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Resistencia

Nona Irene.
Había mucho sol, demasiado, cuando abuelo Enrique apareció por esa puerta y estuvo un rato sin hablar buscando los ojos gachos de su mujer para decirle antes de hablar que finalmente lo más temido era realidad y que desde ese momento la fábrica de clavos de la que vivían tan bien ya no era más propiedad de ellos. El banco y la deuda que los hermanos se apuraron en adquirir a pesar de su negativa y ahora esta devaluación del gobierno de Frondizi sumaban un golpe de muerte. Abuelo no esperó su abrazo porque después de muchos años la gente aprende con el cuero. Ese silencio lo tendió Nona Irene desde su orgullo erguido como una cobra en el aire caluroso. Sin apuro dejó los platos que repartía sobre la mesa tendida, se metió en el baño y la escuchamos abrir la canilla del lavatorio. La imaginamos inclinada frente al espejo, hundida en el agua sin fin. Salió con otro ritmo, la cabeza canosa en alto, ya sin el rodete duplicándole la edad, despojada del delantal con el dibujo de un cocinero descolorido. Se detuvo frente a los que estábamos listos para almorzar. Habló con la energía de su noviazgo de siete años y la crianza de sus nueve hijos: no esperen la ayuda de nadie. Nosotros somos la fábrica y todos los que nos conocen esperan que seamos capaces de levantar este desastre. Quedaron aquellos ojos sin lágrimas fijos en los ojos de las hijas, sobrinas, nietas que escuchábamos a espaldas del patio grandísimo. Ahora comprendo que los hombres no contaban para oír el mensaje.
Tía Elisa.
Recién se detuvo cuando la enfermedad no le permitió comprar los pasajes, renovar el pasaporte, administrar las cuentas de banco para que nada fallara en los momentos en que decidía esos cambios de rumbos dignos de su exótica forma de ser. Al frente de la fábrica de clavos que recuperó Nona Irene gracias a incontables caminatas para negociar préstamos, refinanciaciones, órdenes de compras, en poco tiempo dejó el puesto para proyectare a más. Sola querida, si, y a esta altura podría decirse que de nuevo virgen, le gustaba responder con ingenio en las sobremesas de Navidad antes de lanzar esa carcajada tensa que todo el mundo conocía tan bien. Una mañana había salido de la oficina donde comandaba todo y sus empleados que la adoraban vieron cómo entraba al baño, una bolsa en la mano. Escucharon el correr del agua del lavatorio y creyeron que hundía la cara de perfecto maquillaje neutro en el torrente chico. Salió renovada: el pelo suelto, lejos del traje sastre gris que quedó en la bolsa, con pantalones beige ajustados a su silueta, los labios pintados de rojo. Y gracias a sus viajes pudieron exportar, superar crisis como la de tantos gobiernos militares, salvar el pellejo debido a las innumerables relaciones que tejió por el mundo. Mucho carácter junto, solía susurrar Nona Irene a la hora de defender la esencia luchadora en las poquísimas veces que la familia aceptaba envolver semejante diversidad en la casa de Pinamar. Y lo dijo hasta su muerte. Supe de su vuelta al país por una llamada telefónica, pero me sorprendí cuando, apenas semanas más tarde, una vecina de su departamento se animó a buscarme en la fábrica, disculpe la molestia pero entiendo que la señora es familiar suya y la verdad es que tengo miedo de que le pase algo malo. Van como diez días que no sale, y no la ví bien desde su regreso. Corrí con ella, subimos a mi coche, había mucho sol, demasiado. Abrimos el departamento con la llave del portero y encontramos a tía Elisa en el baño, como dormida, la cabeza en el lavatorio, la valija hecha a sus pies, el saco de hilo traído de India sobre los hombros, el cigarrillo aferrado a su mirada perdida. Aún se oía el agua corriendo suave, el espejo con pequeñas gotas salpicadas, el rapto bautismal de la estirpe.
Norma, a secas.
Prima lejana por decisión propia, como integrante de esta familia sé lo que tengo que hacer. Desde que tía Elisa nos dejó en viaje hacia la eternidad, me interioricé de sus andares por el mundo. Uno de sus últimos informes auguraba la inminente toma de grandes decisiones. Ayer terminé de armar el cuadro: el negocio de los clavos decae en el mundo entero. Hay que reconvertir la empresa antes de que en poco tiempo nos declaren quebrados. Reuní la información en mi computadora portable, solicité una reunión del directorio. Por las ventanas se diluye la ciudad en un sol excesivo. Observo las espaldas trajeadas en la sala de sillas tapizadas color azul. A su vez todos me ven entrar en el baño después de disculparme por un momento. Ya frente al espejo abro mi cartera, saco la tijera, me quito las extensiones del cabello una a una. Después dejo correr el agua de la canilla mientras me cambio los pantalones negros y la casaca ocre por un vestido de seda, escote profundo color carmesí. Subo a mis flamantes zapatos de cabritilla con tacos aguja, sumerjo la cara en el frío de un ritual que no cesa.

Texto agregado el 06-02-2008, y leído por 280 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
14-02-2008 Excelente historia,cada "cambio de piel" de las protagonistas es una metamorfosis que les permiten dejar lo que son por lo que pueden llegar a ser. Mis 5 * cerrense
13-02-2008 Tus escritos son sólidos y de difícil digerir, aun así disfrute la lectura. natalii
13-02-2008 me gustó la historia, aunque los nexos de unión sean un tanto dfifusos. naju
08-02-2008 MUY BUEN RELATO***** lagunita
06-02-2008 Buena historia.Mujeres de temple y progresistas. grumo
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