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La reuma me tiene raro, debe ser el invierno, y eso que oficialmente esto recién empieza. Murió la niña que me traía el pedido, poco tiempo después que escribiera mi última carta. Fue de improviso, luego de una noche que vino a verme y se veía tan lozana. Llegó a su casa y lo hizo con una escopeta. No entiendo por qué. Y si me preguntan, digo que se precipitó. No valía la pena que lo hiciera, no tenía nadie en contra y ya la sangre de sus ancestros dejó de correr entre nuestras vociferantes facetas extrañas.

La gente vive despidiéndose y los que quedan están en otra. Esto cada vez queda más vacío. Cada vez queda menos leña y no hay forma de renovarla. Los fantasmas andan penando y van quedando pocos a quienes penar. En las tardes me quedo lacónico mirando las nubes, enterrado entre mis mantas viejas, y también como yo, raídas. Tiene su toque, en todo caso. Es como vivir en el final de Cien Años de Soledad o en alguno de los episodios secos de Coetzee. Tiene su dejo a esas cosas, pero no me suena falso.

No creo que lo que viva sea falso. Lo sería, posiblemente, si usufructara en algo siendo como soy; si siendo como soy la gente me admirara o me diera de comer, por ejemplo. Pero en el fondo ser y estar no me sirve de nada. Al revés, incluso. Estar aquí es un aferrarse a algo carente de gracia; es como contar el mismo chiste todo el rato; y hay que tener el mínimo de inteligencia como para darse cuenta que la felicidad a tontas y locas, no sirve de nada. Es como tomarse el agua mezclada con barro. Como correr sin mover las piernas.

Podría ser más explícito en las metáforas. Al fin y al cabo, a nosotros, los viejos decrépitos y seniles, no nos importa mayormente que nos tilden de una forma u otra. Podría ser más agresivo, pero quizás en otra ocasión. Por ahora me conformo con seguir como estoy, pero que quede claro que toda esta situación me parece enferma. La niña del pedido era mi único contacto con el mundo. Sin ella estoy relativamente aislado. Y no tengo intenciones de comunicarme otra vez. Creo que me quedaré aquí hasta que ya no pueda hacer otra cosa; hasta que se acaben los recursos, se mueran los gatos, o se me atragante la traquea y deje de respirar.

Algo lindo, como eso. No estaría mal. De hecho, no entiendo a la gente que se aferra con tanta vehemencia a la supervivencia, cuando a todas luces, es un evento tan desgastante. Los momentos de felicidad real, y no los sucedáneos enfermizos de la juventud actual, no los bocetos desdibujados, sin gracia, sin brillo, de un puñado de brutos patéticamente estúpidos, digo, los momentos de felicidad verdadera; esas sensaciones que sacuden la esperma de tu sangre revitalizando tus vasos con sobrecogedora emoción, esos momentos son tan escasos en la brumosidad cotidiana que no entiendo por qué la gente se ufana de querer ser felices.

Es mejor complacerse en la desgracia y aprender a disfrutar de las pequeñas y amables cosas simples de la vida, como que me hayan impugnado la jubilación por una interpretación técnica de la ley. Hay que aprender a disfrutar de las injusticias, del desapego humano, de las eyaculaciones precoces, de las mujeres frías, del contacto mínimo, de la vinculación insuficiente, del egoísmo innato, de los prejuicios socarrones, de la estupidización global, de la locura superflua de los vástagos que están poblando la tierra, que en sus destartadas visiones de mundo reducen, reducen y reducen hasta los átomos las hermosuras que todavía iban quedando.

Llámenme un sociópata, me importa un carajo. Ya viví lo que tenía y quería vivir. No es que haya estado en guerras y sido el héroe de multitudes, no, no me refiero a eso. Ya viví lo suficiente como para entender que no necesito entender nada. Paso de eso, de esto, de lo tuyo. Soy feliz en mis cuatro paredes, viendo las fumarolas inexistentes, paseando los ojos en los hongos del techo; escuchando el silbido del viento, que hijo de puta, se cuela por las rendijas de las tablas. Ya he estado demasiado rato en este asunto como para poder cambiar. Es algo que no se va a dar. Mi cielo es tan lindo en el fondo, y tan privado, que quisiera dejarlo de esa forma.

Sé cómo son las cosas que digo. Sé que tú o tú se reirán como cuando se ríen los niños al cáerseme la bolsa del pan y la mortadela. Cuando seas viejo entenderás. Cuando seas viejo también te vas a reír. Te vas a reír de ti mismo, así como yo me burlo también. Con la rabia profunda, con la experiencia espiritual que nace de mi asco ante tu naturaleza anómala. Te vas a reír, y las carcajadas van a resonar en los recovecos de tu cráneo, penetrando a lo más profundo, hasta tu más sincera esencia: ese armadito de fósforos que sostienen tu choza escuálida.

Texto agregado el 23-06-2008, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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