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Ventura García Calderón


Desde las riberas del Mar Pacífico hasta el “Cerro de las brujas”, que está en los Andes, nadie ha tenido reputación más siniestra que aquel don Jenaro Montalván, llamado “Remington”, como sus parientes de la provincia, por el uso abusivo del rifle, pero más frecuentemente “el Mocho”, por la oreja de menos que le rebañaron los chinos vindicativos en una antigua sublevación peruana. Con “el Mocho” atemorizaban las madres a los niños. “Ya viene el Mocho”, decían las gentes, y la provincia entera temblaba si en su erizado y espumante caballo de paso acudía a una pelea de gallos. Llegaba, trayendo en su alforja a su Ají seco, tan temido por lo menos como su dueño, un gallo desplumado y feroz, invencible en las canchas de los contornos. Un entusiasmo temeroso encendía a los gañanes cuando, arropado en su poncho negro, don Jenaro los hipnotizaba con aquella mirada magnífica bajo las cejas frondosas, exclamando:

—¡Cincuenta soles de plata al que derrote a mi gallo!

Crispado en el menudo redondel, seguro de la victoria, como su dueño, el gallo medía a su rival con el ojo redondo, maliciosamente, y de un salto brusco le tajaba la cabeza con la navaja atada en el espolón. Don Jenaro recompensaba entonces al propietario de la víctima, murmurando con respeto:

—¡Murió en su ley!

Le enfadaban únicamente los gallos que eludían el combate, y los perseguía fuera del redondel con su revólver. Así, decían las gentes del país, había perseguido a sus parientes. Porque una aversión misteriosa como las querellas de la clásica antigüedad iba acabando con la raza de los Montalván, raza hermosa y bravía de jinetes rencorosos, que se exterminaban impune y recíprocamente por querellas de agua de riego o de política, en la soledad de un cañaveral. ¡Quién iba a condenarlos, si eran ellos los caciques del departamento, diputados o senadores que con la amenaza de revolución hacían temblar en Lima a los presidentes!

Pero ninguno se había aborrecido tanto como Jenaro y su primo Jacinto, poderoso hacendado también. Desde veinte años atrás, esta lucha abierta era el drama popular de la provincia. Se perseguían a balazos por una carretera; dos o tres veces, capitaneando la peonada a caballo, se invadieron mutuamente las haciendas; y con algún emisario secreto, se envenenaban periódicamente el agua de una tinaja. La provincia, dividida en jacintistas y jenaristas, miraba con asombro aquel encono perdurable y sin causa aparente. Sólo los viejos peones de las haciendas, los negros “bien hablados” y casi brujos que saben dónde están escondidos los tesoros de los “gentiles” y por qué la viuda blanca salta al caballo del viajero nocturno para clavarle las uñas como aguijones, sólo los viejos muy canosos podían contar que “hace tanto tiempo, mi amito”, don Jenaro halló en una cabaña de pescadores, junto al mar, a su joven esposa en brazos del primo Jacinto. Casi desnudo, a galope, pudo éste huir sin que lo persiguiera nadie; pero la esposa de don Jenaro Montalván, la suave y pálida Clorinda que lloraba sin término, fue atada como estuvo, sin más vestidos que sus cabellos, en el lomo de la cabalgadura y llevada así a la hacienda. Los peones del camino vieron pasar el cortejo lento con un asombro creciente, que iba a ser terror en toda la comarca. Don Jenaro llevó de la brida al caballo hasta llegar al edificio de la molienda, y en la inmensa paila en que hierve el moreno zumo de la caña de azúcar —a pesar de los llantos clamorosos y de las indias que se arrastraban de rodillas implorando la clemencia del amo—, arrojó a su romántico amor. En la paila fue quemada viva doña Clorinda de Montalván, y durante dos años por lo menos nadie quiso probar azúcar, que parecía tener sabor a sangre.

Aquel don Jenaro, tan buen mozo, que ostentaba en la feria los mejores caballos de paso, los ponchos de relumbrón y esos sombreros de Catacaos tan sutiles que sólo pueden tejerlos manos de mujer en una noche de luna, acabó por ser este viejo mugriento de cejas foscas y poncho negro, gallero insigne y amparador de bandidos.

—Estaba en su ley —observaban las gentes con esa ruda justicia de mi tierra—. Jué culpa de la finadita, que le faltó, pues, señor. El agarró y se desgració; quedaron parejos. El gallo tiene su espolón.

Así decían, añadiendo un “¡Pobre don Jenaro!” los peones ancianos para explicar la ruina de aquella vida. Con los años parecía relajarse su crueldad antigua. Ya no ataba a los culpables del más simple delito con un cepo de clavos que los hacía ulular toda la noche. Y cuando circuló por las haciendas comarcanas la noticia de que estaba muriéndose, la compasión fue general. Pero noticias más extrañas acrecentaron la curiosidad y la simpatía. Se estaba arrepintiendo al cabo el tremendo autor de tanta fechoría, el viejo hereje que instalara en la capilla de la hacienda una cancha de gallos. Había pedido confesión, y como el penitente era de fuste, el reverendo obispo del departamento no vaciló en cabalgar dos días para traer los santos óleos.

Tal extremaunción fue, por supuesto, una de las más ejemplares fiestas de la provincia. En los curatos lejanos se decían misas por don Jenaro, y el alma romántica de las gentes se entusiasmaba con la santidad de aquel epílogo. Milagro fue de Santa Rosa, que en su capilla del Carmen alto, circundada de cañaverales de azúcar, parecía mudar toda la dulzura ambiente en un irresistible don melífico. Por las noches, cuando pasaban las carretas, los gañanes detenían los bueyes para dejar en la capilla la flor que llaman “la bandera”. Junto a la casa de la hacienda se habían visto luces rojas en la noche. “Yo la vide, comadre, se lo juro por estas cruces”, aseguraban los cortadores de caña, besándose el pulgar y el índice cruzados. Era Mandinga, era el diablo que venía a llevarse el alma prometida; pero en su lucha con la santa, ésta había vencido de tan celeste manera que don Jenaro manifestó el deseo de ver, antes de morir, a su primo Jacinto, para perdonar los rencores pasados. Al saberse el proyecto de reconciliación sublime, la provincia entera tuvo el entusiasmo de un espectador de quinto acto. El lunes, con el alba, en medio de repiques de campanas, salio el obispo a Tamborán, el fundo del primo Jacinto, y el martes por la tarde su regreso fue triunfal en el patio de la hacienda, decorado con arcos y guirnaldas. Vestidos de fiesta, los peones esperaban la bendición como en las romerías.

Sin descalzar espuelas ni quitarse el poncho, don Jacinto Montalván avanzó, precedido por el obispo, al cuarto en donde el primo Jenaro exhalaba a trechos un quejido anhelante, con la mano crispada en el corazón.

—Jacinto —dijo el moribundo, desde el solemne lecho colonial, entreabriendo los ojos—, te he llamado para que me perdones.

Con voz asmática explicaba el pasado, se sinceraba, mezclaba a Dios y los santos, y concluyó diciendo:

—¡Dame un abrazo, hermanito!

En el cuarto obscuro rezaban algunos servidores. “Jesús, María y José”, gimió una vieja, estremeciéndose y besando el suelo por humildad. Dos voces de mulatos sollozaron: “¡Mi amito!” Conmovido también, Jacinto se inclinó sobre el lecho para dar el abrazo de paz; pero retrocedió bruscamente. El viejo se había erguido a medias; el revólver que ocultaba entre las sábanas brilló un momento en sus manos inhábiles y cayó al suelo con un ruido fúnebre. La voz de don Jenaro, enronquecida por la agonía, silabeó entonces con desaliento:

—No puedo… ¡Hijo de… perra!

Estaba muerto ya, y tan pavorosa expresión reflejaban los ojos vidriosos, que el mayordomo de la hacienda le tendió sobre el rostro un pañuelo de colores. El obispo y sus familiares rodearon con estupor indignado a don Jacinto Montalván, excusándose de lo ocurrido, temiendo tal vez que los creyeran cómplices en la emboscada aviesa. Su Ilustrísima acompañó hasta el caballo a don Jacinto, silencioso y ceñudo. Pero cuando éste se hubo afianzado en los estribos del cajón, le oyeron que murmuraba con un asombro respetuoso ante aquel rencor magnífico:

—¡Pobre don Jenaro! ¡Murió en su ley!

Texto agregado el 23-04-2008, y leído por 5086 visitantes. (1 voto)


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