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Inicio / Cuenteros Locales / yamilethlq / Piruetas y un testigo preferencial

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Una hormiga ve llegar al saltimbanqui de Normandía y no sospecha que para irrumpir en la plazoleta ha tenido que cruzar, con hambre, los puentes rotos sobre el Sena y el Loira. La señora de la casa ambarina, que practica una receta de pan escuchando A Night in Tunisia y deseando levemente un romance en París sin esposo, tampoco predice de dónde ni para qué ha llegado el saltimbanqui. Pero, a él no le importan esos detalles indelicados, esa poca percepción con olor a cebollas frescas y harina a punto de caducar; y saltando-saltando explora con fervor y delirio la pileta, las baldosas, los azulejos y, sobre todo, los cazabombarderos que, desde las esquinas, amenazan con desbaratar la explosiva paz del lugar. Pero, en ese su natural deslumbre, el saltimbanqui se equivoca de piruetas hasta enredarse en la alambrada que le desgarra el puntiagudo gorro y los pantalones de campana. Se cubre con las manos todo lo que puede: le teme a que alguien espíe con malicia sus latidos. Nadie se ríe, y es lo mejor. Maltrecho, se equivoca de muecas hasta desembocar en llanto. Todos lo miran, un conejo, las colegialas y hasta el dependiente de la casa de cambios que merodea para captar nerviosos clientes que de pronto sientan espasmódicos deseos de hacer una millonaria transferencia a un pariente pobre del otro lado del Sena, pero él sólo quiere volver a ser el equilibrista que saltando-saltando cruza el Loira por un aplauso o una propina o una sonrisa o una caricia o una promesa de revolución. Se repone y, en una breve pelea, se hace del escudo de plástico que el hijo de la señora que amasa bizcochos ha sacado temprano para cazar hormigas haraganas y algún distraído paquidermo. El chico llora y el saltimbanqui, que sabe de batallas desiguales, le recompensa con una urgente nube de azúcar arrebatada al jardinero que anda regando sobre los insectos, sin excluir a la hormiga que ni sospecha. Ahora está sediento y vehemente. Jadeando, despierta al bardo ebrio que reposa sobre el césped y, sin rodeos —como quien le canta sus derechos a un acusado—, le informa: “Me gusta el cognac tanto como las tormentas de arena en el médano”. Se embriaga solo. Tiene recuerdos sin clasificar y quiere olvidarlos, todos, para devolverse ligero a una guerra de donde cree haber partido. Antes de marcharse, perturba con alevosía al enjambre del único árbol empotrado en la catedral y se persigna para no caer en la tentación de quitarse los zancos y empezar a volar como la abeja reina que lo perseguirá hasta liberarse de su aguijón. No ha sido un buen día. En la plazoleta no quedan espectadores, sino testigos: el chico dirá que no vio nada. Y los agentes del orden sólo le creerán a él, por aquello de que los niños siempre-siempre dicen la verdad.


Texto agregado el 01-05-2008, y leído por 392 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
02-05-2008 Le puso alegría a un día que necesitaba de un poco de luz color caballito de mar. ¡Excelente! Hangyakusha
01-05-2008 ME gusto, mis felicitaciones y un beso*****Pablo melenas
 
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