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encuentro en Cañuelas


Yo sentía que era necesario avanzar un paso más en la relación. Ella aún lo ignoraba, o figuraba desconocerlo. Para mí, ella no parecía “nada más que sí misma” cuando hablaba conmigo, ni yo era simplemente “yo mismo” cuando platicaba con ella. Sabíamos que con el diálogo habíamos roto todas las barreras, y entonces una multitud de personajes surgía en él, por él y a través de él, a su tiempo, buscando adecuado interlocutor en la apropiada ocasión.

Finalmente, dos de ellos permanecieron en cada uno de nosotros: En ella, la maestra ciruela (maestra) y la gitanita, (gitanita). Y conmigo, el caballero (caballero), y el hombre de a caballo (hombre).


Ésta es su historia.


Caballero había dicho que quien se precie de tal, defiende y protege a su dama “hasta de sí misma”. Y había cerrado suavemente la puerta del dormitorio para que maestra descansase rodeada de la mayor calma y serenidad, en un reposo reparador, sólo consigo misma, sabiéndose cuidada y protegida por esa presencia, enorme y contenida más allá de la puerta, más allá de las ansias vegetativas, de las urgencias viscerales...

Pero, luego del descanso, soñolienta todavía, ella dejaba escapar a gitanita, buscando algo más que esa seguridad que le brindaba caballero . Buscaba un contacto suave, leve, tierno, casi inasible, pero un acercamiento físico al fin. Permitirle a gitanita salir de donde la tenía bien guardadita, de ese rincón colmado de polvo antiguo y telarañas, rodeada de objetos remotos, intocados desde tiempos casi sin memoria, fue un acto de insólita audacia. Y luego contenerla no resultó tarea fácil. Tampoco hacerla regresar a su sitio en debido tiempo. ¡Qué va! La furia de gitanita cuando maestra la llamaba al orden era imposible de gobernar. Maestra lo hacía porque detrás de caballero no podía dejar de adivinar la presencia de hombre. Y esa presencia la volvía extremadamente tensa, pues presentía que la síntesis de esa curiosa relación de cuatro finalmente llegaría a través de gitanita. El dilema de maestra no se resolvía buscando el trato con caballero, ya que éste, invariablemente, a través de sus dilatadas, originales e ingeniosas ocurrencias, no cesaba de llamar a gitanita. Y luego era hombre quien, figuradamente, recibía y echaba sobre las ancas de su caballo a la vital, impulsiva y aleteante gitanita.

Maestra no comprendía la naturaleza de esos cambios veloces y sorpresivos; ella tenía muy claros y firmes los límites con gitanita. Era o una u otra; mejor dicho, era una sola. En cambio, caballero y hombre parecían contar con un acuerdo tácito: cuando uno comenzaba un trabajo, el otro lo finalizaba, sin solución de continuidad. O viceversa. Y no interferían entre ellos. Tenían la capacidad y el conocimiento para saber cuándo debía surgir o retirarse cada quien, y cuando dejarle el lugar al otro. Me explico: Entre ellos no había lucha, y colaboraban entre sí, por más que la impulsiva vitalidad de hombre contrastara con la flema británica de caballero .

En cambio, entre maestra y gitanita existía todavía un tire y afloje, un antagonismo latente o explícito casi axiomático. Tanto tiempo guardada en un rincón del desván de los trastos usados, gitanita era incontenible cuando respiraba el aire exterior. Y maestra, siempre con el control total, no parecía dispuesta a compartir el mando, y mucho menos abandonarlo. Para la necesaria convivencia, debía aparecer entre ellas un entendimiento, una manera de acordar algo así como una tregua, aunque fuera transitoria...

Entonces fue que hombre planteó una decisión drástica, que le dio pie a maestra a actuar con rigor espartano. Pondría nuevamente en vereda a gitanita. Definitivamente. Los límites volverían a su natural demarcación. El diálogo entre ellas prometía estar cargado de gritos y olor a pólvora.

Seguidamente hombre conminó a maestra para que entregara, sin más trámite, a gitanita. Y lo hizo a viva voz, permitiendo que ésta advirtiera la demanda, lo que la volvió incontenible. Maestra conocía el paño, sospechó que el tiempo de control y dominio llegaba a su fin, y pidió ayuda. Cuando caballero la escuchó, se ofreció desinteresadamente:

“Déjela ir, doña”, su voz baja y calma sorprendió en el bullicioso ambiente. “Yo doy fe de que se la cuidarán como es debido”.

“Cuando pase por Cañuelas me la deja sin más vueltas”, insistió a continuación hombre.

“Sí, sí”, gritaba gitanita, y maestra se echó a llorar. Había comprendido lo irreversible de la situación, y la aceptaba, no de buen grado, pero sintiendo en el fondo de su ser que ése era el camino.

El ómnibus llegó a la estación de Cañuelas al atardecer. El campo ya se adivinaba, apuntando hacia Lobos por la ruta 205. Entre la gente que esperaba para subir al vehículo, maestra advirtió difusamente su presencia. Al mismo tiempo, algo o alguien se revolvía adentro suyo. Contuvo la respiración., comprimió los puños contra el asiento; los dedos apretando los pliegues del abrigo blanqueaban los nudillos. Una figura alta, delgada, algo desgarbada apareció al fondo de la plataforma. Con las manos en los bolsillos, iba y venía más allá del grupo de pasajeros. “¿Será él?”, se preguntó maestra. “Es él, es él”, le respondió desde adentro gitanita, ya casi emergiendo de ella. “Se va, se va, se está yendo”, se dijo maestra, mientras sentía cómo gitanita se desprendía de su ser, de sus vísceras, de su piel, y adquiría una corporeidad de seis años. Entonces maestra sintió una dolorosa ternura hacia sí misma, y se recogió sobre el asiento. La niña se puso de pie, la miró agradecida, y caminó hasta la salida del micro. Él ya la esperaba abajo. Indistintamente, se alternaban el traje oscuro, zapatos brillantes y corbata al tono, con la camisa holgada, el pañuelo al cuello, las bombachas a cuadritos y las alpargatas negras. De pie en lo alto del estribo, gitanita lo miró, extendió la boca en una amplia sonrisa, y al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas, se arrojó con los brazos abiertos sobre él, que trastabilló ante el impulso vital de la niña. La bajó hasta el suelo y se agachó para decirle algo. Luego se volvieron ambos y saludaron con las manos a maestra. “La cuidaré más que a mi propia vida”, le decía hombre, y gitanita prometía: “No te olvidaré; vendré a buscarte en cuanto pueda”.

“Les creo”, balbuceó maestra, y acto seguido el ómnibus partió rumbo a Bolivar.

Dormitaba cuneada por el movimiento del vehículo, pero pudo apreciar el leve movimiento del asiento cuando un pasajero ocupó con delicadeza el de al lado. Después, como siguiendo una secuencia inevitable, sintió una mano que se apoderaba de la suya; casi da un respingo junto con un vuelco del pulso, pero alguien en su interior (¿gitanita?) le ordenó de no abrir los ojos ni desprenderse de la mano. Comprendió, aceptó, cerró los dedos con fuerza, para luego dejarse llevar por un sueño profundo, calmo, reparador.

Texto agregado el 16-04-2004, y leído por 319 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-04-2004 Pero lo que me estaba perdiendo, al no buscarte más seguido. Delicado trabajo, descriptivo, pleno de imágenes. Un beso. meci
20-04-2004 Es tan curiosa esta historia...con algo de realismo mágico, y mucho de magia pura, etérea. Dificil contar una historia donde los personajes se cruzan se entre mezclan dos a dos, como en un menage a quatre. En algunos pasajes adopta la forma del relato oral para niños, esas historias inventadas justo para llamar el sueño. Impecables descripciones de la geografía interna de los personajes. El uso de algunos diminutivos incluídos en frases arduas por su textura, procura bajar los decibeles como para ser comprendido por la mujer y la niña. Una historia deliciosa y extraña. Un abrazo. Gracias por compartirla hache
 
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