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Allí, en la sierra, más acá de donde la nieve congela la naricita de los niños y mucho más lejos de donde éstos pueden llegar lanzando piedras con sus hondas, ahí mismo vivía Piquirín.

Era un pequeño verdor de encinas, jaras y berros que se bañaban en un hilito de agua fresca y cantarina, bajante no se sabe de donde.

Tempranito, en las mañanas, alborotaban los gorriones cuando el señor Sol iba despertando a todos con tibias palmadas de rayos de luz. ¡Qué alegremente correteaban los conejillos, confiados en que nadie vendría a molestarlos!

A Piquirín le encantaba pasar las horas de la siesta escuchando las interminables discusiones entre doña chicharra y las tres ranitas, escondido tras unas matas de hinojo, en aquel lugar donde el agua del arroyo dobla hacia la izquierda y se queda quietecita, como dormida.

No vayan a pensar que Piquirín se animaba a alejarse de su nido más allá de aquel lugar. ¡Qué va, si era apenas un pequeño jilguero que recién aprendía a volar!

Sus papás tenían el nido, tejido con palitos y hojas secas, en la horqueta más alta de esa retama llena de flores amarillas con olor dulce como la miel. Vivían alegremente. Pasaban los días yendo y viniendo, atareados en limpiar el nido y buscar gordos y sabrosos gusanillos que tanto gustaban a Piquirín.

Una tarde, los conejitos, que saben escuchar los sonidos de la tierra, huyeron a esconderse en sus agujeros. Habían sentido los pasos de Don Zoologón que se acercaba y el susto fue tal que olvidaron dar las voces de alarma.

Chamuchín, así se llamaba el papá de Piquirín, descubrió la presencia del intruso, vio que su pichón corría peligro y voló hacia él piándole que regresara al nido. Ahí fue cuando Don Zoologón atrapó a Chamuchín con su enorme red, en la forma en que se cazan las mariposas al vuelo. Luego lo metió en una cajita de madera y se alejó del lugar.

Todos los animalitos quedaron aterrados y ninguno se animaba a salir de su escondite para acudir a consolar a Piquirín y su mamá, que lloraban su desgracia.

- Pobre pajarito, decían las ranas. ¿Dónde lo habrán llevado? ¿Para que lo querrán si no tiene el bello plumaje del siete colores, ni el negro brillante del mirlo o la larga cola de la urraca?

- Sin embargo, replicó la chicharra, a mí me gusta su canto. Y ya sabéis que en estas cosas soy muy entendida.

Piquirín, en su acostumbrado escondite de hinojos, se dijo en voz queda que su papá era muy bueno. Dos lagrimones se le corrieron hasta la misma punta del pico.

Pasaban los días sin noticia alguna. Todos estaban muy tristes, cuando una paloma torcaza vino a decir, que le dijeron, que lejos decían, que el papá de Piquirín se encontraba prisionero en una jaula del Parque que Don Zoologón tenía cerca de la ciudad.

Hacia allá volaron Piquirín y su mamá, guiados por la mensajera. El viaje era largo y el jilguerillo se cansaba. Subieron a una pequeña nube de algodón y el viento los llevó soplando, soplando, como empuja a los veleros en el mar.

Ni bien llegaron, aprovecharon que Don Zoologón dormía la siesta y se acercaron a la jaula donde Chamuchín lloraba, solito, su pena. La mamá tuvo ganas de comenzar a piar con un: - ¡Eh, ponte contento Chamuchín, aquí estamos tu hijo y yo! Más no dijo nada porque un niño vino a pararse ¡justamente! frente al pájaro enjaulado.

- ¡Canta pajarito!, dijo el niño. Pero Chamuchín no cantó.

- ¡Canta! ¡Canta pajarillo, canta!

- Pi...piripii...pi...piripii, se escuchó. Luego, de a poco, fue alzándose un bonito trinar.

Chamuchín permanecía triste y silencioso. Entonces, el niño siguió con sus ojos el hilito que deja en los rayos de luz el canto de los pájaros y descubrió, en un árbol, al pequeño jilguero tratando de decirle a su papá que se alegrara. Los pipiripii de Piquirín querían decir:

- ¡Alégrate papá, ya soy un pajarillo capaz de cuidar a mi mamá !

La pena del pájaro enjaulado pasó a los ojos del niño que se puso triste, muy triste; al tiempo que su sonrisa se metía en la jaula e iba a dibujarse en el piquito de Chamuchín.

El niño y el pájaro preso se miraron.

Piquirín cantó con todas sus fuerzas.

- ¡Pi piripiii pi piii !

Otra vez el niño dirigió su vista a la jaula.

- ¡Pi piriiipi pip piii!

¡Qué alegremente brillaron los ojos del niño después que sus manos abrieran la jaula!

¡Qué felicidad sintió cuando miró hacia el cielo, allá por donde se fueron volando Piquirín y sus papás a vivir en un florido y lejano lugar, donde Don Zoologón no pudiese llegar !

Texto agregado el 11-04-2004, y leído por 235 visitantes. (0 votos)


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