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LA NIÑA TONTA


Era la hija menor de los porteros de la finca. La veía todas las mañanas en mi trayecto hacia el colegio cuando al pasar por delante del portal, aminoraba el paso para observar con curiosidad disimulada, como colocaban su escuálido cuerpo en un sillón lleno de cojines instalado de una manera estratégica, en un rincón de la entrada donde, en aquellas tempranas horas, el calor del sol templaba un poco el ambiente. Allí permanecía absorbiendo sus rayos hasta que aquel pequeño triángulo de luz abandonaba la estancia para iluminar ampliamente la fachada de la casa.
El acomodo siempre lo realizaban entre la madre y la hermana mayor, que llevaban en volandas, con sumo cuidado, el cuerpo flaco de piel amarillenta pegada a los huesos que mantenía un movimiento incontrolado, mientras su boca babeante, dejaba escapar un quejido ininteligible.
Aquel esfuerzo lleno de afecto, despertaba en mi mente infantil reflexiones sobre el coraje de aquellas dos mujeres a las que me hubiera gustado interrogar para conocer sus sentimientos sobre esa circunstancia experimentada a diario. Sin embargo, mi corta edad unida a la timidez de mi carácter me lo impedía, por lo que me limitaba a indagar en sus ojos para descubrir algunas de sus emociones.
Los de la hermana, muy oscuros, reflejaban valor y seguridad. Los de la madre no se dejaban ver con facilidad. Acostumbraba a tener la mirada baja hasta que, un día en el que los levantó para mirarme cuando pasaba por delante de ellas, advertí que transmitían una enorme tristeza.
A la pequeña enferma la llamaban en el barrio la niña tonta y se comentaba que aquella acusada anormalidad, provenía de una meningitis que estuvo a punto de llevarla a la muerte.
Aunque éramos vecinas, no conocía el nombre de la niña. Me enteré por casualidad una mañana, cuando la hermana, que colocaba una manta alrededor de su cuerpo, le dijo:
-¿Estás bien así, Laieta?
Me gustó aquel nombre y desde aquel momento, la consideré como una gran amiga. Por aquel entonces de mis días infantiles, yo conservaba con gran interés un cuaderno en el que tenía una lista con los nombres de mis mejores amistades ordenada correlativamente de mayor a menor en lo que se refería al afecto. Aunque debo admitir que, en aquel tiempo, los nombres cambiaban con frecuencia de lugar, a Laieta la incluí en un puesto privilegiado que nunca varió. Mi deseo ferviente era poder ayudarla, pero no sabía cómo y el no poder conversar con ella, me producía gran desazón ya que consideraba este distanciamiento poco apropiado para que el cariño mutuo que yo deseaba conseguir, se intensificara con el trato y así, poco a poco, fui madurando la idea de hablarle.
La situación se solucionó de una manera muy simple y al mismo tiempo, un tanto especial. Una mañana, llevaba yo en la bolsa de la merienda, una manzana grande y colorada que mi madre me había dado para que la comiera en el colegio a la hora del recreo. Supongo que, influenciada por las escenas de la película “Blancanieves” que por aquellas fechas se ponía en los cines, en contraposición a lo que sucedía en ella, mi imaginación dotó al fruto de ciertas características mágicas benéficas y aquello, me proporcionó la suficiente decisión para lograr mi propósito. Al pasar frente al portal de Laieta la vi sola, ya colocada en su asiento y pensé, rápidamente, que allí estaba mi oportunidad. Me acerqué y le dije:
-¿Quieres mi manzana, Laieta?- Esperando su reacción puse la fruta sobre su regazo, encima de la manta azul que la cubría.
La niña me miró con sus ojos de un marrón desvaído, sin expresión, pero en lo más profundo de ellos, descubrí una chispita de luz que hizo dar un brinco de alegría a mi corazón. Observé como Laieta intentaba coger la manzana con movimientos torpes, sin acertar, y por temor a que se alargara la situación más de lo esperado, puse la fruta en sus manos que sujeté con las mías mientras se las acercaba a la boca. Con intensa satisfacción contemplé como mordía la pulpa y la masticaba de una manera poco limpia que me llenó de compasión. Vi como al mezclarse el jugo de la fruta con la saliva, empezaba a caer por la comisura de sus labios un líquido que le goteaba por el pecho. Me costaba contener las lágrimas ante aquella falta involuntaria de control y cuando sacaba un pañuelo de mi bolsillo para limpiarla, oí la voz de su hermana que, en aquel momento, salía del interior de la casa. No sé si fue porque me asusté al pensar que podría molestar mi proceder, pero la reacción infantil de mis diez años fue echar a correr alejándome del portal.
A partir de aquel día, dejé de ver a mi infortunada amiga. Después de una semana sin encontrarla en el lugar acostumbrado, comencé a inquietarme. No sabía qué podía haberle sucedido y mi imaginación infantil y desbordada, unía el ofrecimiento de la manzana a los acontecimientos desconocidos. ¿Tal vez aquella fruta había activado, como en el cuento de Blancanieves, una reacción negativa a su organismo?
Los días se sucedieron sin noticias. Las clases finalizaron y las vacaciones de verano impusieron a mi familia la marcha de la ciudad. Aquel tiempo de descanso estival, alejada de mi rutina escolar, fue la que me hizo olvidar a Laieta.
Volvimos a la ciudad a principios de Septiembre. El camino diario hacia el colegio comenzó otra vez y mi paseo por delante de la casa de la niña hizo renacer en mí su recuerdo con más fuerza si cabe. Laieta seguía sin aparecer. Intrigada por lo que pudiera haberle sucedido, intenté escuchar con atención todas las casuales conversaciones que llegaban a mis oídos para averiguar algo sobre ella. Pero nadie decía nada. Como si no la recordaran. Cuando, incluso yo parecía que comenzaba a olvidarla definitivamente, un Domingo por la mañana, al salir de la iglesia, la vi.
La sorpresa me dejó paralizada. Atravesaba la plazoleta flanqueada por su madre y hermana que la sujetaban cada una por un brazo. ¡Laieta andaba! ¡No podía creerlo! Torpemente, como un niño que comenzaba a dar sus primeros pasos pero ¡andaba!. Fue en aquel momento cuando advertí un detalle que me había pasado desapercibido, su estatura. Al haberla visto siempre sentada nunca había calculado su altura que ahora, comprobaba, sobrepasaba en mucho, a la de las dos mujeres que la acompañaban. Sus piernas eran largas, delgadas, y me hizo sonreír ver como uno de los calcetines que le llegaban hasta la rodilla, se deslizaba con lentitud hasta arrugarse en el tobillo. Me quedé observándolas embobada. Caminaban de espaldas a mí en dirección a su casa. Los movimientos de Laieta eran descompasados, muy difíciles de dominar. La madre, algunas veces, la cogía por la cintura con fuerza mientras la hermana, intentaba sujetar un brazo que se movía arriba y abajo, manoteando, como si fuera un remo roto.
No aprecié el intenso nerviosismo lleno de júbilo que me invadió hasta que desaparecieron en el interior del portal, momento en el que mis piernas empezaron a correr al mismo tiempo que mi voz gritaba sin ninguna discreción:
-¡La niña tonta anda! ¡La niña tonta anda!
Al día siguiente iba muy contenta al colegio pensando en poder hablar con Laieta pero ni en aquel día ni en los días sucesivos, la vi. Ya nadie la colocaba en el rincón del portal donde daba el sol.
Así transcurrieron algunas semanas. Se acercaban las fiestas navideñas y el camino hacia el colegio cada vez me resultaba más fatigoso. Había descubierto que la expectativa de encontrar a Laieta a diario, le daba un aliciente a mi vida que iba cambiando lentamente hacia la tristeza al dejar de verla.
Con este desánimo pasaba otro día más por delante de su portal cuando la vi salir del interior de su casa. Iba sola. Había engordado y su piel no era tan amarilla. ¡Estaba guapa! Bien peinada, con un broche que le sujetaba el pelo en una sien. Sus movimientos, aunque todavía con dificultad, los controlaba, y su boca estaba limpia, sin babas. Al pasar por su lado le dije sonriendo sin atreverme a más:
-Adiós, Laieta.
Me miró. Adiviné que se puso un poco nerviosa al notar como aumentaba su agitación. Ella también sonrió con aquella boca grande de rasgos extraños todavía dañados por la enfermedad y, cuando ya me alejaba, oí su torpe voz que intentaba decirme:
-¡Aaadiooos...!
¡Qué contenta me puse! Mi amiga preferida, Laieta, la primera que figuraba en la lista de mis amistades, mejoraba visiblemente y sólo yo sabía el origen de aquella recuperación. Tenía la firme seguridad de que la manzana "mágica" que le ofrecí un día ya casi olvidado, había sido el talismán para su curación. Todavía no sabía que el amor realiza milagros.
A principios del nuevo año me trasladé con mi familia a vivir a otra ciudad. No he vuelto a ver a Laieta nunca, sin embargo, su recuerdo ha permanecido en mi corazón a lo largo de los años.



Texto agregado el 14-04-2008, y leído por 318 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-04-2008 hermoso cuento divinaluna
14-04-2008 Impecable, compañera. Mis felicitaciones y un fuerte beso*****Pablo MELENAS
 
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