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Érase una vez, en un reino muy, muy lejano, un bosque verde y frondoso, vamos, lleno de árboles. En el medio, una ciudad de deslumbrante mármol y granito. Al norte, una casita con un pequeño jardín de madreselvas y lirios en la entrada. En la habitación junto a la cocina, una cama de madera con labrados florales, Sobre la almohada, una carita sonreía en reposo, la niña más fea de la casa del norte de la ciudad del bosque.

Si alguna vez alguien osó mirarla, descubrió con repugnancia que sus ojos no tenían fin. Una pequeña nariz, retorcida y alzada como si de un cerdo se tratara. En sus manos, los dedos carnosos y peludos apretaban con ganas de asfixiar, mientras la espalda curva se encogía sobre el cuerpo.

Dormía junto a la cocina para poder limpiar fácilmente las heridas cuando las pústulas de su piel estallaban en la noche. Cuando levantaba, el pelo que caía por su espalda y por su rostro, unido al vello que le brotaba de cada poro, era crespo, grasiento y tiznado.

Se dice que sólo se la escuchó hablar una vez, pero que su voz era tan estridente que rompió la cristalería completa de la casa y calló. Así, sus labios de grotesca carne fresca permanecen cerrados en una continua mueca de desprecio por el mundo.

Cuando el sol levantaba y ella despertaba, las nubes rápidamente protegían al astro para que un ser tan profundamente desprendido del mundo humano no contaminara el bello amanecer. Lentamente, se intentaba lavar el cuerpo y cepillar el cabello, acción inútil. Suavemente, salía al jardín con las flores marchitadas a su paso. Se sentaba en el banco del fondo, aquel de madera que su padre labró para ella y dejaba pasar el tiempo a su alrededor. Y era feliz.

El tiempo es un viejo conocido del mundo. Achacoso y despreciado hasta que marcha por la puerta, el tiempo no tiene compañía. Nadie consigue seguir a su lado, nunca. Y el tiempo, simplemente, pasa. Como las olas, que en el mar vienen y van, o el viento que se arremolina sobre la arena para después huir riendo, el tiempo susurra alrededor de las personas. Dice lentamente palabras al oído, palabras de esperanza, de aliento, de muerte, de desesperación…

En aquel banco de madera, sobre fresca verde hierba, con el aroma de las madreselvas y de los lirios, el tiempo pasaba alrededor de la niña, mientras le susurraba al oído “preciosa princesa”. Y ella era feliz.

Poco a poco, los años transcurrieron. La niña se hizo una mujer y después una anciana. Y el tiempo seguía pasando a su alrededor, con palabras de amor sincero. Un día, la anciana murió y el tiempo no pudo parar su marcha y despedirse de ella; nunca supo quedarse a su lado, sólo rodearla con sus brazos de horas y acompañarla unos minutos, siempre a su lado, no con ella.

A su muerte, no pudo cambiar viejas costumbres. Recuerda, que en un reino muy lejano hay un bosque con una bella ciudad en su centro, al norte encontrarás una casita con un pequeño jardín en la entrada de fragante aroma de madreselva y lirios, al fondo un banco de madera ajada; si te sientas en éste, escucha, pero recuerda que el tiempo sólo pasa, nunca se queda contigo. Por muy feliz que seas.

Texto agregado el 21-04-2008, y leído por 119 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
23-04-2008 Meparecio excelente, una verdadera historia magica y bella, mis felicitaciones y mis 5 estrellas eldiablox31
23-04-2008 Me ha gustado, es dramatico, (una mescla de humor y tristesa)... Es bueno, y bien redactado aunque muy corto. ARZEL
21-04-2008 Buen cuento, bonito, simple y a la vez enrevesado y... gracioso, porque no? lander_madaria
 
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