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Según me acerco al pueblo no puedo evitar que los recuerdos se agolpen en mi mente, tan enmarañados como la silueta de los árboles al borde de la carretera que, por efecto de la velocidad a la que conduzco, se confunden en una única mancha verde. Ahí está enterrado mi padre. Nunca he vuelto a visitar su tumba. El traslado se hizo en un coche fúnebre que parecía una furgoneta. Paramos a comer en una fonda del camino, bajo un calor asfixiante, y yo acechaba, a través de la ventana, por si lo robaban. Imaginaba la sorpresa del ladrón al mirar la mercancía y, como siempre, mi fantasía construía en un instante una novela que comenzaba ahí, sentados, comiendo, un coche que parecía un furgón, un cadáver dentro. Ya no vive nadie de la familia en el pueblo, y si no fuera por estos condenados sueños míos, creería que no han existido. Recuerdo la primera vez que visité a mi abuela. No la había visto nunca, o al menos no la recordaba. Ella se negaba a viajar y nosotros vivíamos muy lejos. El tren atravesaba lentamente un paisaje árido, pajizo, donde la mirada se perdía en un horizonte borroso, más confuso aún para quien se ha criado encerrado entre el mar y las montañas. Otra sorpresa para mí desconocida, el tren. El ruido de las ruedas girando sobre su eje, los ojos nublados por la carbonilla, el tapizado pegajoso de los sillones, el aire caliente, el olor a sudor antiguo y tortilla de patata reciente. Se movía tan despacio que me sentía como un personaje de una película antigua, la cabeza asomando detrás de asientos de cartón, el paisaje deslizándose sobre un telón de fondo que una manivela hace avanzar. La figura de mi abuela en la estación, imponente. Una mujer hermosa, de edad indefinida, vestida de negro de la cabeza a los pies, con el pelo pegado a las sienes recogido en un moño, el bolso abrazado contra el cuerpo, la mirada autoritaria. Mi tía estaba junto a ella, regordeta, el cabello rizado de permanente, el vestido de flores. La única hija de tres hermanos. “Pobrecica, la única chica y la más feica”, le repetía mi abuela continuamente. Besos, abrazos, presentaciones a todo el que se cruzara en el camino. “Es mi nieta, la hija de José”. Recuerdo la casa terrera, frente a una plaza semicircular sin asfaltar, donde un día a la semana se montaba el mercado y de vez en cuando se celebraban ferias de ganado. El frescor de la galería, la oscuridad, los visillos siempre echados, las cortinas corridas, que no entre el calor, ni las moscas, ni nada. Una pila filtraba y refrescaba el agua que bebíamos. Yo permanecía frente a ella, hipnotizada, observando cada gota suspendida en el aire, como el tiempo, hasta caer en un recipiente, mientras nacía la siguiente, y así una y otra vez. Mi abuela me llevaba todos los días a la iglesia. Tenía un reclinatorio propio, de terciopelo rojo. A veces reñía a las beatas que se ocupaban de cambiar las flores y vestir las imágenes, “mira cómo me habéis dejado al pobre San Antonio, si parece un chulo”. También me decía, “no te cases nunca con un hombre por el traje que gaste”, y yo imaginaba a mi abuelo, al que nunca conocí, paseando por las calles de adoquines con un traje gris, de chaleco y pajarita, y bastón de puño de plata, mientras las mujeres volvían la cabeza a su paso. Mi abuela se casó con quince años y mi abuelo le doblaba la edad. Las cosas no fueron bien y mi abuelo se marchó. Cuando murió tuvieron que vender las tierras para pagar las deudas de juego. Pero mi abuela no hablaba nunca mal de él. Sólo repetía, “hija mía, nunca te cases con un hombre por el traje que gasta”. Mi tía tenía una colección de novelas de Corín Tellado que guardaba bajo el colchón de su cama. Por las noches, cuando mi abuela dormía, me deslizaba descalza hasta su cuarto y me leía alguna de ellas, aunque a veces se saltaba párrafos. Mi tía decía que no se había casado porque no había encontrado al hombre de sus sueños. Los hombres del pueblo no se parecían a los de sus novelas. No quise aclararle que los de la ciudad tampoco. De todas formas, sé que no es cierto. Mi padre decía que la abuela le espantaba los novios. No sé por qué se enredan en mi cabeza todas estas imágenes, como un ovillo. Una vuelta más, y se divisará el pueblo.




Texto agregado el 09-02-2008, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-02-2008 Me gusta reencontrarme con tus escritos aquí. Besos mil, Ana lolasanabria
17-02-2008 Me encantan esas descripciones llenas de nostalgia y encanto. Besos. leante
16-02-2008 Es una buena introducciòn con pintoresca descripciòn de los personajes. doctora
 
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