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Imaginen una mujer sola, pero sola. Sí, imaginen. Sábado. Miren la ropa ordenada en los cajones; en los cajones, ni se les ocurra que podría haber un tenedor entre los cuchillos, o que podría faltar papel higiénico, o la leche en el cuenco del gato. Miren las plantas del pequeño balcón, miren el control remoto envuelto en plástico para evitar la suciedad.

Imaginen una mujer sola, pero sola, que se prepara a salir (sola) el sábado. Ésa era yo, Graciela. Nunca supe cómo es que no se puede esconder la soledad, y eso que lo intenté, porque los hombres tienen una especie de visión infrarroja y se dan cuenta de que una está sola, como si luciera un letrero en la frente que lo indicara.
Imaginen salir con la intención de encontrar al príncipe azul, ese que te acaricia el hombro antes de quitarte el abrigo en la mesa de un restaurante y espera paciente a que elijas el menú; otras, simplemente encontrar a un jovencito buenmozo (o más o menos lindito) que te pague las copas, que te diga estupideces con el sólo fin de hacerte reír para llevarte a la cama y después sentir que lo haz exprimido en una buena sesión de sexo desenfrenado para luego contestar con negativas sus llamadas; o el feo pero sincero, el que te trae sus rollos con el simple fin de usarte de confidente como pretendiendo la mismísima ternura, que lo único que puede ofrecer.

No son mojigatos, ¿verdad? Lo único que buscaba era sexo desenfrenado. Tachen o imaginen sin pudor.

Esta historia no ha acabado. Fuera del papel tiene vida. Descubrí que la fantasía de muchas se hizo realidad en mi caso. Tal vez nadie tenga una fantasía tal, a no ser que viviera en un circo y se enamorara del dueño, a su vez un tipo desconcertante que para la mujer barbuda o la contorsionista fuera un bocado exquisito. Y entonces desmiento lo de la fantasía de muchas, dejémoslo en unas pocas. Ahora las más viciosas, yo incluida, pensarán en seres con miembros largos y no precisamente en aquellos con los que se toma café. Pero es mi historia real, la vida que llevo ahora y de la que presumo en estas líneas y que exhalo. Es el error de una noche que me lleva a tratar de solucionar el resto de las noches con sus ebriedades y sus aumentadas dioptrías de una lozana altanera que dejó las lentes en casa. Por vanidad se hacen tonterías de las que luego uno se puede arrepentir (les dije de la mujer sola). Otras veces nos quedamos sumamente satisfechos de tales banalidades puesto que de lo contrario todavía seguiríamos buscando el talismán como alquimista desesperado.

Aburrida, una noche aburrida pero para ser fiel a mis dotes de gacela en celo, digamos Graciela en tedio con sinceridad, decidí dejar las lentes en casa y aventurarme a encontrar un príncipe no tan verde (vamos, con modestia). Era prioritario que se fugara del Decamerón y llevara a cabo, aquella noche, todas mis fantasías. Sucumbir en una embriagadora noche con o sin luna, llena de gritos sin película de terror y que aprendiera la penthouse o la playboy con las imágenes brindadas en aquel catre de un cuarto cualquiera, de no sé qué local, en tal o cual calle… arte sensual en cada poro, en cada fotograma. Aquella noche fue realmente significativa para el resto de mi vida no sé si por decidida o por exceso de copas. Prosigamos entonces.

Un tipo de esos de las pelis de gánsteres, duro, con sombrero de ala ancha abatida y abrigo largo, lo que yo conozco por guardapolvos. Todo de cuero, cuero negro y desgastado, tornaba a grisáceo. Más tarde descubrí, en el catre, que los pantalones también eran de cuero, que llevaba chaleco de cuero y… hasta el tanga negro y de cuero. Por eso era un tipo encuerado y no en cueros. Lo que no aprecié fue el sonido de sus pasos, ese ruido del cuero al roce con el mismo cuero. Estaba ebria, no sabía ni andar y menos ver con la miopía como lazarillo o escuchar; por eso el tacto, creo, es lo último que se pierde. Y de perdidos al río, nos fuimos al cuarto del catre de ninguna parte a sudar el cuero, con lágrimas sin llanto, sólo gritos sin ahogar, hasta que hablaran los poros como si jugaran a devorarse. Entonces nos ahogamos ambos sin rechistar para aumentar el éxtasis que sucumbe con la llamada de la vejiga y para el juego, pero se retoma rápido. Si bien giré hacia la pared en aquellas ocasiones, incluso me planteé si este tipo tendría una infección urinaria o bien era viejo y su próstata se la jugaba cada dos por tres. Cuántas veces tuvo que ir al baño a orinar, cuántas… somos las mujeres las que tenemos esa tendencia, pero no era el caso preocuparme por tal memez y seguí gozando cada vez que el doncel acudía a mi lado.
Peculiar su arte. Me entregué sin pensar, no era momento de pensar, de mirar aquella pared del techo desconchada. No era tiempo, era un ahora. Aquel tipo era misterioso, el ala del sombrero le envolvía en un halo profundo. Antes delante de la barra del bar, solitario, parecía estar en el lejano oeste. En tal caso, el vaquero me montó como a una yegua brava pero entregada.

Esa forma de asirme por las caderas cuando permanecía dentro de mí, parecía transformarse en arácnido, en un ser menudo, y menudo ser. En el mundo no había nadie más, esas paredes se desdoblaban en aristas redondas, traslúcidas, tensores que circuncidaban mi vulva, succionaban mis senos sin necesidad de aproximar su cuerpo que menguaba, que se veía lejano o ridículo, que el alcohol lo transformaba en batracio y yo allí sin lentes…

No supe más de aquel tipo, hasta pasado un tiempo hasta que retorné a la barra del mismo bar entonces con lentes y sin una gota de alcohol. Esta vez visualizaba las etiquetas de las botellas a tres metros. Pero no lo encontré allá y me dio por pensar en que tal vez no volvería a ver aquel singular ejemplar varonil. Al alzar la mirada cuando pedí al camarero un whisky doble con soda, en lo alto de una estantería llena de botellas de JB había un gorro. No podría especificar si era de él pero el ala estaba abatida igual en aquella noche encendida. Pregunté, con cierta esperanza, pregunté al camarero y me dijo que era del Leo. Y lo bajó con sumo cuidado del stand y me lo dejó en la barra. Me lo probé y según un espejo de la columna de la pista de baile me quedaba a la perfección, sentí su olor, del cuero mezclado con lo semental. Percibí algo que dados la ausencia de lentes y la ebriedad no había visto aquella noche: un ribete de piel como de serpiente. Entonces pregunté a aquel afable pero parco tipo que era el camarero, parecía dispuesto a conversar conmigo. Me dijo que el Leo era el dueño de varias boas, que era domador de esos bichos y había viajado por todo el mundo con su numerito en los circos de cada país que visitaba. Esa historia me excitaba cada vez más, sólo de pensar en el catre y en el cuarto con todas las boas bajo su dominio y yo como una más. Me dijo que el tipo también se dedicaba a lo del tráfico de drogas en sus ratos libres, que algunos matones le perseguían y por eso desapareció de la zona. Entonces llegué a verme afligida por no saber cómo encontrarle hasta que este hombre, que ahora parecía ser telépata, miró a todos lados como con temor de ser observado y me dio una tarjeta con disimulo. Comprendí que si quería volver a vivir aquella tórrida noche totalmente sobria debía salir y buscar la dirección recién conseguida.

Tomé un taxi con olor a almizcle y habano propiedad de un hindú que levitaba en el sillón cada vez que se saltaba un semáforo. Buen tipo, el taxista. Era romántico además y cuando le conté que buscaba al hombre de mi vida hizo de las calles autopistas. Cada taxi de mi ciudad es una caja de pandora. En una ocasión un taxista me preguntó si me molestaba que se masturbara mientras conducía. Odio cuando fuman marihuana. Es normal que lleven cadáveres de la mafia en el maletero; los mafiosos pagan bien y reducen impuestos de las facturas de las compañías de taxis. Algunos dicen que llevar un muerto atrás trae buena suerte. A los mafiosos trae mala suerte evadir impuestos.

Llegamos a la dirección que me diera el camarero. Había un local sombrío con el cierre bajado y sin otro dato que el número 25 de la calle del Topo. Habría algún topo entre los traficantes que le buscaban, o el nombre era así por casualidad. Las casualidades no existen. Al lado del cierre, una puerta entreabierta y luz adentro me dio pie a pasar sin pensar que peligraba. Dije a mi taxista que esperara, que volvería acompañada si todo salía según lo planeado.

Una vez en el recinto sentí una mezcla de terror y desolación al apreciar entre la penumbra una maleta abierta en el sofá, de la que sobresalía una cabeza cuyos ojos estaban tapados por el ala de un sombrero que reconocí inmediatamente. Supuse que había llegado tarde y algunos malditos habían aserrado a mi príncipe y puesto su torso en la valija. Quedé pasmada unos segundos sin saber si era momento de comenzar a llorar. Recordé que en las películas ése era el instante del llanto y de la llamada a la policía, aunque comprenderán que mi hombre era más fantástico que real. No encontraba un teléfono y no quería hacer ruido porque sospechaba, con atinado criterio, que alguien vendría a llevarse el cuerpo. Tampoco me animaba a tocarlo por lo de las huellas dactilares y cuando ya vencida me disponía a abandonar el local descubrí un hombre armado que me cerraba el paso, un maldito asesino que comenzó a insultar al despojo que yacía en el sofá y a esta servidora, claro está.

Imaginen cuál fue mi sorpresa al ver que el hombre del sofá, mi Leo, estaba vivo y enojado además por haber sido despertado de una forma tan poco amable. Las amenazas del asesino eran las que todos conocemos; que no has logrado reunir el dinero, que el jefe ha decidido liquidarte, maldito imbécil y tú y tus apestosos reptiles… Cosas como éstas a las que Leo no parecía prestar demasiada atención. No. Mi hombre, como buen caballero, se quitó el sombrero y me saludó. Entonces me vino la imagen del tipo del cuero de aquella noche de lujuria en la que sólo había podido apreciar a alguien sentado en un taburete, de estos altos no discriminatorios que te acercan a la barra y colocan a todos los borrachos a la misma altura, con su guardapolvo que le ocultaba tras un telón. Ocultaba su tamaño, pero nunca me engañó, fue la ebriedad lo que me confundió. Nunca le había visto de pie, siempre alzado o tumbado, con su pequeña vejiga… Grande fue mi asombro al descubrir aquel príncipe azul circense. Sus menuditas manos, su carita chica y unas piernecitas chiquitas chiquitas. No llegaba al metro, pero era mi gran amor y además estaba vivo y simplemente había estado dormido en su maleta.

El gánster nos apuntaba con una pistola mientras me decía algo que no alcancé a entender, pero creo que se refería a que me hiciera a un lado para poder hacer blanco en Leo e irse tranquilo y que el jefe lo esperaba. También mencionó algo de una mamada al tiempo que hizo un gesto como si fuera un cantante con su micrófono, este detalle lo recuerdo bien porque entonces fue que apareció Droopy.

Sí, también me pregunté en una ocasión cómo es que una Pitón reticulada de siete metros y medio podría llamarse Droopy, pero la escena que siguió me cuesta un poco narrarla, no se crean que es fácil. No sé cómo ni de dónde se descolgó la bicha para tomar con la enorme bocota al hombre malo del brazo que sostenía el arma y luego caer como un resorte pesado y sólido cuyos anillos le rodearon hasta convertirlo en un guiñapo… El ruido de la quebrazón de los huesos es algo que parece divertir a Droopy –explicaría luego, con cierta alegría, Leo-, pero no había tiempo que perder porque era evidente que vendrían más de estos matones y asimismo hubo una extraña y gesticulante discusión entre Leo y Droopy porque éste no quería dar a aquél la pistola. Es que intenta sobornarme para que le traiga a Minnie, su novia, que está aprendiendo trucos nuevos en Nepal –aclaró Leo-.

Lo siguiente fue salir hasta el taxi que me esperaba en la esquina. Al hindú se le había pasado de vueltas el tema de la levitación y una brisa había transportado al rodado con su chófer hasta el extremo de la calle. Leo insistió en que lo llevara en su maleta con el pretexto de pasar desapercibidos si volvían los asesinos. Le pregunté si no parecería medio raro a la gente el hecho de que una boa con una maleta en el lomo acompañara a una mujer por la calle, pero dijo que no, que él estaba acostumbrado a desplazarse así, sigiloso, y además ahorraba dinero.

El taxista despertó de un sobresalto y lo primero que hizo fue preguntar qué llevaba la víbora en la maleta y aclarar después que él no transportaba objetos extraños en su auto. Es mi novio Leo que está malherido –mentí-. Que no, que si está vivo, aunque sea un poquito vivito, no lo llevo -contestó, ofuscado, al tiempo que sacaba una llave de tuercas con intenciones de apalearlo, y entonces apareció como de la nada un auto negro que nos cegó con sus potentes faros.

Creí que el corazón se me detendría. ¿Qué lleva la boa apestosa en la maleta? –preguntó el asesino-. ¡Un cadáver, qué otra cosa! –volví a mentir, trémula esta vez. -Está medio muerto-, dijo el hindú mientras Droopy hacía un gesto de vaivén de cabeza que parecía de aburrimiento. ¡Sí, claro, es medio muerto, porque la otra mitad la cargaremos luego! –Aclaré-. Debe ser gente de Harry el Asqueroso, ya larguémonos. –masculló el matón y se marcharon-. Luego Droopy convenció al hindú de emprender el regreso.

De esto hace ya mucho tiempo. Ahora imaginen una mujer en convivencia con el hombre de su vida. Tuvimos problemas como cualquier pareja, cómo no; como cuando Droopy se tragó la aspiradora encendida, las borracheras de Minnie y la cantidad de mafiosos que intentaron prendernos fuego a la casa…


Dedicado a Lola

Texto agregado el 09-02-2008, y leído por 479 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
16-02-2009 Me gustó especialmente esa parte de erotismo en la que la protagonista cabalgaba como yegua en celo. El estupor final, la sorpresa del domador de boas que resulta ser un ser muy diferente... Este cuento está logrado por su originalidad, buen humor. Sigan escribiendo por favor. Me río con ustedes ;) Idaluz
13-10-2008 Usted es monárquica y de derechas de toda la vida, o es que lo de "encontrar al pricipe azul" es solo una frase hecha típica y tópica? Los hombres, sobre todo los que como yo, somos un poquito canallas, feos, semiviejos y bajitos, buscamos siempre una princesa con pinta de puta vestida de rojo para presumir delante de la tropa de pensionistas y prejubilados de banca de que no hemos tenido que pagar para que nos la chupen. Ambas situaciones son siempre mentira, pero...merecen ser verdad. Eso nos haría feices. Tu relato, gansters incluidos deja ese sabor de whisky(se escribe así?) nocturno que anestasia el cerebro, ahogado por el humo del local que nos hace pensar a algunos hombres, que no es la próstata, si no la viagra quien tiene la culpa de todo. Ambos, próstata y viagra, resultan demasiado caros. (Yo nunca he tenido necesidad de tomar viagra, off course, faltaría más -tremenda mentira- ) Leeros, siempre es pecado y los pecados, ya se sabe, son fuente de placer.+++++ crazymouse
13-10-2008 Pletórico de insana fantasía. Es decir, genial! 5* ZEPOL
18-03-2008 Pero qué bien! Disfruté el relato de principio a fin, muy bien entretejido, buen ritmo, nada pretencioso. Gracias! eride
25-02-2008 Sí, coincido con los demás comentarios. Delicioso relato que nos deja con ganas de más y más. Luces esplendidamente en la narración. Tu desparpajo es contagioso. Saludos. Jazzista
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