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A comprar cigarrillos

“Quisiera dormir
sobre tu vientre tibio
para poder recordar
el calor de tu cuerpo
cuando me encuentre
de nuevo sólo
frente a la soledad.”
Manuel Bajtin

Terminaron de hacer el amor y se recostaron ambos boca arriba. Él buscó el paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón. Sacó uno, y le ofreció a la señorita que descansaba a su lado. Ella aceptó con un movimiento de cabeza, y puso el cigarrillo en su boca. El hombre encendió ambos. Le dio una larga pitada al suyo. Puso su mano izquierda debajo de su cabeza. Pensó por un segundo que estaba disfrutando de una felicidad plena, inusual. Miró el resto de la habitación desordenada. Miró las piernas blancas de su amante, apenas separadas sobre las sábanas azules. Deseó tocarlas, pero se contuvo. Se miró a sí mismo, desnudo, a la intemperie, desprotegido. Fumaba su cigarrillo lentamente, esperando tranquilo llegar al final. Por momentos se dedicaba a escuchar como el tabaco se quemaba ante cada chuponazo. Volvió a mirar a la dama. Ella había terminado con el cigarrillo y se recostaba mejor, poniendo la cabeza en aquella almohada desprolija. Decidió que debía levantarse un segundo, apagar las luces y tomar una cerveza. El calor comenzaba a ahogarlo.
Antes pasó por el baño. Le divertía y le extrañaba orinar desnudo. Hacer a un lado pantalones y calzoncillos era algo casi religioso. Pasó a la cocina, abrió la heladera y sacó una botella de cerveza. Se sentó y comenzó a beberla. Escuchó en el medio del silencio la suave respiración de ella desde la habitación. Respiró hondamente y se arqueó sobre la mesa. Miró el cuadro que tenía frente suyo, en la pared. Recordó qué había sido de ella. De aquella, que lo había abandonado. Cerró fuertemente los ojos, y se pidió no arruinarse el momento. Se prometió también, descolgar el cuadro.
El gato subió de un salto a la mesa. Dio un par de pasos y se recostó en el centro. Él lo acarició y volvió a pararse. Dejó la botella vacía en el basurero y volvió a la cama. Se recostó suavemente, para no despertarla. Acomodó la almohada. Miró por última vez la cabellera rubia de la muchacha que descansaba a su lado y luego cerró los ojos para dejarse llevar por el sueño.
El gato maulló quejoso desde la cocina. El calor de la siesta se tornaba insoportable. Bajó y fue a acomodarse debajo de un sillón.

Él soñó. No sabía si era usual o no. Sí sabía que pocas veces recordaba haberlo hecho, y que se había hecho costumbre, revivir aquel fatídico momento en el que su novia lo dejaba. No encontraba el porqué. La pesadilla se repetía, era siempre de la misma forma. Había resuelto que ese sueño retornaba, en la mayoría de los casos, luego de haber hecho el amor. Le gustaba pensar que era un trauma, como una forma de restarle importancia. Lo cierto es que el hecho le preocupaba. Aún no comprendía bien por qué, pero sabía que le preocupaba.
El sueño comienza con ellos haciendo el amor. La escena es romántica, casi tierna. Él le dice palabras de amor. Ella suspira. Llega el momento del clímax y ambos se desprenden, envueltos sus rostros en una satisfacción impecable, y sus almas en una felicidad inigualable. Se duermen abrazados. No pasa demasiado hasta que ella se levanta. Él queda inmóvil sobre la cama, aún dormido. La muchacha rodea suavemente la cama y alza su ropa. Se viste lentamente, mirando al hombre postrado. Busca sus cosas y cuando se dispone a irse, él abre los ojos y la mira. “¿A dónde vas?” le pregunta. Ella, lo mira con ternura, le dedica una sonrisa y contesta: “A comprar cigarrillos”. Él vuelve a cerrar los ojos y deja caer la cabeza sobre la almohada. Ella lo mira por última vez, agarra sus cosas, y se va para no volver jamás.

Él se despertó. La noche había penetrado la habitación, y ahora no sólo estaba totalmente a oscuras, sino que la habitación se había puesto fría. Se pasó una mano por la boca húmeda, la otra por los ojos perezosos. Bostezó. Se tocó el pelo despeinado con la mano derecha. Se dio vuelta en busca del cuerpo de la muchacha. Y no lo encontró. Se sorprendió. Se enderezó un poco y buscó por el pasillo. La llamó. No hubo respuesta. Se dio vuelta y vio la caja de cigarrillos. Temió abrirla, pero lo hizo. Allí esperaban unos 10 puchos. Sintió un ruido. El gato cruzó del baño a la cocina y se detuvo un segundo a verlo. Sus ojos verdes resaltaban en la oscuridad. Volvió a su camino. El llamado fue más fuerte esta vez. Pero nada. La casa seguía a oscuras.
Inevitablemente su cabeza se llenó de preguntas, de sensaciones, de miedos. ¿Acaso lo habían vuelto a abandonar? La soledad comenzó a invadirlo irremediablemente. ¿Podía volver a pasar? ¿En dónde estaría? Decidió levantarse. Se vistió. Caminó lentamente hacia la cocina aún a oscuras. Encendió la luz y encaró hacia la heladera. Abrió y sacó una cerveza. La destapó y se sentó a pensar. Mientras la tomaba, analizaba el porqué. ¿Por qué lo abandonaban? ¿Qué era eso que tanto les molestaba? ¿Qué era eso que las motivaba a abandonarlo? Una lágrima se deslizó desde su ojo derecho por la mejilla respectiva hasta la boca. Cerró fuerte los ojos y apoyó la cabeza en su brazo. Olvidó aquella felicidad plena que había sentido esa misma tarde. Se llenó de tristeza.
El ruido de la puerta lo hizo enderezarse. Escuchó los pasos acercarse. La vio por fin aparecer en el umbral, hecha una sombra. Prendió la luz, y allí estaba. Brillante, sonriente, lo miró y le guiñó un ojo. El rostro de él no disimulaba su sorpresa. Ella guardaba algunas cosas en la alacena cuando él, por fin, se atrevió a preguntarle a dónde había ido. Ella, casi sin mirarlo, tranquila, le contestó: “A comprar cigarrillos, mi amor”. Y repitió: “A comprar cigarrillos”.

Texto agregado el 10-02-2008, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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