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Mario era taxista en los años 60. La sociedad avanzaba a pasos vertiginosos delante de sus ojos, pero a él nada más le importaba llevar el pan a la familia, y tener para, de cuando en cuando, ir al boliche y beber un rico tinto junto a los amigos del puerto.
Mario era taxista coyuntural, había caído ahí de casualidad, y como nunca le había hecho asco a ningún trabajo, trabajó.
Corrían tiempos extraños, había ley seca en el país pero se bebía en todas partes. Se olían revueltas en cualquier esquina, y apestaba a represión por todas partes.
La cantidad de clientes había disminuido considerablemente durante los últimos meses, y a Mario le empezaba a preocupar el no tener para alimentar a la familia, o más aún para ir al boliche.
Un chorro rojo carmesí se deslizaba por las paredes circulares del vaso pequeño y rechoncho, cuando Jaime, el “sabañón” Jaime, se le acercó:
-Oye chico- que era como le llamaban amistosamente- tengo un encarguito pa’ti.
-Y de que se trataría-contestó sabiendo que el sabañón nunca se traía nada bueno entre manos.
-Na’ una tontería de trabajo, muy simple.
-Cuenta.
-Esta noche llega al puerto una embarcación de un conocido mío, y no tenemos transporte. Había pensado en ti porque eres una persona de mi confianza y además no te vendrían mal unos cuantos escudos extras.
-Psss, pero…
-Pero nada chico, que si no querí se lo digo a otro y ya ‘ta
Mario aceptó el trabajo, sabía que probablemente no sería algo muy legal, pero le hacían falta los escudos. Además, pensó, solo sería una vez, nada malo podría ocurrir.
La hora de la cita era la medianoche, por la entrada lateral del puerto, junto a los muelles de carga. El sabañón le había dicho que no sería mucha la carga, además el taxi no tenía espacio para una carga de grandes dimensiones, el suyo era un Austin a 40 y no una gmc o apache 38, esas si que eran camionetas.
A pesar de que lo había hecho mil veces, aquella noche parecía aún mas fría de lo normal. No era nada raro que no hubiese gente, por las horas que eran y por el frío que hacía, pero lo que no era normal era la niebla, más densa de lo habitual.
Las luces de las farolas, que se difuminaba en las gotas de la niebla, le indicaban que se acercaba a la entrada del puerto. Un par de farolas más y estaría en la esquina para doblar hacia la entrada lateral.
Cuando llegó al punto de encuentro había dos hombres de traje negro esperando. Miró su reloj y comprobó que estaba en hora, así que apagó las luces y se acercó con el coche lo máximo posible.
-¿Mario?
-Sí, soy yo
-Abre el maletero.
Mario bajó del coche a toda marcha y abrió el maletero, en el que los hombres trajeados depositaban cinco cajas. En el momento en que las cajas descansaron en el maletero, Mario supo lo que había allí dentro. Lo supo por el inconfundible sonido que causa el choque de una botella con otra. Contrabando de alcohol.
Se subió al coche, en el que ellos ya estaban dentro, puso en marcha el motor y salió por el mismo sitio que había entrado. Unos metros más allá encendió las luces. Respiró aliviado y empezó a conducir más tranquilo, cuando por el retrovisor también se encendieron unas luces, junto con las sirenas típicas de los carabineros…aquello se dirigía a una persecución en toda regla.
Mario sudaba frío, incluso llegó a marearse un poco ante la perspectiva que le esperaba.
Empezó a disminuir la velocidad cuando sintió el hierro frío de una Piccola 22 Short en la nuca junto con un vozarrón que le dijo “escápate o aquí morimos toos”.
Más frío, más sudor, más mareo, más miedo y más ganas de terminar cuanto antes con esto, se animó un poco con la idea del puñetazo que le daría al sabañón cuando lo viera en el boliche. El pedal del acelerador a fondo por la larga recta de la avenida del puerto.
Mario, que conocía a la perfección todas las calles de la ciudad porteña, sabía que antes de llegar a la entrada del puente había que frenar para disminuir el salto que producía una arruga en el pavimento, de lo contrario era imposible controlar el coche después del salto, lo había visto mil veces.
Frenó bruscamente, provocando también la impaciencia de los hombres trajeados, que seguían, sin ningún motivo, apuntando a la cabeza de Mario. Pasado el bache siguió a una velocidad moderada, mientras los trajeados miraban para atrás viendo como el coche policial se despeñaba por el puente.
La euforia del dúo de rufianes y de Mario estallo en mil gritos de “si, si”, “que grande eres güeón de mierda” y mas expresiones de felicidad.
El destino final se había conseguido. Descargaron las cajas en el bodegón que estaba al otro lado de la ciudad.
Los trajeados felicitaron a Mario, y junto con pagarle más escudos de lo acordado, le regalaron dos botellas de la preciada mercancía. Se despidieron con el acuerdo de volver a verse para más trabajos, a lo que Mario respondió con un “ya veremos”.
Al llegar al Boliche al día siguiente no se hablaba más que de lo sucedido la noche anterior y de la patrulla de policía que se había despeñado. Se sintió aliviado tanto por saber que no les había pasado nada a los carabineros como por el puñetazo que le dio al sabañón.
Después de unos cuantos trabajos con los trajeados, Mario le había pillado el gustillo a los trabajillos de contrabando, que por otra parte le suministraba un dinero extra junto con botellas de alcohol, que en el mercado negro eran muy valiosas.
Ya estaba familiarizado con persecuciones, contrabando, incluso disparos.
Todo cambió la noche en que cambió la mercancía.
Esperaba en otra de las entradas del puerto, con la ventanilla a medio bajar y fumando un cigarrillo, el maletero ya abierto para no demorar la operación y el motor en marcha.
De pronto se escucharon disparos, señal inequívoca de que algo no iba bien.
Ésta vez, tres hombres trajeados corrían hacia el coche, sin embargo el que iba en medio parecía más bien ser arrastrado. Se bajo rápidamente, abrió la puerta trasera y los trajeados subieron mientras el volvía a subir para ponerse en marcha.
En la distancia se veía a tres carabineros correr pistola en mano tras los rufianes.
Camino al almacén, los trajeados, jadeando, explicaban la situación, habían sido emboscados por varias patrullas policiales, por lo que habían salido corriendo hacía el coche. Mientras huían, los disparos se hacían más intensos y fue cuando alcanzaron al hombre trajeado del medio en la pierna.
Extrañamente, este no hablaba. Era lógico, una bala le había alcanzado en el cuello, y había muerto mientras arrancaban en el coche.
Mario estaba aterrorizado, había pasado de ser un taxista normal y corriente a rufián del tres al cuatro.
Los trajeados sobrevivientes le ordenaron dirigirse al hospital, por fin habían dado muestras de ser seres humanos.
Cuando llegaron a la puerta principal abrieron la puerta y tiraron el cadáver al pavimento. Cuando Mario se percató, miró al trajeado en el suelo: “¿sabañón..?, inmediatamente los trajeados le ordenaron ir al almacén, a lo que Mario, abatido, no solo por la perdida de Jaime el sabañón, sino también por el rumbo que había tomado su vida y las consecuencias que podría traer, cumplió.
Se despidió de los trajeados, temeroso, pero con la convicción de que no les volvería a ver más.
Abrió la puerta de casa, su mujer le esperaba en la cama como siempre, se sentó al pie de la cama y lloró. Su mujer lo abrazó con la esperanza de que no fuera la última vez que lo hiciera.

Texto agregado el 14-06-2008, y leído por 341 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
15-06-2008 esta bueno... me gustó... solo una cosa... el remate final... ojo con eso... sergio_vizcarra
14-06-2008 como extraño esas viejas peliculas de gangsters, gracias por devolverme algo de ese pasado que no volvera***** joseph2
14-06-2008 no entiendo del todo el final: "Su mujer lo abrazó con la esperanza de que no fuera la última vez que lo hiciera." ¿que no hiciera qué? volver? llorar? me gustó mucho, de todas formas!!! chipata
 
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