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Cinco minutos...
Trescientos segundos...
De pie allí, en esa plaza, Mauricio entendió la relatividad del tiempo.
Cinco minutos...
Había llegado cinco minutos tarde...
Siempre llegaba cinco para las dos de la tarde. Cinco minutos antes de que las puertas del liceo se abrieran y la turba de estudiantes inundase la plaza. Llegaba y se sentaba en la banca más oculta por los árboles. Encendía un cigarrillo y miraba a los jóvenes ir y venir sin tomarlo en cuenta. Ya era una costumbre, ya nadie le daba importancia. Se había vuelto parte del paisaje. Era “el viejo que fumaba en la plaza”.
Él no sólo fumaba. Él miraba, esperaba. La esperaba a ella.
La niña se llamaba Cristina y tenía dieciséis años. No era tan delgada como lo parecía con su uniforme escolar. Su largo pelo negro caía en una trenza a sus espaldas. Su piel blanca se llenaba de pecas al sol y sus ojos verdes brillaban de una manera que Mauricio no podía definir.
Él ya tenía más de cuarenta y su obsesión por aquella niña lo torturaba. Le gustaba mirarla así, con su uniforme y su trenza, sonriendo con sus amigas. Su deseo era puro y sano, según él. No le interesaba la oportunidad de verla desnuda o con ropa sensual. A él le excitaba verla así, con uniforme.
Imaginaba haciendo el amor con ella en una sala de clases, delante de todo el curso. Imaginaba poseerla en el escritorio del profesor y que todos lo vieran. Deseaba tomarla un día y meter su mano bajo la falda gris. Desatar la corbata gris de franjas rojas y desabotonar la camisa blanca para sentir los frescos y puros pechos de ella en sus manos.
La deseaba y ese deseo era un castigo insoportable.
No estaba seguro de cuanto tiempo llevaba en esa situación. Podían ser días o semanas, hasta meses. El tiempo era ya tan relativo.
Había llegado cinco minutos tarde y las voces de las decenas de jóvenes le aturdían. La banca estaba ocupada, ya no tenía tiempo de buscar otro punto de observación. Mirando como salir de allí sin que lo notasen la vio de pie junto a un grupo de amigas. Ella estaba de espaldas a él pero la trenza y su figura eran inconfundibles.
Comenzó a retroceder, queriendo escapar. Pero los segundos que tardó en encontrar un pasadizo entre los estudiantes, en ese momento de disfunción temporal, fueron suficientes para que ella girase y lo viese.
Ahí estaba él, sin tener como escapar, frente a ella y ella lo miraba y le sonreía y sus ojos verdes le brillaban y sus pecas cubrían su rostro y se acercó a él. Mauricio comenzó a sudar frío cuando ella comenzó a caminar.
Treinta segundos, dos minutos, seis días, un año, la eternidad, no importaba, el tiempo en ese momento se detuvo para Mauricio y hubiese sido así por siempre a no ser porque la voz de ella quebró ese momento.
“Hola, papá”, dijo ella. Y no fue sólo el tiempo lo que se quebró en ese momento.

Texto agregado el 13-06-2008, y leído por 226 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-06-2008 esta excelente ...un verdadero final inesperado! trayna
13-06-2008 estoy confundido... a lo mejor es lo que querías o lo que querías (me refiero al final) yo no lo he captado, aunque esta duda hace pensar bastante o a mi al menos, el era el padre? no lo era? y si lo era...buufff... me ha enganchado..5* patatok
13-06-2008 muy bueno!!! ****** tequendama
 
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