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…Ahora que regreso…que vuelvo a atravesarme…
Gg

“Vivamos como antes. Tengamos las mismas
ambiciones desoídas. Vivamos como antes.
Leamos lo mismo, acabemos con las creencias,
adentrémonos en nuestras cobardías.
¡Sigamos Viviendo!”

Andrés Caicedo


Ahora que he vuelto a atravesarme con tanta gente y me encuentro con una ciudad vieja, vieja por la falta de adolescencia, sucia, sucia por los colores que la pintan, solitaria, solitaria porque mis pocos buenos amigos ya no están, me encuentro con una ciudad que espera, que espera el fin del mundo con sus puertas abiertas. Ahora mi máquina no ametralla como antes, ya mis películas no son lo quería que fueran, ya mis pasos no los recorrerá nadie, nadie tomará mi puesto, eso me dicen las librerías, la sangre que hay en los periódicos, la historia de los jóvenes, su dolor, sus muchachitas preñadas. Qué rico es bajar por acá, caer, descender y no ver los teatros, ni las calles como pistas cinematográficas, ya no ver la gente bailarse, desclasarse. El calor me hace sudar las manos, se notará cuando suelte mi novela y queden sobre ella las marcas húmedas de mis dedos. El cielo ha tomado kola granulada, se ha endiablado de dulzura. Y las chicas que cruzan por acá no me miran, me desmiran porque tengo mis mechas tan largas como mis ganas de estar viviendo, me desmiran cuando acomodo mis gafas gruesas y ellas niegan con la cabeza mi falta de belleza que ellas no padecen, que aquí ninguna padece, y cuando se detienen a mirarme es porque parezco una caleña fea, con el infierno dentro y no por fuera.

Atravieso lo que fue mi centro, los que fueron canales para llegar al cineclub, al teatro, a mi vida en pedacitos, a mis pocos buenos amigos. Hay tanta gente desconocida, tanta gentecita que cabría en un cuento, en una historia, hay tanta gentecita como para que alguien escriba su primera y única novela, una con música, como la que suena en esos grilles con tanta puta desmerecida, pero que siga viviendo, haciendo parte de lo que es vida. Parece ser que mi futuro ya llegó, se instaló, pero no funcionó.

Ahora que regreso, que vuelvo a atravesarme con muchas personas por la calle trece como quien va para la calle quinta, ahora que mis pasos no dejan de trillar tanto papel tirado, tantas palabras pintadas, tanta publicidad agobiante, ahora que parece va a llover y se borran las tres cruces junto con cristo rey y, el viento desenreda mis mechas, ahora que los negros se olvidan más de mi y que la gente de otro lado parece saber quien soy, ahora que digo Cali, no hay eco que rezongue, no ha niña que se excite, no hay amigos que se miren. Pero es mi ciudad, mi pueblo, mi desdicha entre la cobardía.

El aire esta vivo, me lo dice ese olorcito despepado, verde, higiénico, que hace juego con los uniformes de tanta pelada vestida de enfermera, con tanto man parado en las esquinas. Las personas me esquivan, parece estoy viviendo el mundo versión dos mil, acelerado, contaminado. Por las ventanitas de las casas creo escapa el ruido de la burguesía clandestina, el sabor del infierno atrapado en las paredes, en lo incógnito, en lo prohibido y rechazado. Un rocksito parece haber caído de un segundo piso, parece no se lastimó, parece estar olvidando la letra, el ritmo, la cadencia, me alejo, dejo al rocksito morir, dejarse olvidar, morir, caer. Ahorita el miedo, un miedo a no sé que, a ser perseguido, a tener sobre hombros una presencia, un mal. La señora pregunta la hora, el día, el año, el mes, el color, mi edad, cree que voy a morir y corre, corre mientras le grito que siempre he tenido veinticinco, que me gusta la música y los amigos.

El mundo tiende a repetirse cuando ese sol se duplica en mis lentes, cuando alguien con la misma pinta que yo cree haber encontrado el espejo de la felicidad. Pero arranco a correr porque miedo llama miedo y en mis espaldas esta el peligro. Nunca creyeron verme caminar por acá, nunca se han atravesado con un muerto, con tantos que traen los días, la esperanza de que la vida es corta. Los muchachos vienen, pasan, cuentan, ríen, y siguen, pasan.

Todos nos buscamos, por aquí buscan a desaparecidos, desaparecidos, desaparecidos. Pero nadie encuentra, nadie halla una maldita razón para saber que están aquí en este mundo, en esta tierra desesperada. Corre, corre, corre, corre que te atrapan los espejos, los libros de autoayuda, la guerra que no es tuya, la comida que se enfría, el negro de la muerte y el blanco de la nada, corre que me atraparon mis obras, mis angelitos muertos en casas sin nomenclatura, en carros de cholados, en discotecas abiertas privadamente. Son el miedo que custodia lo andado, mi definición de arte, de testigo. Son tantas cosas que abruman las calles y carreras, los numeritos, los ensayos de las peladas con sus novios y viceversa, los andenes quebrados como croquis de un tesoro mal enterrado. Quisiera pegarme a las paredes, irme por ahí, tanta ciudad acorrala, demasiada gente enloquece. Esto parece una rumba con policías, parece un desayuno sin música, un carnaval sin banderas.
 ¿Vos has visto a Cali? Dónde la viste, decíme… decíme…
Muchos no tienen la sangre de acá, a casi todos les faltan dos noches de rumba, de fiestesita en el norte, en la sexta, a todos les falta la felicidad de angustiarse por vivir.

Camino para no correr a buscar mi lugar en esta ciudad, para encontrarlo así, despacito, sin limites, sin estaciones de aire que chupan más horas de vida, de oxigeno. Parece no va a llover, la brisa baja ahora por la quinta hasta San Fernando y allí pare de contar. Escuché en medio de tanta salsa de radio que hoy es viernes, que los pelados visten de negro para llamarse rock, para llevar la música puesta, escuché en medio de viejos versos y poetas que los días en Cali son domingos eternos del corazón, aún lo son. Los años no paran de caerle bien a los cañaduzales, a Ray-Cruz, a los héroes de Mayolo, a los Turcos y a esas librerías que me niegan, al Mariscal Sucre y su sexo desmedido, a la Sexta y su vida altica, cara, enriquecida.

Cruzo la calle ya desayunado, pego unas miradas, calculo el sol, el tráfico, la manada y el perro que husmea la basura de los años acumulada, rendida con botellas de licor. Unos niños van solos a cine, uno por su lado, los otros por otro, y las niñas que se cogen de las manos, que caminan como nunca por la empinada calle que da al colegio, las niñas que se ríen del acné, del gordo, del color de los zapatos, de mi pinta flacuchenta, de mis gafas. Los senitos se le notan con tanto calor. Un hombre mira, detiene su marcha y corro para no despertarlo en medio del espanto, de la locura de encontrarme atravesando unas calles que ya atravesé.

Dirá que se topó con el jovencito de los recuerdos, contará a su madre que estaba sonriendo, con una novela entre los dedos, caminando detrás de unas muchachitas de trece bien formaditas. Sus profesores escucharán las ganas de alcanzarme en la meta de las letras, se sentarán a pensar en la veracidad de que un muerto de treinta años esté de nuevo atravesándose con los jóvenes vivos de veinte. Sus amigos lo dañarán con derechazos para despertarlo, para decirle estás loco. Su novia pasará la lengua por sus dientes, burlándose disimuladamente. Al final de la noche él se mirará al espejo con la satisfacción de haberme visto de frente, repasará ¡Que viva la música! y escuchará a Ray Barreto mientras subraya con un resaltador algunas líneas de esa novela que lo identificarán, de esa novelita que aproximadamente media ciudad no ha alcanzado a leer, que ni se dispone a leer con tanto pirata, con tanta autopublicación barata que hay en los semáforos.

Los viejos están indispuestos, se paran unos tras otros a esperar que abran las puertas del banco, son los viejos del sesenta que limpiaban los vidrios de la clínica donde estuve acabando con mis días. Los mapas me muestran una ciudad lejana, reconstruida, que va hasta Palmira, gente que vive hasta en Cristo Rey, gente que ha hecho su casa en la vía al mar y cree que eso es Cali. Já, esta ciudad se engordó con tanto paisa y extranjero que preñó a nuestras niñas. Já, las caucanas que se paran en la quinta a mostrar sus niños, sus senos, a enseñarnos cómo caminar descalzos sobre la selva, que nos ponen a pensar qué tiene de amigable está ciudad y ese humo que se chupan todos los mediodías.

Como coger un bus y sentarse en el último puesto. Esperar a que llegue, a que pasen los árboles, los palos de mango, las palmas de la veinticinco, las frutas del mercado móvil, de las canastas, de los plátanos que vienen de Armenia, de los chontaduros y el pescado de Buenaventura, del pacífico, del negro Arcadio. Bajarse perdiendo la medida de lo posible, la medida de encontrar seguridad con tantas casas apiñadas y recostadas entre ellas. Tanto niño corriendo la calle, guardándose en ella. Las calles aún empolvadas y llenas de pobreza, de silencio. Maldita sea nadie me reconoce, nadie llega directamente a pronunciar mi nombre. La ciudad que creció se olvidó de mí, me borró, esos pedazos que se expandieron no tienen aparato digestivo, no tienen nervios para fuera. Esto es lo que venía cuando iba cielo arriba. Un desorden, un entre y acomódese. Como vivir para vivir.

En los buses que tanto hablan de políticos, de revolucionarios, de tantos barrios que uno queda perdido, mejor que digan Cali, esta parte de Cali, el sur, el norte, así, pero no con tanto nombre, que uno se va llenado la cabeza de tanta gente que ya murió y que poco o nada hizo, que a veces uno no conoce, ni distingue, sino que apenas cruza por tus oídos te das cuenta de quién fue. Y entonces todos escuchan efe eme, los jovencitos duermen con el walkman encendido, con la música en los oídos, con el apetito de jugar fútbol tarde de la noche en la cancha de su barrio. Los señores usan perfumes baratos, los viejos toman fotografías, los adultos se quejan de los jóvenes y yo, sigo andando, desandando los caminos modernizados de esta ciudad que fue mía y hoy es de muchos muchos.

Hasta el amor se exilió, las monas que pasan llenas de elegancia, de pudor, de una plástica silicona que las embute, les reemplaza la carne, los tejidos, el alma que ya no tienen. Monas tan deslumbrantes que sus cabellos se niegan, monas intelectuales llenas de letras en sus blusas, en sus gafas oscuras embriagadas de destellos. Las mujeres hoy te levantan por la mañana, las de ayer por la noche. Las madres te saben a riego botánico. Mi ciudad es una hembra que nos preñó con el diablo encima.

Un niño pide dinero, se levanta del pavimento y toma mi novela, la ojea, le echa vistazos rapidísimos, le nota la humedad marcada por los dedos. Se sienta y empieza a leer, a hablar de música, de jovencitos, del miedo del rock y la alegría de la salsa. Está indignado con la portada del libro, parece no cala con su niñez, con su ingenuidad. Es un libro viejo para atravesarlo hoy en día, como quien lo sacara de una biblioteca para reírse de él, de sus años y del papel tan curtido. El sol pega en su cara, lo acaricia con sus delicados rayos y sus candentes treinta y tres grados. Lo cierra, pide de nuevo el dinero mientras detalla el marco de mis gafas.
 ¿Y entonces qué me vas a dar vé?
 Nada…
 Y, ¿qué hacés? ¿estudiás?
 No, yo estoy muerto, yo me mate hace rato oís.- lo dije tan seguro que quería contarle mi historia, pero recién dicho devolvió la novela y tomó entre sus manitas un pequeño frasco con una solución dentro. Se puso de pie y empezó a chupar el olorcito que reponía tanta palabra dicha, tantas ganas de contarle quién había sido este escritor, este actor, este dramaturgo, este jovencito suicida que tan atravesadamente amaba la muerte.
Pasé cuatro dedos entre mi cabello y mis orejas. Seguí caminando por tantos barrios que ya tiene esta ciudad. Seguí echándole ojo a los cines, a los teatros, pero no, todos se sentaban dentro de sus casas, en su butaca preferida, con un control remoto en sus manos que no dejaban escapar. Maldita sea, lamentaba el destino, porque ya no era soledad lo que uno encontraba cuando iba a cine, ya no podría decirse de las noches lo que el horror mataba en las historias. Cine era una palabra como Cali, como casa, como chao.

Cerca de un colegio me atacan las ganas de actuar, de pensar en las tablas del teatro, en los lugares vacíos que los libretos no llenan, en las ganas inmensas que tienen ellos de escuchar a alguien diferente hablar. Hay un grupo de diez entre chicas y chicos. Sonrió, aprieto fuertemente mi novela, algunos la miran, la desean.
 Muchachos hoy presentamos por última vez De Arriba abajo y de izquierda a derecha, un teatro diferente, van a ir o ¿qué? -muchos sonrieron-
 ¿Eso es calle arriba calle abajo cierto? Unos que se van de rumba, sin plata y luego pelean, pero es bacano oís, porque es irse de rumba con un amigo, como con cualquiera, hacerlo por diversión, porque estamos en Cali.
 De rumba me ido con muchísimos que ni conozco, es una situación normal vista en un teatro. No le veo encanto. En vez de pagar para ir a verte allá, mejor te invito a la sexta a pasarla rico, ¿te parece? –Sostuvo la más linda mientras mascaba chicle-
 No, no, no. Decíme dónde que me gustó, y ¿vos quién sos? – preguntó una blanquita toda linda, llena de pecas-.
 Imagináte, en el Teatro del Centro, y ustedes que son estudiantes pagan menos, pero vayan, vayan que es una manera de hacer un teatro diferente, además hay muchas obras más, ayúdenos a que la causa no se pierda. Muchachos hagan teatro, escriban para sus amigos, escuchen música, vivan de verdad, no mueran en el intento, si flaquean libérense, llénense de angustia, de libertad, naden que la vida es un mar lejano que nos lleva aquímismo, rían que siempre van a escuchar a sus padres morir de viejos, de enfermedades, de la tristeza de verlos derrotados por el mundo contemporáneo. Sigan viviendo que yo soy Andrés Caicedo… -sin haber terminado cinco de ellos se fueron entre burlas y disgustos, los otros continuaban escuchándome, mirando mis pantalones, mi pelo en mitad de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, mis gafas nuevamente, mis dientes cansados, las puntas de mis cabellos, mi novela, la música que emanaba, que hacían mis palabras, mi extraña manera de salir corriendo diciendo adiós-.
Corrí satisfecho. Pocos, pero sabían quien era el de mechas largas, el de pinta intelectual, el loco juventud que andaba hablando de teatro mientras vendía las angustias de su vida. Metros, muchos metros adelante me atacaba la risa, las carcajadas, la satisfacción de haberme atravesado de verdad entre tantos pelados.

Me encuentro entre camisas negras, entre un sector exquisito donde cuelgan del aire algunas cámaras, unas luces amigables, familiares diría yo, por donde pasa el río Cali impetuoso, calibrador y acabador. Hay personajes, héroes que algún día faltaron al llamado de la patria, espectadores, estrellas sin fama, fotógrafos, productores de cine, indios con la sonrisa torcida detrás de cámaras. Hay una escena, un viejo amigo piensa en ella mientras gotas de lluvia empiezan a caerle encima, a empañarle la visión a través de sus gafas, de su refinado conocimiento sobre cine. Piensa que Miguel Ángel no podrá sorprender a Angelita en medio del río secándose, pidiendo a gritos la lluvia que él mismo intenta desalojar mirando al cielo e implorando a Dios, al sol con que inician la secuencia de la película. Atravieso algunos cables eléctricos tirados sobre el pasto.

Es un viejo compañero, un poco buen amigo que salvó la historia de la ciudad cinematográfica, que hoy tiene canas, tiene arrugas impuestas por los años, tiene hijos, tiene ganas de morir, de verme cruzar la esquina y decirle que no, que el amor no se hace a orillas del río, que esos personajes ya murieron, ya filmaron. Habla en tono fuerte, lo poco que pueden otorgarle sus pulmones contaminados de tanto vicio, los toma del cabello, les muestra los libretos de nuevo, les enseña con ganas furtivas que los viernes todos andan con ansias de diversión, que estamos en Cali. La escena vuelve a repetirse, desde los buses y los taxis miran las cámaras, la gente que estorba y creen que soy el libretista cuando decido gritarles, usurparles el puesto.
 Mirá vé, el amor con lluvia da historia, chupále la frente, pedí que llueva, para que el pasto no te pique, para que ella se deslice más, para que la gente que va en los carros y en los buses paren, pregunten quienes son, qué película es. Pero sobre todo pasa tus manos por la cabeza que eso te refresca, olvidá el libreto que vos sos el actor, el que vende. Y vos muchachita, vos, pensá que te aman de verdad, que ahorita se viene una rumba, hacéle que ya están llegando y vos misma invitaste, sos la anfitriona. Rueden, rueden.
Acertaron. En ese momento fui el libretista. Mi amigo, lo poco bueno que queda de él trata de responderse, de acoplar conocimientos, pero no puede. Eso mismo haría él luego de un par de minutos, luego de saber que llovería torrencialmente y el río crecería.
 ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? ¿Andrés? –pregunta su locura, mientras retumban los ecos en las paredes del río, en los charquitos y en las piedras-.
 No viejito, solamente me bajé del bus para decirte cómo quedaría de bien esa escena si… -llovía, hacían el amor como el libretista quería y quiso-.
Devolví mis pasos y trepé en el bus como quien va para la universidad cogido de la tarde. Por la ventanilla saqué mi cabeza para respirar puro, para mirar con suerte que esta ciudad tenía pedazos de tiempo detenidos, presos de cualquier artista revivido. Unos mugrecitos pegaban en mis ojos, luego ardían. Las señoras del lado conversaban de la feria, de una cabalgata y de unos muertos encontrados. Sonreí al conductor por el retrovisor cuando vimos al mismo tiempo una pelada linda, linda por su cuerpo, por sus manos abanico, por su altura y su voz preguntar:
 ¿Vas para el norte norte, para el Dary Frost de la sexta? –en ese mismo instante el conductor con la mirada me decía, cómo la ve, como está de hermosa ¿no?-.
La cabeza tuvo que llenárseme de rapidez, esa mujer vivía en mi novela, se había escapado sin tener que abrirse la página exacta donde habita. Ya no era el atravesado, le faltaba una página a mi novela, tenía que regresarla. Pasó con un perfume de semillas ignorando las miradas, las palabrotas susurradas y buscando entre su bolso un mecanismo que adelantara el tiempo para no tener que cruzar los tardíos treinta minutos hasta llegar al nortecito. Sabía que con solo tutearla, decirle que era mi Hollywood femenil, mi cinematografía rosa, mi cine y mis películas volvería de nuevo al enumerado de mis páginas.

Los colores estaban vivitos alrededor de sus labios, de sus dientes, de sus atuendos ceñidos y casi plásticos. Pregunté por la hora agarrado de los tubos metálicos del bus. Giró su cabeza en el sentido de las agujas del reloj. Una mirada sagaz partió desde mis zapatos hasta la partitura de mi cabello. La sentí por todo el cuerpo rozándome, volviendo nuevamente a mí. Abrí cerca de la página cien mi novela, la acerqué hasta cerrarla bruscamente y toqué el timbre para bajarme y romper el vínculo que restaba. Ahora en la calle, y completo, tenía la posibilidad de seguir llegando, de seguir atravesándome.

Por estas calles las cebras están pérdidas, las señales de tránsito pintadas unas encima de las otras y la gente camina como si nada. Veo pirámides de mangos, guayabas verdes y chontaduros. Bancos y edificaciones maltratadas por el tiempo y los vidrios rotos. Uno que otro caleño que te mira a los ojos mientras pasa. El sol te quema, te prende, te pone a sudar. Vienen y van carritos en contravía con dulces y aguas. El mercado del contrabando, los ancianos arrastrándose y otra vez chontaduros, cds piratas, las familias cogidas de la mano, los motores de las motos viejas, las nubes que se cruzan, el viento alejándose, los ciclistas, los edificios de veinte, treinta pisos que te quita cielo. Gente de Buenaventura, Palmira, Sevilla, etc. Los guardias en las puertas con pintas de norteamericanos, blancos, armados hasta los dientes.

Los cinco minutos del semáforo en rojo, las librerías, sus clásicos y textos escolares. Cómo cambia la ciudad cuando uno se va de joven y vuelve de viejo pero joven, de viejo el tiempo, la visión del mundo. Las ancianas se encorvaron, las alcantarillas quedaron sin tapas, me encuentro una ciudad que muere entre la felicidad de sus rumbas. Las hojas caen y se confunden con la basura. En cada esquina cuelgan camaritas, parece están rodando sin staff, con la esperanza de grabar a alguien desprevenido que sirva de actor, que haga una escena ridícula con la cual poder empezar una historia.
El declive de una calle que corrí, que anduve mucho cuando pegaba mis ojos al cine, ahora veo la maleza que nace a los lados, los paraderos y la mierda de los perros, los graffitis de amor pintados en el suelo:
 Maria Fernanda me gustas mucho, más que levantarme tarde…Si Dios me escucha ojala tu seas para mi… TQM
La publicidad que ciega, que llama a los conciertos, a las puestas en escena, a las discotecas y los políticos que llaman al poder, el partido de fútbol el domingo, la telenovela y las ganas de democracia. Aún hacen charquitos los andenes, cerca de las peluquerías y de un puesto de jugos eróticos. Los jóvenes que caminan por entre el prado bonito y recién florecido. Las ruinas de un futuro que apenas comienza, que todos se quieren saltar mientras el reloj electrónico asegura que aprender a conocer la ciudad es aprender a hacerla mía y otra vez alternándose con la temperatura y la hora. No paro de caminar, no paro de sentirme solitario, no paro con la angustia de hace treinta años. He llegado a la conclusión de que la soledad no es el arma contra todos, todos somos el arma contra la soledad.

Recuerda que hoy es viernes, viernes eterno, viernes de teatro, de conciencia porque la guerra empieza el lunes y muchos morirán. Una fuente de soda deshabitada, repleta de mesitas y sillas, con salsa abordo, pero sin rock. Ahí estoy pegado en la pared, adornando las horas claves cuando los obreros, los negros y los universitarios llegan hambrientos, acalorados y pensando en las horas próximas y en la alegría de mi sonrisa tan joven como siempre.

Las paredes de siempre me esperan para tachar los días en el calendario cada veinticuatro horas. Una vieja casa con puertas y ventanas en madera guarda mi vida. Allí continúo martillando el papel, el mismo papel que encuentro en algarabía cuando abro la puerta. Papeles enchuspados que tiran los pelados que trabajan medio día. Y entonces entro, miro cuadros comidos, cintas desordenadas y el baúl con mis obras hundiéndose diez centímetros cada diez años. No hay por donde entren rayos de sol, el calor que esta casa niega y nadie visita. Alguien entró y sacudió mi baúl, se llevó mi máquina, los cuadernos, los libretos, los análisis cinematográficos, mi diario y mis gafas. Han llegado muy lejos, han salido exiliados por la culpa del remordimiento. Han atracado la historia de esta ciudad, le han robado el bolso con sus pertenencias. ¿Por qué le han dejado vacíos tan inmensos? ¿Por qué les quitan olvidos a los pocos que saben quien soy y dónde estoy?

Paren, paren de hundirme, paren que he quedado ciego, mis gafas han ido a parar a un museo extraño que no tiene ese calorcito familiar. Detengan el viaje, deténganse amigos míos, no crucen las esquinas, no busquen mis libros en las bibliotecas, no pregunten ediciones baratas en el centro, no les paguen a sus padres con la mala moneda, no hay teatro hoy, se acabaron los amigos, los poemas nadaístas y las revistas de cine. Por favor déjenme escribir mis memorias mientras las secretarias almuerzan, mientras las notarias cierran y los viejos del parque de los poetas duermen. No se lleven la maleta, estoy marcado y esa marca es indeleble, siempre voy a llevar, durante toda mi vida, ese delicioso peso de ser como soy. Ténganlo presente. Quiero escribir, aligerar mi peso, no puedo dejar de hacerlo, le falta demasiado a esta ciudad como para detenerme a pensar en la popularidad y la fama. El destino existe y el hombre lo puede cambiar, puede construir pequeñas fisuras en el curso de la vida, pero su destino ya es, y no puede hacer nada para cambiarlo. Les quedará a ustedes, en este adelante, mucho más adelante, la enorme tristeza de haber dejado de hacer lo que siempre quiso hacer, la tristeza menguante de no contar con nadie, de saber que fui de aquí, pero me fui.

Mañana es sábado de cineclub a las doce y media, pienso mientras salgo de casa para admirar la noche y parar de sufrir de tanto sufrimiento. Una frialdad ha tomado calor en las calles, la luna ha llenado de peligro y estoy seguro me toparé con muchos en el destino del cemento. Pero rico salir, mirar qué hay, qué podemos encontrar en una ciudad noctívagamente musicalizada, cercada por las barricas y las filas para ingresar a las discotecas. Es prudente hablar ya, admitir que las fronteras han creado territorios extensos y maravillados, fincas urbanas y ciudades chiquiticas.

Los periódicos hablan de pandillas, de grupos juveniles que marchan contra el gobierno, que se matan a sí mismos, que pelan bravamente calles y sectores, hembras y borracheras. Es mejor no parar de caminar por el peligro, por el pánico que florece cuando pienso en Rebelde sin causa, y posteriormente en los jovencitos revolucionarios, en guerrilleros de cafetería, en intelectuales sin poder, en un par de amigos que violan mujeres en los cañaduzales del oriente, o en las mujeres violadas que con culpa y venganza envenenan a los hombres con sus atributos y polvos raros en cada rumba. Un juego de dedos toma mi hombro, siento escalofrío porque hombres de negro han llegado por mí, mi novela ha caído al suelo y mis gafas han quebrado en pedazos sobre el barro. Sus derechazos buscan en mis bolsillos, sus zapatazos chocan con mis huesos, su rabia enceguece en mi noche vacía, mis lágrimas arden atravesando la sangre, dicen: qué man tan raro, no es de por acá, que levantáte, respondé, pasá lo que tengás, que no tengo sino mi novela, mi dolor y las ganas de empeparme, de llorar por siempre.

Mi novela ha quedado empantanada, cualquier persona llegará para releerla, para sembrarse ganas de bailar, de poner a todos estos machitos a rumbear. Debo regresar por ella, por mis gafas, he perdido la brújula en el futuro de mi ciudad, me han desmembrado, han arrancado un gran pedazo de mí, ya no tengo asombro. Una mujercita anda con él en sus manos, limpiándole el barro seco y los charquitos que han debilitado el papel. Dos, tres líneas, empieza a brillar el espejo, a verse más linda, más caleña, más de esa clase y esa música, más del barrio. Pero unos pedacitos de plomo escandalosos rompen el cielo oscuro. Las tropas libran batallas, de las que todos corremos buscando refugio, buscando salvarnos de no morir nuevamente.

Ella, puede ser la música, la mujer o la novela, interviene, abre las puertas, despilfarra literatura, personajes, pone a rodar las hojas, la lectura de la historia, ese terreno pierde la virginidad, sale excitada, con la codicia de bailar, de iniciar la rumba, de reponerme los anteojos que he olvidado. Y entre la asonada y la música, agarro el libro ahora silencioso, escurrido, desconectado, en off. No puedo retirarme, mi novela ha quedado sin música, muda, sin confusión. Entonces cojo a mordiscos la piel de las muchachas y la espalda de los hombres, lo hago para que la música entre, dé unas cuantas pasadas y regrese por su camino, para que refresque su amargura, su obstinada manía de vivir con las cosas adentro.

Susurran entre las casas sobre un jovencito que se mató, que lo mató su novia y que dejó una carta mal escrita que un amigo fotocopea en la tienda de la esquina. Pidió perdón para su amor, para los amigos del barrio que hoy lo lloran. Quedó perdonado sin saber que también era odiado. Que son muchos dicen las estadísticas, que esta ciudad de adolescentes no para de sufrirlos. Pero la muerte continúa reclutándonos, una cuchilla desangró a uno, un camión atropelló tres, un padre envenenó su hijo, una rumba derrumbó una gallada, una prima fue violada, Cholado, Pitico y Carechiva hasta ahora los han encontrado en el Cauca. La policía agarró un centenar en las revueltas universitarias. Nos estamos quedando solos, la juventud caleña necesita héroes, ídolos, figuras, soldaditos de plomo derretidos en la caliente Quince, o en las corticas del oriente. Que mueran porque el país no da para más, porque la libertad es vivir hasta donde uno quiera y sienta es vergonzoso.

Odiar y vengar, todos quieren en esta ciudad. Odian saber que hay ley zanahoria, que los sábados se estudia en institutos clandestinos, que el domingo perderán los equipos vallecaucanos, que durante la semana vendrán heridos del Cauca, de Tulúa y de Guacarí a salvarse en las camillas del universitario. Quieren seguir bailando aunque el fin de semana fue el más violento, quieren una feria gratis, un diciembre sin fin. Hablan mal de esta ciudad en las esquinas radicales y en las oficinas con aire acondicionado, maldicen su calor, su bulla diariamente, que yo llamo alegría de vivir, reniegan tener coger la ruta más extensa del bus, odian caminar y llenan de piedras el río que se ofusca con los aguaceros aclimatados. ¿Cómo poder entender a Cali en una rumba nocturna y no desde una mirada en los cerros?

Los jovencitos con sus hijos creen saberlo, están seguramente congraciados con el dinero que ganaron anoche en una discoteca de Juanchito, con la cita que tienen en un motel a las tres de la tarde, con las caminatas en el parque de las banderas o los pocos pesos que regalaron hace meses a un indigente del centro. Ellos creen que la vida en adelante es como aceptar las bases de un concurso, creen en la desconfianza de las contraindicaciones de la vida. Seguirán haciendo el amor hasta enfermar, sus hijos comerán tanto mango viche con sal que nacerán hongos en su estomago, se cansarán de mirar el cielo y terminarán encorvados, enterrados en la tierra. No habrá más salida que la de emergencia, la ventanilla que rompe vidrios hacia la libertad.

Ahora que destruyen los puentes para dar camino a otros, que nadie quiere escribir sobre esta ciudad de jóvenes, que las empresas se van y las ciudades llegan, ahora que regreso y vuelvo a atravesarme, ahora que el día termina y mi hogar esta lejos tendré que pensar en seguir viviendo. Seguir luchando por los ideales, por el conjunto de normas que detesto cumplir, gracias a las cuales conservo mi juventud. Voy a seguir bajando por la calle quinta hasta toparme con alguien que quiera tomarse un refresco conmigo, alguien que pregunte por la razón de mi muerte, por las niñas de los colegios, por las pepas, por los valiums, alguien que acompañadamente se detenga en mi memoria cinematográfica y eche a rodar la espera, los momentos, la emoción, la colección de recuerdos. Algún editor, dueño de una litografía en el centro, que acceda a publicarme, porque he seguido escribiendo aunque mi máquina de escribir no esté aquí. He acompañado los años con lecturas implacables, con autores locales, con historias de periódico amarillista, de revista juvenil y catálogo de belleza. He visto crecer artistas, he visto caer obras, vender premios y entregar estímulos. He sido testigo, un espectador, al igual que Dios, del transcurrir de esta ciudad, de su falta de premios literarios, teniendo tantas historias enredadas entre calles y carreras, envueltas con el papel periódico de su pasado.

Fuera de la rumba, de la salsa y el rock, se viven gramos de nostalgia, se arremete con los hipermercados y sus parqueaderos inmensos, con las represiones a leyes que impiden divertirse hasta el día siguiente. Se escucha el desasosiego de un pueblo sin música, que grita, que canta, que pide a gritos héroes largos y complejos. Cada vez que un hombre deja ser joven muere un anciano de pena moral, pienso. Y en medio del camino a casa agarro con fuerza mi novela, para que no me la cambien por una de autoayuda, para que no la roben, para que no la noticien más cada cuatro de marzo. Entonces alargo mis pasos hasta saltar y saltar y correr y correr. En un barrio a la izquierda, de izquierda, unos muchachos fuman mientras piensan en corretearme. Pero dicen:
 Vení Andrés, vení que fumarse el tabaco de los años con la llama de la vida, es mejor que verte por ahí buscándote, sabiendo que no te vas a encontrar…
 Ah, listo…
 Prestá para acá esa novela, que la vamos a quemar para que Cali se acuerde de vos, para que cuando los padres lleguen de trabajar y los pelados de estudiar, haya la necesidad de inventar caminos para el arte, para malgastar bien ese tiempo perdido luego de hacer las cosas necesarias para mantener la vida con un estatus. Para que luego de llevar los pesos para el sustento familiar tengamos la obligación de encerrarnos en el espacio de la creación, de ver los resultados en innumerables cuartillas, en afamadas lecturas y mil celebraciones. Atención Cali, desde el perdido mundo de la música convocamos…
Las páginas empezaron a arder y la ciudad se fue llenando de una musiquita romántica y sentimental. Las horas de la noche fueron trayendo calor y más hombres que agradecían mi presencia, sabían quien era ese hombrecito que miraba las llamas ondulantes mientras una novela naufragaba entre el humo.

Afuera las palmas de la veinticinco se estremecían fuertemente, la brisa enfriaba las paredes, los andenes por los que había dejado de amar arrastraban papelitos de locales comerciales e invitaciones a cultos religiosos. La música vivía ardientemente, se instalaba en los escondrijos donde las cucarachas armaban también su rumba. En fin, la música se regó hasta tal punto de sacar a todos sus habitantes a bailar.

Y con el paso de los días, las personas fueron cogiendo pedacitos de aliento y se sentaron a escribir, a actuar y rumbear. Sin más precedentes que una única novelita de jovencitos muertos, olvidados.
Ahora que regreso… ahora que vuelvo a atravesarme por las esquinas, por entre la fila de furgones estorbando al lado derecho de las vías, por entre tanto taxi, por entre tanta gentecita que no para de vivir una vida superficial y llena de adornos, por entre el mercado móvil y entre los comentarios de las gigantescas salas de cine en el sur, por en medio de tanta moto y tanto jovencito precoz, ahora que sufro, que no paro de sufrir y quiero que todos me escuchen, ahora es tarde para decir aquí estoy. Pateo las tapas de gaseosa, las piedritas y meto las manos en los bolsillos.

Esa vez, creo, se me fue la mano. Creo tendrá que pasar mucho tiempo para que esta ciudad pueble sus barrios con tanta intranquilidad y afán. A mi casa le hace falta la nomenclatura, le hacen falta un par de ventanas para ver los niños salir de la escuela, le quedaría bien un aviso enorme que dijera, Calicalabozo: se escriben cuentos, cartas de amor, páginas de diarios, libretos, novelas, películas, obras de teatro, biografías, revistas, artículos y crónicas. Pero quedaría mejor con cien sucursales en todo Cali, con cien y más escritores jóvenes enamorados de esta ciudad, y si el color de las paredes no fuese ese negro abandono, tal vez un rojo sangre con puntas azules, y quizás si el perro de enfrente no ladrara tanto cuando llego a quedarme encerrado martillando mi máquina, escribiéndole una carta a su amo que vive en Estados Unidos.

Parar en una butaca enterrando los dedos en la máquina para escribir gritos, voces que irán pegando de pared en pared hasta gastarse en mis oídos, hasta quedar sin voz y no poder cantar antes del desayuno. Aquí vienen a tocar la puerta cada año, cada marzo con flores y camisas negras, con grabadoras y niños bailando salsa. Pero no vienen mis amigos con mis cosas, con mis gafas, con mi diario, con mis apuntes y mi baúl. Maldita sea he quedado solo, marginado por mi muerte, por la falta de mi novela hoy rendida a los pies de esta ciudad. No nos preocupemos, sigamos viviendo…

Cali, 2007

Texto agregado el 21-02-2008, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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