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VOLVER A VIVIR





El día está hermoso... El viento mece las hojas de los árboles y los alhelíes despiden su dulce aroma. Hay silencio en el camino. El cielo es de un azul intenso, como acostumbra a ser el cielo de Madrid en primavera. Querida mía, te amaré a través de los siglos... Siempre.
Leí estas palabras en el último párrafo de una carta que firmaba un tal Raúl.
Aquel verano de 2004 la familia decidió, de mutuo acuerdo, trasladarse a Cornualles, en el extremo Suroccidental de Inglaterra y pasar allí unos días de vacaciones al mismo tiempo que organizábamos los trámites necesarios para poder hacernos cargo de una antigua casa heredada por mi padre, casi milagrosamente, de unos parientes lejanos por cuyas venas, parece ser, corrían algunas gotas de sangre española de las mismas características que las de mi progenitor. La casa, preciosa, de dos plantas - yo que no entiendo nada de arquitectura, sólo supe decir: “muy inglesa” y con esas dos simples palabras dejé clara mi opinión -, tenía ubicada en un hueco del techo del piso superior, una escalera escamoteable mediante la cual, se accedía a un desván que acabó siendo el refugio de mis correrías por aquellos novedosos lugares. La curiosidad que siempre he sentido por las cosas antiguas fue lo que me llevó a husmear entre los trastos inútiles que se acumulaban en aquel altillo y dentro de un arcón que contenía libros, cajas con miniaturas, cintas, cromos y bagatelas, encontré la carta.
El sobre, amarilleado por el tiempo, iba dirigido a una “Lucía” que usaba un apellido coincidente con el mío, por lo que saqué la conclusión de que debíamos de ser parientes. La escritura picuda, de caligrafía anticuada, casi ilegible por el deterioro causado en el transcurso de los años, me emocionó con una desproporción tan intensa, que tuve que reconocer con extrañeza, lo incoherente del sentimiento. Aquel último párrafo que aunque poético, se apartaba de las expresiones actuales, mucho más desenfadadas, hasta el extremo de resultar visiblemente cursi, sin embargo, no me causaba rechazo sino una inquietud que rememoraba sensaciones vividas, incomprensibles para mí. Ese sentimiento interno de pertenencia, fue lo que me decidió a indagar en aquel hecho. Algo misterioso me impulsaba a descifrarlo, algo importante que formaba parte de mi vida aunque no quisiera admitirlo.
Con la carta en el bolsillo de mis vaqueros, salí de la casa dando libertad a mis pasos para que buscaran un camino. Mi mente estaba vacía cuando llegué a una colina desde la que se divisaba una pequeña bahía. Sentada en la cumbre, saqué la carta y volví a leerla. Sus palabras impregnaban todo mi ser de una alarmante seguridad en el conocimiento de la situación que, paradójicamente, resultaba irreal. Era una carta de amor, de triste ruptura. Raúl, el firmante, intentaba explicar a su amada Lucía, las circunstancias que le obligaban a contraer matrimonio con otra mujer. Yo, ataba cabos. Lucía y yo éramos parientes, sin duda, pero ¿por qué yo sentía como propio aquel dolor? ¿Qué era lo que nos unía además del parentesco?
Cerré los ojos con la intención de visualizar a Lucía. Quería introducirme en su piel y participar de sus vivencias para poder adivinar aquel entroncamiento. Noté como el viento azotaba mi rostro mientras meditaba serena y ausente de cuanto me rodeaba. Cuando pasado un rato abrí los ojos, todo parecía igual pero el enfoque era diferente. Algo en el tiempo se había trastocado. Yo seguía allí, en la colina. Abajo el mar, la bahía. En mi mano continuaba la carta fechada el 1 de Junio de 1890. Leí...”Amada Lucía...” A lo largo de las líneas se sucedían las palabras de disculpa con un manifiesto propósito de dar alivio al dolor, para finalizar con aquellos poéticos términos que revelaban la desesperanza de un alma resignada a la que el destino, había arrancado por la fuerza, una tierna ilusión. Y comprendí con diáfana claridad toda la historia. Lucía y yo compartíamos la misma esencia, éramos una. Recordé sin obstáculos, con la mente clara, la experiencia de aquel día de 1890 cuando llegué a Madrid desde Inglaterra, agotada por el largo viaje. Volvía a España con la esperanza de fijar la fecha de mi matrimonio. Ya ubicada en la casa paterna, pronto observé la piedad en las caras de los que me rodeaban mientras buscaba una explicación al silencio y a la incomprensible ausencia del que, esperaba, fuera mi esposo. Me enteré más por los susurros de la servidumbre que murmuraba, “él se ha casado con otra”, que por las que hubieran sido necesarias explicaciones de mis padres, los cuales evitaban toda conversación sobre aquel suceso a la espera, tal vez, de un milagro.
Ante la certeza del hecho comencé a languidecer de nostalgia encerrada entre las cuatro paredes del hogar que para mí resultaba una cárcel. Un día de Domingo, mis padres que procuraban aliviar de alguna manera mi tristeza, me obligaron a salir a pasear por el Parque de El Retiro y allí lo volví a ver. Daba el brazo a una hermosa joven vestida de azul celeste. Al pasar por mi lado, se limitó a levantar ligeramente su sombrero en un saludo de cortesía al mismo tiempo que sus ojos traspasaban los míos con una mirada triste que removió mis sentimientos. Se había casado con otra pero me amaba a mí. Pude leerlo en la visión fugaz de sus pupilas que me decían, a gritos, lo que sentía su corazón obligado con pesar, a guardar silencio. Bajé la sombrilla hasta cubrir mi rostro fingiendo un interés por una flor que ni siquiera conseguía ver a través de las lágrimas.
Días después, mis progenitores decidieron enviarme otra vez a Inglaterra, a casa de mi tía-abuela Ágata, en Cornualles. La distancia y el tiempo me ayudarían a olvidar, me dijeron. Pero el olvido de aquel intenso amor no era fácil. La carta que recibí de Raúl poco tiempo después y que ahora, transcurrido más de un siglo, estaba en mis manos, lo afianzó y marcó mi vida para siempre.
Releí las frases de amor, “...te amaré a través de los siglos...siempre”. Hermosa y terrible palabra que obliga a cumplir. Recordé aquel lejano día de Junio en que me acerqué a la colina para sentarme en el mismo lugar donde ahora me encontraba, viviendo otra vida en la que se me conocía con el nombre de Lucía. Comparé las diferentes épocas con total discernimiento. Hoy, la piel de mi cuerpo estaba tostada por el sol, y el viento alborotaba a su voluntad mi pelo corto. En el pasado, me cubría un vestido blanco que arrastraba una corta cola. El cuerpo, envuelto por un volante de encaje, sujetaba una amplia cinta amarilla que ajustaba el talle. Recordé la playa solitaria, el sendero sinuoso, mi lento paso bajo el impedimento del largo vestido. Podía revivir mi desolación; el color del mar, a trozos azul, a trozos verde. Y oí de nuevo aquella voz que parecía surgir de las profundidades marinas... “Ven hacia mí y encontraras el amor perdido...”
Bajé hacia la playa y me hundí en la frialdad del agua sin luchar por subir a la superficie. Las horquillas saltaron de mi cabello que se extendió entre las olas como los tentáculos de una medusa.

-¡Luisa, Luisa!
La voz de mi hermana Emma que me llamaba haciendo bocina con las manos, me volvió a la realidad. La oí gritar:
-¡Tienes carta de España!
De un salto, corrí sendero abajo. La antigua carta que llevaba en mis manos la arrebató el viento y la vi alejarse, danzarina, por el espacio abierto. Sentí un pinchazo de tristeza cuando se ocultó a mi vista perdida en la lejanía; era una parte importante de una vida amada por mí, pero era una vida acabada. Necesitaba olvidarla, no obstante, la inquietud seguía latiendo en mi corazón. Haberla encontrado no era algo casual, sabía que contenía algún mensaje que todavía me quedaba por aclarar.
Como una tromba entré en la casa. Cogí el sobre, lo rasgué con los dedos y extendí la carta para leerla. En ella, Carlos me comunicaba la fecha de su llegada, nos casábamos en Inglaterra, estaba decidido, así que tenía que comenzar todos los preparativos. Con una alegría que se fue convirtiendo, poco a poco, en asombro, seguí leyendo. Sus últimas palabras despejaron, completamente, la incógnita de mi vida y comprendí la razón del encuentro de la antigua misiva de Raúl. El destino al fin, completaba el ciclo.
De una manera inusual en él, la carta de Carlos, terminaba con las siguientes palabras:
“Hoy el día está hermoso. El viento mece las hojas de los árboles y los alhelíes despiden su dulce aroma, hay silencio en el camino y el cielo es de un azul intenso, como acostumbra a ser el cielo de Madrid en primavera. Querida mía. Te amaré a través de los siglos... Siempre”.




Texto agregado el 19-04-2008, y leído por 156 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-04-2008 Una carta puede esconder muchas cosas; Narras los sentimientos de la protagonista y a la vez vas describiendo con imágenes muy lindas el ambiente que la rodea; hay amores que siempre quedan en la memoria y ella así lo sintió cuando encontró aquella carta; buenísimo texto***** marinadelmar
 
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