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SUICIDIO


“... ya no tiene sentido seguir escribiendo”- en realidad, ¿Qué mierda tiene sentido?- se preguntó mientras apagaba en el pocillo de café el filtro, medio consumido, del último cigarrillo. Su último cigarrillo.
Hacia mucho calor, pero su cuerpo no lo sentía. Estaba helado. Llevaba sweater y campera, y por más que no lo notaba estaba transpirando. Su cabello, algo rubio, no estaba acostumbrado a estar descuidado, sin embargo ya no importaban ni el baño ni el peine.
Siguió escribiendo, no quería estirar más ese momento.
“Espero q’ me comprendan, les pido perdón por hacerlos sufrir”.
¿Perdón? No. Lo único que le faltaba era también ser responsable del sufrimiento ajeno. Tachó con violencia la última línea y en su lugar escribió:
“ Simplemente, hasta siempre”.
Firmó. Puso la fecha y hora, escribió 15 horas, recién eran las doce, así que aún le quedaban tres horas más.
Los amplios ventanales le impedían al fuerte sol hacerse cargo de la iluminación. Solo una pequeña lámpara lastimaba la oscuridad del lugar; la de su corazón era infranqueable.
Se levantó y se dirigió a su cuarto.
Las cosas habían sucedido demasiado rápido. Hacía apenas dos semanas que había escapado de Buenos Aires. Creyó que en Corrientes estaría la mansedumbre que su corazón necesitaba. Definitivamente se había equivocado.
Entró en el cuarto y de la mesa de luz tomó un sobre y una cajita de cartón. Regresó a la mesa. Se sentó. Tomo la carta y la leyó detenidamente. Degustó y disfrutó cada palabra que sus ojos acariciaron. Solo algún cuento de Borges le había dado mas placer que esa carta. Y era lógico, esa carta era todo lo que quedaría.
Cuando la terminó de leer suspiró y rápidamente la guardó en el sobre. La dejo sobre la mesa.
¡ Conque esperanza había llegado a corrientes!
Buenos Aires ya no era lo mismo. Ya nada tenía sentido en Buenos Aires.
Valeria había quitado el vértigo de su vida. No, no Valeria, sino esa maldita confesión, esa maldita noche; esa maldita enfermedad.
El SIDA se había llevado a su Valeria antes de que pudieran compartir otra noche de luna llena.
Ella, que le había dado sentido a su vida, le había quitado todo.
No tuvo tiempo ni de saber como se había contagiado. Es mas, ni siquiera sabía si el monstruo corría por sus venas. Pero ya no le importaba.
En apenas dos semanas y media Valeria dejó de existir. Era extraño. No pudo entender como una persona tan llena de vida se podía consumir tan rápidamente. Primero, su risa que dejó de brotar espontáneamente. Él amaba es risa y nunca más la pudo escuchar. Después, lo peor, el brillo de sus ojos se fue apagando con las lágrimas y el dolor. Y mientras los ojos de Valeria se apagaban, los suyos se tornaban opacos, insulsos; ya no querían ver tanto dolor.
Abrió la cajita de cartón y sacó de ella una bala. La miró detenidamente. La acarició. No comprendía como esa superficie fría y dura, como su vida, podía ser la solución a su infierno. Apoyó la punta contra su cabeza un largo rato. Parecía tan indefensa, un punzón le habría causado mas daño. Se rió sarcásticamente y guardo la bala.
Dos días antes de que muriese ya había decidido abandonarla. Era demasiado para él y ya no lo toleraba.
Sabía que María había partido hacia Corrientes. Pensó que aún podría quedarle algo de amor para él.
Dos días después, en el momento en el que subía al micro, los ojos de Valeria perdían el último destello de luz que le quedaban.
Recién se enteró de su muerte al día siguiente. Leyó en los avisos fúnebres del diario “Valeria Agustina Rojas Q.E.P.D., sus padres, hermanos, sobrinos y Pablo”. Se sorprendió por figurar en la lista y más aún por ser el único al que se lo nombraba; y simplemente como Pablo.
Se avergonzó por su cobardía, pero ya no había vuelta atrás. Pensó en llamar a los padres de Valeria, pero enseguida cambió de idea. Sin dudas, ese error, era una de las cruces que más le pesaba a su corazón.
Sonó el teléfono. Se asustó. No lo atendió. Luego de unos instantes, se arrepintió y llamo a recepción. Efectivamente el conserje del hotel tenía un mensaje para él: María iría a verlo a las tres y media.
Cuando se enteró no pudo evitar la carcajada. Ingenua! A las tres y media solo seré un recuerdo mas de este mundo! Disfrutaba de esa extraña sensación. Qué hubiese pasado si la invitación hubiese sido a las dos? Habría ido? No lo sabía, pero tampoco debía importarle. La invitación era a las tres y media, y a esa hora él ya no estaría.
En cuanto pisó suelo correntino, lo primero que hizo fue llamar a María. Su dulce voz se tornó fría, cortante e inflexible en el contestador. Cortó. No le dejó ningún mensaje. Luego de instalarse en algún hotel la llamaría de nuevo.
No le costó mucho encontrar alojamiento. Recordaba que en ese hotel habían parado María y él cuando fueron a anunciarle a los padres de ella que se casarían.
Todo iba verdaderamente bien. El nunca había pensado en otra mujer que no fuera María; y, tal vez, nunca lo hubiese hecho si Valeria no se le hubiera cruzado en su vida.
Todo empezó esa mañana en que discutieron sobre la soledad. Una simple frase que Valeria dijo lo sorprendió. De golpe comenzó a mirarla con otros ojos. No pudo entender como esa chica estúpida, como siempre la catalogó, pudiese pensar y decir algo con tanta profundidad.
Primero, fue esa frase. Después, su pelo, largo, lacio y azabache casi azul; su piel, sus caricias y sus ojos color miel. Sin darse cuenta rompió su compromiso y se embarcó en una aventura que no sabía como terminaría.
Terminar; nunca había imaginado este final. Saboreaba sus últimas tres horas.
Tiró el café que aún quedaba del desayuno y preparó uno muy cargado. Total - pensó- mucho mal; es imposible que me haga.
Ya no estaba acostumbrado a tomar café. Valeria se lo había quitado. Era lo único que le había prohibido.
- No seas boludo, eso te hace mal enserio- solía decirle ella cuando se sentaba frente a su tasa de café todas las mañanas.
Hacía tiempo que él había dejado el café por ella. Y ella... ingrata, se había ido igual, dejándole él, alma vacía y el estómago desacostumbrado a la cafeína.
Su objetivo, cuando llegó a Corrientes, era claro. Así, que en dejó las valijas en el hotel, salió a la calle para recuperar a María.

Se sirvió el café con dos cucharadas de azúcar y se sentó en la mesa.
Cuando encontró a María también la invitó a tomar un café. Ella aceptó inmediatamente. Él, se sorprendió. Había esperado gritos, insultos, desprecios; hasta alegrías. Pero nunca eso. La cara de María no tuvo, siquiera, un vestigio de asombro. La indiferencia le heló el alma. Igualmente había aceptado la invitación.
Bebió un sorbo de café. Estaba amargo. Enseguida sintió un fuerte ardor en el estómago, estaba realmente cargado. Le agregó 3 cucharadas más, no soportaba lo amargo.
Por más que se aseguró de ponerle azúcar al café de María fue el más amargo de su vida. Quién y cómo podía endulzar algo semejante. Que ella no lo quería ver más; que aún lo amaba, pero que eso no importaba; que se quería casar y que estaba reencontrando la felicidad con Carlos, que quería tener un hijo con Carlos.
Carlos fue un golpe bajo, un golpe que no esperaba. ¡Quién carajo era Carlos! ¡Qué derecho tenía a robarle su última ilusión! ¡ En definitiva, quién era ese desconocido que se entrometía en su vida para manipular su futuro, para digitar caprichosamente entre su vida y... su muerte!
Los segundos comenzaron a acelerarse al ritmo de su corazón. Imagino a Valeria junto a él. Luego a María. Luego su soledad y a Carlos riéndose de ella. Era extraño, no lo conocía y lo odiaba.
Se preguntó si se podía odiar a alguien a quien no se conoce. Ya ni su odio tenía valor, era insulso y no tenía rostro. Además, su oponente no se enteraría nunca de su existencia.
- María, María - canturreo mientras dejaba que el café se enfriase - mira lo que me hiciste-.
De golpe algo lo interrumpió, sintió un fuerte golpe, pero no en su cuerpo, en su alma.
Sonó el timbre, el despertador comenzó a gritar. Eran las tres; era María

JL


Texto agregado el 24-04-2008, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


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