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UN SIMPLE RECUERDO



Sentada en la mecedora frente a la ventana, acompañada de un absoluto silencio, observaba solitaria la sutileza de un amanecer primaveral que anunciaba el comienzo del día. Ante mí se presentaba todo un tiempo inacabable, vacío de quehaceres, inmaculado como un papel en blanco en el que estaba obligada a escribir, por lo menos, una línea que sirviera para dar continuidad al ritmo diario que la vida todavía imponía con suaves latidos, en mis sienes cubiertas de níveas canas. Con profunda nostalgia, evocaba el primer recuerdo de la que ya se podía denominar mi larga existencia: El sonido del mar.

Había nacido mecida con su murmullo mezclado con las nanas maternales. Mis ojos se abrieron a su cambiante color, de un verde transparente en las radiantes mañanas del invierno que finalizaba, a otros más azules en competición amable con el cielo al que se unía en el horizonte; y terriblemente oscuro, negro casi, en los momentos en que se formaban furiosas galernas que invadían de aguas espumosas los paseos, como si aquel mar enfurecido, amante celoso, quisiera poseer la ciudad entera.

El mar, sí. Ese era mi primer recuerdo. Ni la madre, ni la casa, ni la arena, ni la playa. Solamente el mar. El agua que tenía vida me hablaba en un susurro de palabras que únicamente yo podía comprender. La mar y yo, éramos una. Así, en femenino, como la llaman los marineros, los pescadores, sólo la gente de mar.

Crecí arrimada al pretil que me separaba de sus envites, echándole un pulso. ¡A ver quién puede más! Tú con tu fuerza, tus cambios, tus olas, tus arenas y tus espumas. Yo sólo con la mirada puesta en el horizonte, estudiando tus ondas, tus colores. A la espera de que vinieras hacia mí para acariciarme. Cada gota que me salpicaba, era el beso de un amante. Jugábamos a querernos. Te acercabas unas veces con cuidado, asustándome otras, como si fueras a envolverme con una fuerza viril y al llegar a mi altura, te deshacías en caricias un poco torpes de hombre rudo, en espumas blancas cubiertas de algas que me ofrecías como regalo de novio. Yo firme, sonriendo, esperando tu arribada para abrazarte a cambio de ese mimo que anegaba mi cara y que, luego, entre impetuosas risas, entregaba al aire para dejarla secar esperando la siguiente ola.

Y un día partí. Te dejé, te abandoné como a un amante despreciado, huí de tu lado y me fui a la montaña. A una montaña que no tenía mar. Pronto comprendí que me ahogaba en boqueadas como un pez en la arena. Me faltaba el aire, la vida, la luz, la espuma. Sólo las lágrimas, tal vez por ser salobres, me recordaban paradójicamente tu dulzura, la ternura olvidada de tus besos en mis pies sentada en tu orilla. Luchaba por sobrevivir sin ti y te recordaba con languidez de un primer amor perdido. Mas el tiempo, despiadado consumidor de todo lo bello, me obsequió con zalamerías envueltas en rosados papeles de palabras amantes de esposo, de hijos, de viento y de nubes que pasaron raudas por mi vida.

Visité otros mares, más dulces, más suaves, más tenues, sin fuerza en sus olas, sin los salpicones con que me envolvías cuando con el viento jugabas, unidos ambos en torbellinos que formaban una discordancia de sones que a mí, sin embargo, me sonaba a dulce melodía.

Pronto quedé sola, sin protección, sin amigos, sin palabras tiernas envueltas en sonrisas que ya nadie me ofrecía. Como adversario despiadado, el tiempo me engañó. Conocedor omnímodo de mi destino, cuando ya me vio entregada, dijo: “Yo te miento, soy ese tiempo tirano que acaba con todo lo que se ama. Ahora sólo me tienes a mí; soy tu única compañía”.

No volveré a verte hermoso mar de mi vida. En esta soledad última, cuando ya no duele la desesperanza, rememoro tus espumas, tus colores, tus caricias tan amadas... El sonido de tus olas al romper junto a la playa. El bramido de tus aguas que junto al viento, componían danzas que hipnotizaban.

Despierta el día, abro la ventana para que la luz inunde la estancia. La vida se mueve. Un mirlo canta nana tierna a sus pajarillos que en el nido tiemblan. Todo es armonía. Las rojas amapolas mecen sus sedosos pétalos aceptando el beso de la fresca brisa. El cielo, azul purísimo, recoge esta evocación nostálgica que, mediante el viento, le entrego en esta mañana primaveral para que en su inmensidad, cuando allá en el horizonte, donde nadie es testigo de la unión, se la entregue al mar y al mezclarse con sus aguas, perviva como el amor eterno de un ser que jamás le olvidará. ¡Querido mar...! Siempre permanecerás en mi alma como un evocador recuerdo de la infancia.


Texto agregado el 14-04-2008, y leído por 153 visitantes. (0 votos)


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