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En el mundo de las aventuras, es poco lo que resta a la imaginación para conseguir sorprender al individuo.
Nuestro planeta, hoy en día, resultó no poseer las inmensas dimensiones que antaño le atribuyeron nuestros antepasados.
Es casi imposible asegurar que no existe en el mundo lugar sobre el cual el hombre no haya dejado sus huellas.
El relato más abajo detallado, pone de manifiesto, crease o no, la prueba que vislumbra verdades sobre recobecos escondidos de la civilización conocida.


Era un nativo flaco, medio arrugado, y no de mucho hablar. Cada dos o tres semanas llegaba a la estación de la Misión. Allí le habían otorgado el nombre Joaquín; posiblemente por haber sido el día del santo del mismo nombre, que al cura jefe se le ocurrió la idea de darle un nombre.
Él traía plumas de colores, variedad de frutos tropicales y exóticos, que sólo selva adentro se los encontraba, además perlitas de raras ostras que dormían en el cauce del alto río, esqueletos de hojas de palmeras pintados; a cambio cargaba en su canoa ropas usadas y telas descoloridas por el tiempo.
Luego de reiterados pedidos, acompañados por una considerable suma, el avezado indígena, difícil calcular su edad, aceptó llevar al joven expedicionario, río abajo. La intención del aventurero consistía en llegar al paradero de los " indios desnudos", que, según comentarios fidedignos, no conocían al "hombre blanco". Al escuchar la petición, el dueño de la embarcación lo miró, con una mirada fría tan especial que entonces, no consiguió comprender. No obstante, después de esconder la paga entre los bártulos a bordo, expresó algo parecido a una aprobación.
Al atardecer del primer día costearon un peñasco de arena y bajaron sobre él. Cada uno sacó su ración de comida. Joaquín arrojó unas migajas al río.-Para que los caimanes no se enojen- explicó.
A la mañana siguiente trató de convencer al joven de perder el miedo al entrar en el agua, marrón y espesa como barro líquido. Con seguridad, allí los peligros acechaban por doquier, cocodrilos, anguilas eléctricas, y porque no pirañas. El indígena al sumergirse demostró, sin hablar, un cierto orgullo y dominio. Al vencer su lógico instinto de preservación, consiguió introducirse en aquellas aguas.
Al poco tiempo ya estaba gozando, y jugando como un niño con juguete nuevo, hasta el momento que sintió un roce áspero sobre sus costillas. Sólo en las películas de terror selváticas es posible ver una corrida despavorida como la experimentada por nuestro novato nadador. Joaquín no dijo palabra, sobre la falta de coraje demostrado, ni tampoco comentario alguno sobre la pequeña rama flotando cerca de donde había escapado su compañero casual.
Al cabo de tres experimentados días, con sus largas noches, llegaron a destino. Joaquín murmuró algo parecido a : -Volveré en la próxima vez- Y desapareció antes de que el aventurero se percatese
Frente a él, unas decenas de metros tierra adentro, unas pocas chozas desrraídas alrededor de una especie de cueva. La quizás aldea, vacía de gente, no obstante, vestigios, aun calientes de una diminuta fogata, dieron la pauta, de que el lugar no estaba abandonado
Ellos aparecieron como por magia negra. Todos de baja estatura. Como se lo imaginó desde mucho tiempo atrás cuando comenzó las averiguaciones sobre dicha tribu.
Ataviados con trozos miniaturos de telas descoloridas; las mujeres a pecho descubierto, mas el hecho que los dos sexos conservaron el largor natural de sus cabellos y los cuerpos de ambos eran lisos en especial, se permitía diferenciarlos por el detalle de las mamas alargadas de las mujeres
Una de las aborígenes soportaba sobre un costado de la falda un retoño mocoso extendió uno de sus brazos, con la mano abierta tocó la cara del intruso. Acarició la tez de color desconocido, y una exclamación, como de sorpresa, al sentir los poros llenos de una barba de días. Como un niño curioso levantó la camisa del enorme ejemplar de hombre, y apareció ante sus ojos, y de sus compatriotas, el vello pectoral tan peculiar y extraño. Todos comenzaron una risa histérica alrededor del susodicho. Se encontraba sólo dentro de la selva, lugar desconocido, en medio de una zona de pantanos, sin conocer el idioma de los aborígenes que lo rodeaban, y desconociendo las costumbres que ellos predicaban.
Transcurrieron varios días, los suficientes para entenderse y captar sus pretensiones, pero aun muy lejos de permitirle entablar conversación.
Los componentes de la tribu eran cazadores y pescadores especializados. Los más entrados en edad se dedicaban a pequeños cultivos mediante un precario sistema. Cada dos años cambiaban de lugar, cuando la tierra y la selva próxima agotaban sus frutos. Entonces levantaban campamento, cargaban las canoas, hasta encontrar un nuevo y más propicio predio.
Durante la estadía, comprobó que los indígenas sentían alto respeto y miedo a la jungla. El puma era, para ellos, el rey todopoderoso de la selva. Al igual que no perturban a los caimanes en el río, a tal punto que prefieren dejarse devorar, llegado el momento, y no matarlo, de la misma manera actúan frente al puma.
En una travesía acompañando a uno de los mejores cazadores, de nombre Angou Gaam, escuchó, al llegar a cierto recodo, algo parecido a una oración que balbuceó el experto. Más tarde contestó a las interrogaciones del visitante, explicó que se debe pedir al puma bueno que trate de evitar que el puma malo lo ataque.
El surco se angostó en forma brusca, el colorido salvaje de la vegetación sumado al silencio tan sorprendente del lugar, permitía escuchar, como fuertes acordes de una inmensa orquesta filarmónica, los pisadas del dúo. Varias semanas más tarde al recordar aquella experiencia aun pareciera sentir ese frío y pegasoso sudor del miedo en todo su cuerpo. En dichos momentos, el guía comentó que fue necesario mantener el silencio, pues percató la presencia de un puma hembra, las más peligrosas, cercanos a ellos, y la altura excesiva del hombre blanco muy posible llamaría la atención de la fiera.
El cazador estaba provisto de flechas venenosas, dentro de su caña, preparada para tal fin; dirigió el arma en dirección a un arbusto a la derecha, sopló con fuerza y el proyectil silbó en medio de la maleza. A los instantes corrió hacia el lugar, a los minutos volvió cargando sobre sus hombros un hermoso ejemplar de ciervo. El inesperto joven consultó sobre cómo saber donde dirigir la flecha; unos metros anteriores notó, el cazador, unas pisadas en el sendero, propias de tal animal, unas hojas rotas unos metros por delante lo ayudaron a verificar el exacto lugar donde estaba parada la presa.
El comerciante en canoa, volvió como prometió.
Los habitantes de la aldea, trajeron plumas y pequeños caparazones que los mantuvieron escondidos en cierto lugar del cual ni siquiera supe de su existencia. Joaquín les retribuyó con harapos y telas que en algún momento fueron husables.
Durante el viaje de vuelta, dos días y medio, nuestro favorecido viajero poco habló, una tristeza lo obligó a mantener el silencio, en momentos, tal vez, logró originar diminutas lágrimas. Pensó, sin quererlo, que Joaquín, se convirtió en el culpable de ocasionar el final de aquel sueño.


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@surenio

Texto agregado el 16-02-2008, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-02-2008 Me encanta cómo narras con frases sencillas y buen gusto. juaniramirez
 
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