va envolviendo. Nos zambullimos en el futuro como si el futuro fuera una piscina llena de recuerdos. Como si el futuro fuera en sí mismo un instante vivo en nuestras memorias: una foto en donde está ella con su chasquilla de Cat Power, conmigo a la izquierda, tan cerca que puede oirme respirar; mirando con una mueca feliz una cámara arriba de nuestras cabezas. Una foto en donde soy yo quien la besa en la mejilla casi debajo de los ojos, y donde ella tuerce la comisura de los labios en una sonrisa indescifrable. Un cuadro en el que estamos los dos detenidos inexorablemente en una imagen impermeable al tiempo, a las guerras y al destino. Resistentes al polvo, al olvido, a las turbulencias invisibles de lo que todavía no existe. Una foto clara en que el sol ilumina indirectamente nuestros rostros, revelando en su infinita clarividencia un momento que no quisimos extraviar.