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Hace más de cinco meses que jugaron, por primera vez a tentar las maldiciones, cansados un poco, quizá, de la vida que llevaban cada uno por separado. Él y su esposa, ella y sus pololos, nunca nada tan bueno, nunca nada tan pasajero.
La primera vez que se vieron, ella llevaba unos libros y él un bolso, esa naturalidad de ser caballero con las damas le provocó abrirle la puerta y mirar que tras ella la algarabía de mujer que le suponía, un cuerpo digno de promover. Desde ese día reparó en esas maneras de hembra que a ella le acompañaban y hasta que un día sin más la invitó a salir, llevaban largas charlas en el cuerpo y nada que estuviera permitido los iba detener.
Ella pidió una primavera y él una cerveza, y así se les fue la tarde, hablando de cosas que de alguna manera valían la pena rescatar. Fue el alcohol el único responsable de que luego de mucho hablar, se terminaran diciendo lo que por sus cuerpos pasaba cuando estaban frente a frente.
Tuvo que suceder un día cualquiera, el menos esperado, quizá para jugar a las tentaciones, sin que nadie lo notara, incluyendo ellos mismos.
Se fueron lejos, donde nadie, a los dos los conocieran, donde los pliegues de su blanco vestido, ni las arrugas de su camisa fueran a ser familiares para nadie, porque se encontraban solo para beberse uno al otro, con el fuego que les quemaba, con la argolla de él guardada en la billetera y los prejuicios de ella en el bolso.
Después de tres horas ya se habían dado todo, sus cuerpos lucían ya exhaustos y sus bocas ya no ardían de besos. Se prometieron no volverse a tocar, ni aunque el cuerpo se los pidiera nuevamente, ni aunque les quedaran cuentas entre las sábanas por saldar y se alejaron y por un buen tiempo esto les resultó. Pero las pasiones son severas y de algún modo queman el centro de los placeres, provocando deseos nuevos en bocas pasadas y en cuerpos ajenos.
Y se volvieron a tocar, una vez más, anteponiendo la promesa de no volver a hacerlo, apelando al buen juicio, se dejaron libres de deseos, escondidos como antes, perdidos como nunca, alejando de si cada pensamiento, bebiéndose el fuego, una vez más, con la sangre ardiendo, tentando maldiciones, de una sola mirada y por supuesto con la promesa añeja de no volverse a tocar.
-Viste que de estar casados, yo te estaría diciendo; “ya po’ vístete que estamos atrasados” y cuanta estupidez más.- Dijo agregando algún tema de conversación a la silenciosa ceremonia de vestirse.
-Idiota.- Replico con una sonrisa. –Para que te casaste entonces.- agregó riendo, haciendo una pausa se sentó en el borde de la cama a ponerse las medias.
-Que bueno que ya es la ultima vez, porque de otra manera, esto no terminaría nunca.– Dijo tratando nuevamente de romper el hielo que parecía la charla sin respuesta.
-De todos modos ya estamos malditos.- Respondió ella sonriente. –Tú nunca tendrás una vida sexual buena con ella y yo nunca encontraré a ese hombre que me quiera bien.- Agregó manteniendo la sonrisa en la boca, feliz, de algún modo feliz.
Bajo la misma promesa de no volverse a tocar, se juraron no contarlo a nadie, que eso de probar besos añejos, con sabor a culpa, sería un eterno secreto... Para saber, si tentar las maldiciones, es de malditos inocentes o de malditos de los que la sangre les hierve.

Texto agregado el 16-05-2008, y leído por 110 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-05-2008 Te invito a que leas mi cuento La fórmula de la felicidad que tiene que ver con este cuento tuyo que me parece bueno. ¿cuantas mas veces esta pareja volvería a hacer el amor y a prometerse no volverlo a hacer? Buena la historia. dinosauro
 
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