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Madurar
El mar estaba dormido. Un carguero bostezaba exhalando espirales de humo gris en el cielo estival, formando una diminuta mancha que se esfumaba en forma lenta, casi indolente, en el horizonte.
Los veraneantes en la playa se hallaban bajo grandes sombrillas multicolores. Buscaban refugio de los rayos del sol, que caían a plomo.
Las chicas venían saltando en la arena para evitar quemarse la planta de los pies.
Cuando encontraron un lugar apropiado, a unos diez metros de la orilla del mar, se detuvieron.
La mayor, colocó la sombrilla en la arena. Bajo su sombra, una gran toalla. Ordenó a sus hermanas que se sentaran ahí.
El mes de febrero llegaba a su fin. Pero el calor no se daba por aludido y asolaba la costa.
Laura tenía quince años. Era muy bonita. Su rostro albergaba dos luceros que le tomaban toda la cara. La boca carnosa y de labios gruesos tenía un rojo natural que la hacía verse muy sensual a pesar de su corta edad. Parecía morocha por el broceado. El pelo encrespado lo llevaba sujeto formando una cola de caballo. Sus pechos voluminosos, pero armónicos, eran muy notorios debido a su cintura de avispa.
Todavía no se acostumbraba a las miradas admirativas de los hombres, ni a las envidiosas de las mujeres, que se centraban en ella cuando caminaba por la playa.
Anoche había pasado algo que no estaba en sus planes. Miró hacia la barra sur: no había rastros de Roberto. Dio una ojeada ansiosa al reloj : la una y media. Había dicho que estaría para las dos.
Puso bronceador y protector solar a sus hermanitas. Una hacía un castillo de arena. La otra fingía dormir.
Se sentó y cerró los ojos.
La sangre se le alteró al evocar retazos de la noche anterior. ¡Si su madre supiera!
Un parloteo la sacó de sus pensamientos.
Su hermanita conversaba con dos mujeres rubias, sentadas bajo una sombrilla de colores subidos.
¿Cómo pudo levantarse tan aprisa de la arena?
-No molestes a la señora, Sonia.
-No nos molesta, déjela aquí con nosotras- dijo la mujer de marcado acento porteño.
Sonia puso su clásica carita de ángel cuando quería salirse con la suya. Imploró a Laura con la mirada que la dejara jugar con los dos niños que acompañaban a las señoras.
Laura entornó las pestañas. Se llenó del suave y rítmico sonido de las olas del mar.
Roberto no aparecía. Sus pensamientos reproducían escenas de lo que había ocurrido ayer...
-¡Pero qué niña tan inteligente! ¿Cómo sabes que en Europa es invierno?
-Porque mi tío está en París. Me escribió y dijo que cuando allá es verano, acá en Brasil es invierno.- su mirada estaba cargada de orgullo.
Laura se puso los lentes oscuros. Buscó en su mochila la novela que había
traído para leer, pero no podía concentrarse.
Pero ¿cómo pudo haber pasado...cómo no pudo detener a Roberto? Tantas enseñanzas sobre moral y religión en el colegio de monjas no habían servido para nada. Ni siquiera se resistió.
Voces familiares le hicieron levantar la vista.
Con un bolso en una mano y dos sillas playeras en la otra, venía caminando indolentemente el hombre que ocupaba sus pensamientos. No era muy alto. Su físico era espectacular. Sus brazos se veían musculosos y fuertes. La vio, pero su mirada se resbaló en ella con indiferencia
La alegría que le produjo verlo se trocó rápidamente en decepción. Venía con Violeta. Su mujer. La brisa mecía la bata que marcaba perfectamente su voluminoso vientre que ostentaba un embarazo de cinco meses. Sus hijos corrieron alegres cuando vieron a sus hermanas.
Sus padres venían detrás. Su mamá no aparentaba los treinta y tres años que tenía. Era muy hermosa. Todos decían que Laura había heredado sus rasgos y su cuerpo. Su papá tenía cerca de cincuenta años y los aparentaba. Su obesidad lo hacía incluso más viejo. Pero nada tanto como su calvicie para avejentarlo.
Cuando la vieron, la saludaron. Se instalaron cerca de ella. Depositaron botellas y una conservadora sobre la arena.
Roberto llevó a sus hijos al mar. María Teresa, su mamá, y Violeta, se sentaron y conversaron.
Oyó que su mamá hablaba sobre lo que harían esa noche. No quería estar ahí. Dijo que entraría al mar y se despidió.
Fue lentamente. Miró con disimulo hacia Roberto. El contraste del agua fría con su piel caliente, la hizo estremecer.


Se sintió despechada por la falta de atención de Roberto. Lo que había pasado la enfadaba. La desorientaba. Estaba consciente que no debía enamorarse de su padrino. No, no era la diferencia de edades. Tenía treinta. No eran muchos.
Se sentía perdida. Confusa. Sin tener a nadie a quién pedir consejos. Intuía que debía dejar de pensar en él Pero su voluntad flaqueaba. ¡Lo veía tan apuesto! Lo que más le molestaba era su indiferencia. Como si no la viera. Como si fuera una niña. ¿Por qué la había amado si así lo creía?
Por la noche no pudo dormir. Pero el insomnio le dio una solución. Debía ahogar su amor. Olvidar todo. Antes de que se supiera lo que había ocurrido. No debía seguir pensando en él.
Su madre siempre había dicho que la moral debe primar sobre los deseos. Debía olvidar todo. Tal vez aceptaría caminar con Mariano y su grupo al atardecer.
Pero antes pediría consejo a su mamá. Siempre tuvo una buena relación con ella. Eran buenas amigas. Pero...se atrevería a contarle “todo”? Un rubor involuntario le llenó de calor el rostro. Bueno, no entraría en detalles. Le hablaría de sus sentimientos. La situación del galán maduro que la hacía suspirar, sin decirle quién era, por supuesto.
El día siguiente fue igual al anterior. Cálido y soleado. Le pareció ver en el rostro de Roberto una sonrisa cómplice a la hora del almuerzo, pero no estaba segura.
Por la tarde, su mamá dijo que no iría a la playa. Haría compras en el supermercado. Prepararía una cena que asombraría a todos.
Todo el grupo fue al mar. Roberto se despidió al llegar a la orilla. Trotaría cinco kilómetros hasta llegar al otro extremo del balneario.
Su madrina se recostó en la silla y se puso a leer.
Mariano la vio de lejos. La invitó a jugar voleibol , pero estaba tan desconcentrada que tuvo que dejarlo.
Decidió ir a hablar con su mamá. En la mochila tenía las llaves que le había dado su papá cuando fue con sus hermanitas al agua.
El hotel estaba desierto a esa hora. Abrió la puerta. La televisión estaba encendida. Se dirigió a la cocina. Su mamá no estaba ahí. Pensó que no habría vuelto aún. Pero sobre la mesa vio varios paquetes con provistas que ostentaban la propaganda del supermercado que estaba cerca del alojamiento. ¿Habría vuelto a la playa? Decidió volver para averiguarlo. Ya encontraría un momento de intimidad para hablar con ella. Antes de salir entró al baño.
Roberto y su mamá, pegaron un respingo. Ella estaba ridícula con el pelo mojado, tratando de taparse los senos y su sexo. El, tenía los ojos cargados de asombro.
Una amalgama de sentimientos tomaron a Laura prisionera. Sorpresa, susto y rabia se trenzaron en su estómago. Inexplicablemente, comenzó a reír con carcajadas histéricas.
Roberto, sin decir esta boca es mía, salió del baño. Como si hubiera esperado la salida del hombre, las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos mezclándose con las gotas tibias del agua de la ducha.
María Teresa se envolvió con una toalla. Hablaba, pero Laura no entendía nada. Hasta que por fin, como en sueños, comprendió que le pedía que no dijese nada a su padre.
Las arcadas la doblaron en dos. Su mamá le limpió la cara con una esponja húmeda. La acostó en la cama y le preparó un té.
Ese verano maduró de golpe.



Texto agregado el 01-06-2008, y leído por 1080 visitantes. (92 votos)


Lectores Opinan
22-01-2014 Interesante relato, atrapa!!!!! lotty
17-03-2009 muy buena...muy real pocopique
08-01-2009 :) muy bueno. diego_c
11-11-2008 Pobre Laura y su moral, que poca queda cuando de esa forma se madura. Excelente de principio a fin. kaia
04-10-2008 Me gusta mucho leerte, pero me da un poco de envidia. Mucha para decir la verdad. ****** Tendría que haber más. permiso
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