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Los números se movían por la pantalla del ordenador al ritmo marcado por el cursor. La imagen se volvía borrosa por momentos, fruto sin duda del cansancio acumulado a lo largo de la jornada. A su alrededor podía oírse el golpear de las teclas de decenas de compañeros, cada uno de ellos abstraído en su propio trabajo; sentía el retumbar sobre los teclados de centenares de dedos, martilleando sin cesar, atronando la sala en un murmullo continuo. Pensaba en las miles, cientos de miles, de órdenes de pedido que habían pasado por sus manos en esos años. Primero escribiendo con bolígrafo y mucha paciencia, pues el menor error obligaba a comenzar de nuevo, después se modernizaron en la empresa y compraron máquinas de escribir -¡que menudo esfuerzo fue aprender a manejarlas!-, y hace unos años trajeron ordenadores. A todo se había adaptado, pero cada vez era más complicado actualizarse.
Uno a uno, sus compañeros iban acabando la tarea del día y poniendo en orden la mesa. Al principio salían despacio, en silencio, para no molestar, pero a medida que crecía el número de quienes se marchaban y menguaba el de aquellos que permanecían ante la pantalla, el trueno de las teclas era sustituido por los voces de los empleados, que bromeaban y se citaban en el bar de la esquina para tomar unas cervezas antes de volver a casa. Como de costumbre, García continuaba en su labor, desgranando cifras y distribuyendo los destinos de centenares de productos. Sabía que de nuevo sería el último en abandonar la oficina, pero no le importaba. Es más, deseaba que llegara ese momento. Siempre esperaba a que saliera el último de los administrativos para sacar el paquete de tabaco del bolsillo de su arrugada camisa y encenderse un pitillo mientras miraba furtivamente hacia la puerta. Consciente de su delito, sonreía al expulsar las volutas de humo y pensaba qué ocurriría si el ayudante del jefe, el señor Martínez -tan pelota como es-, le viese en ese instante fumando en las instalaciones. Era su primera victoria contra el sistema, la segunda: la música. Con el cigarrillo humeando todavía entre los dedos, abría su maletín, no sin antes mirar otra vez hacia la puerta, y cogía una pequeña radio, su vieja Philip. Encendía el aparato, se recostaba en su asiento, y entonces, y sólo entonces, era feliz.
Allí, solo, alejado de sus ruidosos nietos, del interminable discurso de su mujer, de los gritos de la vecina del segundo, de la botellona bajo su balcón, de los roncos tubos de escape de las motos, de los compañeros chismosos, incluso del golpeteo de las teclas, y arropado por las canciones de treinta, quizá cuarenta, años atrás, allí volvía a ser aquel joven sin pasado y con el camino por abrir que había sido hace varias décadas. “No controles mi forma de pensar porque es total...” cantaba una jovencísima Ana Torroja allá por los ochenta, cuando García movía el esqueleto en las discotecas débilmente iluminadas por unos fluorescentes de colores oscuros que te hacían brillar en la oscuridad. “... no controles mis vestidos...”. Recordaba a Mónica. Pese a los muchos años transcurridos, todavía podía verla en la puerta de un pub cualquiera, esperándolo con una copa en la mano y una sonrisa ausente. No era guapa, tampoco fea; sus facciones eran finas, sus labios delgados, sus ojos achinados. Apenas tenía pecho, en realidad podría decirse que su torso era una tabla desde el cuello hasta la cintura, que igualmente no tenía curvas de mujer, pero a García, en aquel entonces Pedro a secas, le fascinaba su modo de comportarse, su actitud ante la vida, sus constantes bromas. "...no controles mis sentidos...".

Autor de El manuscrito de Avicena
www.ezequielteodoro.es

Texto agregado el 02-04-2008, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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